viernes, 28 de febrero de 2020

Lo que puede pasar cuando uno es traducido al francés

En una entrada publicada días pasados, se hablaba de que nada garantiza a un autor el hecho de ser leído cuando se lo traduce a otra lengua. Por ejemplo, en Francia, las ventas de autores latinoamericanos son irrisorias. Por alguna razón que los franceses sabrán decir mejor que yo, la hora de Latinoamérica parece haber pasado. 

Y esto se puede comprobar fácilmente viendo los datos que ofrece la computadora de la más ínfima librería de barrio, que permite saber al minuto la cantidad de libros que vendió un autor y en qué librerías de toda Francia. Así, desde lo monstruos sagrados, como Julio Cortázar –cada vez menos leído en el país que lo acogió– hasta muchos de los representados por encumbrados agentes radicados en Madrid y Barcelona, la traducción en francés de autores latinoamericanos es del todo marginal y suele quedar relegada a pequeñas editoriales. Éstas, en el mejor de los casos, logran imponer un nombre al cabo de muchos avatares, como ocurrió con Ricardo Güiraldes cuyo Don Segundo Sombra, publicado por primera vez en francés en traducción de Marcelle Auclair (revisada por Jules Supervielle y Jean Prévost), conoció sucesivas reediciones en Gallimard (1953, 1994, 1997) hasta que, a partir de 2007, logró tres ediciones consecutivas en Sillages, una editorial muy pequeña que exhibe orgullosa ese logro, aunque se apena por la falta de ventas de Roberto Arlt. 


Pero Güiraldes es una excepción. Todo indicaría que, desde que las vacas no se asoman al balcón presidencial de algún dictador o a partir del momento en que la gente ya no vuela en las novelas, hemos dejado de ser exóticos, y tapas que sugieren lo que los libros no tienen, como la de  Dernier train pour Buenos Aires (que originalmente fue Glaxo, de Hernán Ronsino), no bastan para atraer al público galo por muy buenos que sean los libros. Insisto: hay excepciones, pero no son necesariamente las que se promocionan en la Argentina o en los otros países de nuestro continente. Es algo así como cuando leemos que Susana Rinaldi triunfó en el Teatro Olympia, que, al fin y al cabo, es uno de los tantos, tantísimos teatros de París, por lo que su “triunfo” fue secreto.

En síntesis, con tanto investigador suelto, no estaría mal que alguien se tomara el trabajo de poner en negro sobre blanco las estadísticas reales de ventas para saber a ciencia cierta qué se traduce, cómo, dónde y por quién. Eso permitiría ver de manera objetiva dónde está parada la literatura de cada país de Latinoamérica sin necesidad de repetir el discurso de los editores locale, de los agentes y de los propios escritores que, convengamos, son parte interesada en el asunto, ¿no?

Jorge Fondebrider




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