viernes, 3 de julio de 2020

Una vuelta de tuerca a una cuestión candente


Fernando Alfón (foto), escritor y ensayista, se doctoró en Historia en la Facultad de Humanidades de la UNLP, donde también es docente. Muy sensible a las cuestiones de la lengua, en el siguiente ensayo, logró darle una vuelta de tuerca a la cuestión del lenguaje inclusivo.

Lenguaje inclusivo: lipograma y afectación

En 1972, el artista conceptual Georges Perec publicóuna novela escrita solo con la vocal e, cuyo efecto visual y sonoro ya se hacía evidente desde el título, Les revenentes. Era una variación de su novela anterior, La disparition (1969), cuya gracia había sido la contraria: prescindir de esa vocal. Este tipo de experimentos formales fueron comunes entre los miembros del Ouvroir de Littérature Potentielle (Taller de Literatura Potencial), pero la experimentación que hallamos en estas dos novelas, el lipograma, parecía reeditar la que, unos años atrás (1939), había deparado una fama fugaz al escritor americano Ernest Vincent Wright, a causa de su Gadsby –«50,000 words novel without the lettre “E”», según leemos en la portada de su primera edición–. Salvo alguna excepción, este tipo de obras carecen de traducción, no tanto por imposible, sino por innecesaria. No son libros para ser leídos; la mera formulación del concepto basta. Si imaginamos una rescritura constreñida de la Ilíada –en cuyo primer canto prescindimos de la letra alfa; en el segundo, de la beta; en el tercero, de la gamma, y así hasta cansar al alfabeto–, ¿necesitamos la demostración empírica? Esa demostración la emprendió el poeta Néstor de Laranda; y Trifiodoro, autor de La toma de Ilión, completó el ejercicio con la Odisea. Ambas obras se perdieron.  

Decir que Perec se inspiró en Wright es un mero pálpito. También pudo haber sentido el influjo de Jacques Arago, su compatriota, autor de un Voyage autour du monde sans la lettre A (Viaje alrededor del mundo sin la letra A); o de Henry Vassall-Fox, Lord Holland, que en 1824 ensayó una «Eve’s Legend» («Leyenda de Eva»), cuyo aspecto era este:

Men were never perfect; yet the three brethren Veres, were ever esteemed, respected, revered, even when the rest, whether the select few, whether them ereherd, were left neglected.[1]

Cada vez que a alguien se le ocurre esta idea por primeva vez, cree estar respaldado por el encanto de lo inaudito. Podríamos decir que la candidez es otro rasgo del artificio. No fue el caso de Perec, sin embargo, que luego de Les revenentes publicó una «Histoire de lipogramme» (1973), donde ponderó el artificio y, para persuadir al lector de sus virtudes, tomó el recaudo de no utilizarlo. Esa breve historia del lipograma ya había sido bosquejada por el filólogo alemán Ernst Robert Curtius (1948), aunque, a diferencia de Perec, despachó el asunto en un párrafo bajo el título «Formale Manierismen». Curtuis lo encontró un juego absurdo y lo detectó ya en la Grecia arcaica del siglo VI antes de Cristo, en unos poemas de Laso de Hermíone escritos sin sigma. También sabemos, aunque no por Curtius, que Laso era muy sensible a los sonidos –se le atribuyó el primer tratado de música– y que pudo haber querido prescindir de la sigma, no por diversión, sino por el disgusto que le producía su silbido. La explicación es verosímil, pues la supresión de alguna letra también se dio por distintas formas de rechazo. Fue el caso del poeta romántico Gottlob Wilhelm Burmann, quien imputó a la r la aspereza de la lengua alemana, y la retiró de su poesía Gedichte ohne den Buchstaben R (Berlin, 1788)–, luego la omitió en su conversación y hasta dejó de pronunciar su apellido, los últimos diecisiete años de su vida, para no ser agresivo. El caso es particularmente significativo para este ensayo, pues la r, en alemán, es fundamental para las construcciones masculinas.

Podemos definir al lipograma como aquel texto que excluye una letra de forma deliberada, o la reemplaza por otra. Recuesto en la definición de forma deliberada, porque, de lo contrario, cualquier línea podría ser lipogramática. (Esta que ahora escribo, por ejemplo, prescinde de la f, pero no es evidente). Si consentimos esta definición, el lenguaje inclusivo es, técnicamente, lipogramático. En una frases como les niñes eran todes lindes es deliberada la sustracción de la vocal o en determinantes, sustantivos y adjetivos. Es cierto, el lenguaje inclusivo no es un juego –o no lo es, cuanto menos, el temperamento de aquel que lo habla–. Si no es un juego, ¿de qué se trata? Quizá se pueda responder mejor esta pregunta si se postulan las dificultades que enfrenta su implementación.

A menudo toda lengua es impugnada por algún «defecto» –por vieja, por rígida, por impura, por degenerada–; primero surgen las alarmas, luego los alarmistas proponen la solución, que puede quedar en propuesta o lograr el favor del Estado, la lengua entra en deliberaciones, lucha y al cabo encuentra su cauce. Si los llamamos problemas, no es más que por convención: la lengua se desentumece gracias a ellos. El problema que denunció el lenguaje inclusivo es la presunción de universalidad del masculino, marcado por la vocal o, y ensayó distintas formas de reemplazarlo. Algunos de esos ensayos –como el uso de la equis y la arroba– parecen haber agravado el problema que venían a disipar y se tendió a abandonarlos. La implementación de la e, como alternativa de universalización, parece correr otra suerte, pero está asediada por cuatro obstáculos.

Omitir una vocal no es garantía de su silencio; a menudo es la forma de su intensificación. En los lipogramas, aquellas letras que se reemplazan suelen quedar en evidencia. He aquí la paradoja que acecha al lenguaje inclusivo y se constituye en su primer obstáculo:bajo un estricto vestido que la desviste, terminar enfatizando la o, constituirla en el centro de la discusión. En el relato infantil de James Thurber de 1957,  unos piratas toman por asalto la isla Ooroo y, a causa del odio que uno de ellos tenía a la vocal o, prohíben su pronunciación a los isleños. El libro se llamó, naturalmente, The Wonderful O, y puede servir para comprender mejor este fenómeno.

El segundo de estos obstáculos es su notoriedad. Desfila con una suerte de pancarta que afirma: «¡Aquí estoy!» Cada vez que se pronuncia suena de fondo como una vuvuzela. Toda comunidad de hablantes suele resistirse a los cambios estridentes, al encontrarlos compulsivos; y puede aceptar hasta los más inverosímiles, en cambio, si percibe que son espontáneos. El lenguaje inclusivo se escucha como una afectación, como forma de hablar deliberadamente distinta al habla natural. No entendamos por habla natural nada raro, ni la impugnemos con suspicacias sociológicas: es el habla con la que pedimos un tostado en el café, saludamos a un amigo el día de su cumpleaños o conversamos con nuestros padres. Es el habla que nos sirve, incluso, para formular nuestros descontentos con la misma forma de hablar. Decir todesha llegado a ser natural solo en muy determinados ámbitos; en los demás –que son casi todos– delata manierismos o corrección política.

El poder judicial también tramó una jerga, que algunos llaman bajo el oxímoron lenguaje de la justicia, y que solo consentimos en determinados ámbitos. Nadie en la calle, por lo demás, usa esa jerga para ser más justo. Quedó confinada a los tribunales, a los contratos y a las querellas. A menudo, incluso, conspira contra la voluntad genuina de hacer justicia y crea un abismo entre un juez y sus presos, privando a los legos de hablar la lengua que los condena. La ciudadanía no usa el lenguaje de la justicia, porque solo lo cree propio de un sector. Algo similar sucede con la jerga de la policía, cuando habla de un masculino, en vez de un hombre, o un Natalia Natalia en vez de un desconocido. ¿Son formas más justas de habla? No, son simplemente formas jergales, usuales entre oficios o comunidades específicas. Si la policía saliera a las calles clamando a viva voz para que todo el mundo se convierta a la jerga policial, en nombre de hacer más segura la ciudad, obtendría un soberano desinterés por parte de la sociedad civil, no porque esta descrea de la policía, sino porque no cree que deba hablar como ella.

La afectación se determina a partir de su contexto. Usar miriñaque no es, en sí, más ridículo que no usarlo: depende si estamos en la España de mediados del siglo XIX o en el conurbano bonaerense del siglo XXI. Una abrumadora mayoría siente que hablar de chiques, niñes y diputades es como usar miriñaque. Lo invito, lector, para persuadirse de este registro, a caminar por cualquier calle de la república y constatar el nivel de aceptación del lenguaje inclusivo. Hasta el momento, carece de arraigo popular. Pero como toda afectación, pretende que se la perciba como natural y espontánea, y sobreactúa la consternación ante aquellos que no la aceptan sobre tablas. Protesta ante cierta intolerancia, pero esa intolerancia no es tanto de la Real Academia Española, que más bien exhibe cierto cansancio sobre el tema; ni de las academias en general, que a menudo lo impulsan. Esa intolerancia proviene mayormente de los sectores populares, que no han sido consultados para corregirles el lenguaje y contemplan azorados la paradoja de que se lo llame inclusivo. Son las grandes masas de trabajadores los que más celan por su lengua y abrazan un casticismo de urgencia como única forma, a veces, de disponer de algún tesoro cultural. Son ellos, ante todo, los que no quieren hablar mal, y a menudo hacen enormes esfuerzos para que sus hijos aprendan una buena ortografía y alcancen una pronunciación decente. El lenguaje inclusivo, cuya implementación requiere un dominio completo de la gramática, se percibe como un lujo de sectores ilustrados. Es una marca de clase.

La notoriedad del lenguaje inclusivo es notoriedad, a la vez, de su autoría. He aquí el tercer obstáculo que atenta contra su adopción. Esta vez no es la moda intelectual francesa, la Real Academia Española o la publicidad norteamericana la que impulsa la afectación, sino una facción de un movimiento social. Toda comunidad siente que la lengua que habla le es propia y suele revelarse cuando alguien –un monarca, una corporación o una tendencia política– se arroga el derecho de su propiedad. Esas influencias se suelen tolerar mejor cuando se borra la huella de donde provienen. Para ejemplificarlo, recordemos el caso del volapuk, inventado en 1880 por el sacerdote alemán Johan Martin Schleyer. En este caso no se detectó un problema implícito de machismo, sino de nacionalismo, de modo que el artificio suponía la inclusión de todas las lenguas nacionales. Al principio tuvo una extraordinaria acogida: antes de cumplir una década de vida, ya se contaban 283 sociedades de volapuk en todo el mundo y una academia. Se llegó a registrar un millón de estudiantes. Se dice que en los congresos, hasta el mozo hablaba volapuk. Pero empezaron las discusiones entre Schleyer y sus discípulos, que querían simplificar la gramática para su mayor difusión y comercio. Luego del tercer congreso, la academia rompió con el inventor, refutó sus caprichos e impuso los de la corporación –que entonces no se veían como caprichos–. El malestar se acrecentó, el volapuk perdió vigencia y se reemplazó por un nuevo idioma, el Neutral, que al poco tiempo terminó en nada. En el caso del lenguaje inclusivo, muchos no advierten que al demandar al Estado urgencia en la implementación, subrayan su procedencia y alientan la intransigencia ante cualquier tipo de innovación.

Como la afectación es una extravagancia gramatical, el sistema completo de la lengua la resiste, a menos que se someta toda la lengua a esa extravagancia. Requiere extender la afectación hasta constituirla en un sistema. He aquí el cuarto obstáculo para la perpetuidad del lenguaje inclusivo: precisa la invención de una lengua artificial. El reemplazo de la o por la e es un principio orientador, con el cual podemos formar un puñado de palabras. Para formar infinitas oraciones, en cambio, precisamos una solución para todos los problemas de composición. Quienes creen que esas precisiones están en camino, las aguardan con ansias; aunque no es fácil dar con el filólogo que quiera diseñar una lengua artificial más, y enlistarse en la saga de nombres como los de Wilkins, Schleyer o Zamenhof. Hay una gramática en marcha, en verdad, pero el lingüista que la cavila advirtió, en estos días, que más grave que la o es la p, con la que formamos palabras como pija, padre, puño, poder, y que es la consonante que sustenta al patriarcado. Su proscripción –he aquí la paradoja de este esbozo de gramática– requiere de una prepotencia mayor a la que impugna. También advierte que ingresar el neutro en una lengua estructurada a partir de masculinos y femeninos requerirá «de muchos atropellos».

A fines de 2019 –y amparadas por la Resolución N°1558/19 del Consejo Directivo–, un grupo de alumnas de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA exhortó a un viejo profesor de la casa a decir les estudiantes, cuando se refiera a ellas. Hubo un cruce de insultos y hasta algún forcejeo. Los acalorados pasillos comentaron el suceso, que ya pasaba a ser un caso testigo. Entre el derecho de nombrar como uno quiera y el derecho a ser nombrado como a cada uno mejor le parezca no puede apelarse a una autoridad última que liquide el conflicto. Atribuirse el lugar de la corrección funda la disidencia. La lengua está inmersa en una nueva querella y no conviene saldar el malestar a golpe de martillo. Los que rechazan el lenguaje inclusivo de cuajo deberían aceptar que el universal masculino ha sido impugnado; la lengua ya se ha anoticiado de esa impugnación, aunque aún no sabemos qué forma adoptará para superar el conflicto. Los que creen que esa forma ya existe y no queda más remedio que aceptarla, deberían confiar más en sus intuiciones y encarar la persuasión con más desenfado. El énfasis acelera, pero hacia el atajo de encajar el anhelo de emancipación en una jerga. La lengua se abrirá, sin duda, si es que ya no se ha abierto; será otra y seguirá siendo la misma. A no temer por nada.


Burmann, Gottlob Wilhelm (1788) Gedichteohne den Buchstaben R. Berlin, Kunze.
Curtius, Ernst Robert (1948) Europäische Literaturund Lateinisches Mittelalter. Bern, A. Francke Ag. Verlag.
Holland, Henry Richard Vassall Fox (1824) «Eve’sLegend»,  The Keepsake.Edited byThe Honorable Mrs. Norton. London, 1836.
Perec, Georges (1973) «Histoire de lipogramme», La Littérature potentielle. Paris, Gallimard.
Thurber, James (1957) The Wonderful O. New York, Simon and Schuster.


[1]Holland 1824, 170.

5 comentarios:

  1. En una conferencia, el neurólogo y psiquiatra Boris Cyrulnik, amigo de Perec, explicaba que esa "e" de La disparition evocaba de forma inconsciente, por el sonido, el pronombre "eux" y que esa e/eux desaparecida/os evocaba a los padres desaparecidos durante el nazismo. Pensé al oírlo si la traducción correcta en español de "La disparition" sería la que suprimiera en lugar de la "e", todos los "ellos" y ver cómo encajar y llevar hasta sus últimas consecuencias, dentro de la coherencia del texto, esa elisión. En lugar de la "a", como se hizo en la edición de Anagrama [que no he leído, dicho sea de paso.]

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  2. Más allá de lo que haya dicho Cyrulnik, hay un dato que me parece es necesario considerar: la "e" es la vocal más frecuente en el francés. Por eso, según leí en alguna parte, quienes emprendieron la "traducción" de La disparation al castellano eligieron la "a", que es la vocal más frecuente en el castellano.
    Mi pregunta es otra: ¿cuál es el sentido de emprender la traducción de un texto que perfectamente se puede asimilar al orden de lo meramente conceptual? Me temo que tiene es algo así volver a exhibir el urinario de Picabia o querer "interpretar" nuevamente "4.33" de John Cage: con que nos lo cuenten, alcanza.

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  3. Alicia Silva Rey4 de julio de 2020, 2:49

    ¿El urinario de Picabia o La fuente (o urinario) de Duchamp?

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  4. Sí, consciente de que mi idea podía parecer idiota, busqué qué se ha escrito sobre la traducción española. Se trata de un ejercicio para explorar los límites de lo intraducible. Se titula justamente "El derecho a ser intraducible" (http://www.trans.uma.es/pdf/Trans_2/t2_111-120_EMorillas.pdf)

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