lunes, 17 de mayo de 2021

Sobre la versión de "Corazón de las tinieblas" publicada por Eterna Cadencia

El pasado 7 de mayo, el blog de Eterna Cadencia publicó una entrevista de la escritora Valeria Tentoni entrevistó con el Administrador de este blog. La razón fue la aparición de Corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, en una edición anotada. En la bajada se lee: “Con traducción, introducción y notas a su cargo, llega otra pieza de la galaxia de versiones Fondebrider a Eterna Cadencia Editora (el traductor de Corazón de las tinieblas también lo fue, entre otros, de obras de Perec, Flaubert, Keegan y London). "No se trata de enmendarle la plana al original, sino de dar cuenta de cuál es el estilo del original”, explica."

“La cultura funciona como una carrera de postas”

Para el traductor de Corazón de las tinieblas, el encierro de 2020 fue de lo más productivo: terminó tres libros, “uno sobre París que entra en juego con el libro que hice de Dublin para Pre-Textos y que también se va a publicar ahí, estoy a punto de terminar un libro sobre la historia cultural de los cuervos, que forma una especie de dupla con Historia de los hombres lobos, y aparte de todo eso y de la traducción de Conrad estoy con Claire Keegan. Traduje para Ampersand un libro sobre el smartphone, tengo por delante Bouvard y Pécuchet para Eterna Cadencia y LOM. Y publiqué en una editorial cordobesa, Vilnius, un libro que se llama Seis de Borges que reúne todos los ensayos de poesía que escribí sobre Borges a lo largo de treinta años”. Como si esto fuera poco, Fondebrider cuenta que el Gobierno de Irlanda –país al que las lectoras y los lectores argentinos lo asociamos, sobre todo, por su antología de poesía irlandesa contemporánea en Libros de Tierra Firme junto a Gerardo Gambolini– lo acaba de contratar para armar otra, pero esta vez de cuentistas.

–¿Cómo trabajás tus archivos? Pregunta que vale para estas novedades y para tu versión del Corazón en las tinieblas, una traducción muy anotada como todas las tuyas, repleta de datos y detalles asombrosos.
–Hay varios elementos. Uno que lo tuve siempre y no lo busqué, y es que tengo buena memoria. Esto significa que muchas veces, por ejemplo, sé dónde están muchas cosas que voy a necesitar diez o quince años después. Otra cosa es el uso de internet: para mí internet se volvió una herramienta fundamental cuando aprendí a discernir las informaciones que valen de las que no. Es el Aleph, pero tenés que saber hacia dónde vas. En este caso específico del Conrad, como siempre, para mí, la cultura y los libros en especial son una empresa colectiva... O sea, uno no saca las cosas de la nada. Hay gente que tradujo a Conrad antes que yo, que lo estudió. Hay ediciones críticas, biografías, montones de datos, y algunos resultan ser más útiles que otros.

–¿Y cómo se enfrenta, con todo este armamento, una traducción?
–Una traducción presenta problemas en dos o tres niveles distintos. Uno es el nivel formal, vale decir: cómo traducir esto. Otros problemas son los documentales. También están los problemas que tienen que ver con tu propia interpretación de lo que estás consultando. La parte formal te permite ver, por ejemplo, cómo funcionaron otros traductores prestigiosos delante de la misma obra que estás traduciendo vos: no significa copiar al otro traductor, sino que hagas tu trabajo y después chequees tu versión con la del otro, para ver si encontró alguna solución que a vos se te escapó o para ver si entendió algo distinto de lo que vos entendiste. Y esto te permite, entre otras cosas, leer con profundidad el texto original y las versiones que tuvo. Me pasó una cosa bastante particular, me topé con la traducción de Sergio Pitol, escritor y traductor enormemente prestigioso, una traducción que tanto en España como en América Latina tuvo muchas ediciones.

–Al final de esta edición consignás cada edición en castellano que hubo, son treinta y seis, y la de Pitol es la que aparece con más versiones.
–Eso tiene que ver con el prestigio que tiene Pitol. Chequeando esa edición entre otras, la de Pitol no me parece buena. Básicamente porque tradujo eso cuando la moda de los traductores era otra. En una época, los traductores lo que hacían era contar lo que decía el original, no traducirlo.

–¿Cómo sería eso?
Bueno, “yo creo entender esto y digo con mis palabras, no con las palabras del escritor, lo que está pasando”. Hubo otra época en la cual escritores que de pronto eran mejores que sus originales, los corregían. El ejemplo más famoso es el de Cortázar traduciendo a Poe. Poe era un genio y Cortázar era un excelente estilista. El estilo de Poe es un estilo desprolijo, es un estilo vinculado a dos hechos: uno el de una persona autodidacta que no usa el diccionario y utiliza palabras que le parecen prestigiosas sin entender totalmente qué significan, y el otro un autor al que le pagan por palabra, entonces tenía que alargar los cuentos. Cortázar plancha eso y lo escribe mejor que como está en el original, soluciona los problemas que presenta el original. Hoy en día todo el mundo va a pensar que la traducción de Cortázar es la de referencia: yo diría que fue la de referencia en el momento en que Cortázar tradujo eso, pero los criterios de traducción hoy en día son otros. No se trata de enmendarle la plana al original, sino de dar cuenta de cuál es el estilo del original. Pensálo al revés: Roberto Arlt no es un autor prolijo, estilísticamente agradable de leer. Es un autor que avanza a los ponchazos, con una fuerza increíble. Y es la fuerza lo que nos interesa cuando lo estamos leyendo. Pero, desde el punto de vista estilístico, no es una belleza. No es leer a Pepe Bianco. No es leer a Borges. Es leer a Roberto Arlt. Si yo tengo que traducir eso, tengo la opción de reproducir ese estilo, en cuyo caso es muy posible que quien me lea diga que soy un mal traductor, o de limpiar ese estilo y transformarlo en una cosa mucho más tersa. Eso se hizo muchísimo, antes. Cuando yo traduje a Jack London para Eterna Cadencia me di cuenta que muchos de los cuentos que yo traduje en versiones anteriores habían sido hermoseados. Que el estilo de London era mucho más crudo, mucho más duro, y nuevamente nos topamos con el mismo caso: un autodidacta, alguien que se gana la vida escribiendo cuentos y escribe a destajo y no tiene tiempo de fijarse en el estilo. Tiene una historia, tiene una acción, quiere desarrollarla y punto. Ahora, si vos a eso lo hermoseás para hacerlo parecer más “literario” estás dando una versión, que no necesariamente se ajusta al original.

–¿Con Madame Bovary también te pasó?
–Fue todavía mucho peor, yo creo que fue la traducción más difícil y el trabajo más complejo que hice hasta ese momento. Primero, las versiones eran muchas más. Segundo, me topé con ediciones muy prestigiosas que habían eliminado las partes difíciles. Por otro lado tuve la suerte de caer con el grupo de los más importantes flaubertianos de Francia, que se dedican a lo que se llama crítica genealógica. Consiste, fundamentalmente, en trabajar sobre el original publicado y sobre todas las versiones previas, lo cual en muchos casos ilumina aspectos de la última versión que no quedan claros o les da un significado nuevo. Así que consulté con estos especialistas. Con Madame Bovary traduje primero en voz alta, para evitar las cosas que le molestaban a Flaubert: las cacofonías y las repeticiones. Entonces me dijeron: “Está perfecto, pero tenga en cuenta que siempre tiene que haber un ruido de fondo”. Pregunté entonces qué era un ruido de fondo. “Justamente, que él no termina de evitar lo que quiere evitar”. Y si Flaubert se tomaba dos semanas para escribir media página, ¿quién soy yo para liquidar una página entera en quince minutos? Tengo que pensarlo muchas veces, tengo que medir las cuestiones. Leer, releer y releer. Varias de esas lecturas quedan en manos de los correctores, y en mi caso tuve la suerte de trabajar con Virginia Ruano, que fue la persona que me ayudó a mejorar muchísimo la versión de Madame Bovary y la de los Tres cuentos de Flaubert. Ahora con lo que viene, la versión de Bouvard y Pécuchet, voy a cerrar el ciclo de lo que a mi gusto son los grandes libros de Flaubert, y la cosa es más complicada porque, para empezar, es un libro que no existe como libro, es una novela inconclusa.

–Hablás de que los modos de traducir varían, ¿cada cuánto creés que hay que darle una nueva vuelta de traducción a los clásicos?
–Hay una cuestión que tiene que ver con la importancia que tiene un texto para la gente en un momento determinado. Hay un libro maravilloso, la primera gran crónica periodística moderna, que es el Diario del año de la peste de Daniel Defoe. Tuvo una edición argentina hace muchos años que era incompleta, después una edición española más completa. Lo que quiero decir es que, si considerás el contexto, es muy oportuno para leerla. En algunos casos es la realidad la que te lleva a revisar un libro. En otros casos la cuestión tiene que ver con los datos que ese libro nos aporta en tanto especie: la Divina Comedia, Shakespeare, determinado tipo de libros que tiene sentido leer en muchas versiones. Además, el número de documentos que nos permiten entender una obra del pasado crece a medida que pasa el tiempo, hay más información. Y luego, el estado de la lengua también se modifica. Hoy en día, ¿quién va a usar “por ende” para decir “en consecuencia”? No es que esté mal, pero cayó en desuso.

–En general, has explicado que la novela no es lo que más te interesa. Sin embargo, tanto Madame Bovary como Corazón de las tinieblas son dos grandísimas novelas.
–Claro, pero las novelas que yo traduje hasta el momento tienen como finalidad, al margen de las historias que cuentan, contar la historia de la novela. Madame Bovary es la primera novela en la cual existe un multiplicidad de puntos de vista, por lo cual el narrador omnisciente queda desplazado y el punto de vista es el de cada uno de los personajes. En el caso de Conrad se plantea otro problema y en la misma dirección: Conrad cuenta una historia a través de un oyente que cuenta la historia que cuenta Marlow. Marlow le permite a Conrad decir las cosas que no puede decir directamente: los juicios morales que aparecen en el libro, los problemas de naturaleza ética no están formulados por el narrador sino por Marlow, que cuenta la historia de Kurtz. Cada uno de esos libros lo que está haciendo es crear una progresión en el campo del realismo literario, que va a concluir un poco más adelante incluyendo la figura de Henry James, o la de Virginia Woolf y Gertrude Stein, en Joyce. Después de Joyce, en términos formales, es muy poco lo que, tengo yo la sensación, se agregó a lo largo del siglo XX. Historias va a haber siempre, y siempre las vamos a consumir: de lo que no estoy seguro es de que la forma novela sea justamente la más adecuada para eso. Sí creo que es adecuada a los efectos del mercado, y por eso los novelistas son los que más cerca están del mercado y los que son más susceptibles de ser afectados por sus vaivenes.

–Ya que había más de treinta traducciones antes que la tuya, ¿creés que las notas al pie y todo el trabajo de introducción son el agregado que, además de la versión actualizada, le agregan algo nuevo y destacan la traducción? ¿Cómo pensar a esta traducción en el universo de las existentes?
–También tiene varios apéndices. Yo como lector necesito un contexto, siempre. Una frase me puede parecer muy linda, pero necesito saber en qué contexto fue dicha esa frase, para ubicarme delante de quien estoy. Tengo la sensación de que el prólogo y las notas pueden recuperar ese contexto y, en más de una oportunidad, sirven también para plantear determinado tipo de problemas que al lector le pasan desapercibidos. Hay datos que pueden parecer triviales pero que son riquísimos: una suma de elementos menores producen un cambio en la percepción de un texto. Yo no estoy poniendo notas explicativas sobre la forma en que está escrita el texto, juegos de palabras intraducibles: lo que estoy aportando son datos que de alguna manera reponen el universo cultural en el cual se desarrolla la acción, y al mismo tiempo datos que tienen que ver con lo que hizo la crítica a través del tiempo con esos textos. Y supongamos que no te gustan las notas: con que las saltees y vayas directo al texto ya es suficiente.

–La nota al pie es parte de tu estilo como traductor, pero también como escritor, en el prólogo que escribiste también las hay.
–Es algo que fui aprendiendo con el tiempo. En Flaubert, que engendró a Borges, que engendró a Perec. Son tres de mis escritores favoritos: tipos que, justamente, tratan lo que no sería una historia o una ficción como si fuera una ficción.

–El inglés era la tercera lengua de Conrad, ¿con qué uso de esa lengua particular te encontraste al momento de traducirlo? Conversábamos con la mexicana Paula Abramo al respecto de su traducción de Lispector y el portugués en igual sentido hace unos días...
–Yo no soy un gran especialista en inglés, pero puedo decir que el uso del inglés de Conrad no es el uso que tendría un inglés. Muchas de las frases están planteadas con palabras que son usadas no por su primera acepción sino por su segunda o tercera acepción. Como cuando te topás con un hablante de castellano cuya lengua es otra, y que de pronto en lugar de decirte “te extraño” te dice “te añoro”: la idea es la misma, pero nunca dirías “te añoro”. Conrad muchas veces usa las palabras de ese modo. Usé versiones críticas inglesas y estadounidenses, y las inglesas fueron muy rigurosas respecto del inglés de Conrad y lo criticaron mucho. No decían que escribía mal, sino que escribía de una manera en que no escribiría un inglés. Ahora, la forma en que no escribiría un inglés muchas veces es la forma por la cual el idioma se hace más interesante y más rico. Una vez le pregunté a Arnaldo Calveyra por qué no escribía en francés, después de cuarenta años de vivir en Francia seguía escribiendo en castellano, y él me dijo una cosa que me dejó fascinado: “Porque todavía no puedo medir la temperatura de las palabras”. Por muy bien que hables otra lengua o or mucho que la entiendas hay determinados factores intrínsecos a la lengua que no percibís. Una vez estaba hablando con un poeta inglés y le consulté por una palabra, que en castellano tiene más de treinta sentidos. La palabra es gloom, que puede ser “oscuro”, “sórdido”, “lóbrego”, “negro”, un montón de cosas. Si no tengo un contexto, ¿cómo hago para saber cómo traducirla? Y me dijo que estaba jodido, porque un lector inglés no iba a elegir, como se hace en el castellano o en el francés, una sola de las acepciones, sino que vamos a tener las treinta que tiene vibrando en paralelo. Eso forma parte de los que normalmente se llama el “genio de una lengua”. Pero cuando tenés que pasar de una lengua a la otra, esa especie de genio tiende a desaparecer o te obliga a perífrasis muy complicadas. Como traductor sabés ya de antemano que ese partido ya lo perdiste. Que sólo milagrosamente de vez en cuando la pegás. Ahora, sumale el problema a una persona cuya primera no es la lengua de la que vos estás traduciendo sino que hace un uso de la lengua viciado de este tipo de elementos, como es Conrad. Ahí la cosa se pone más compleja: hubo partes en la traducción de Conrad que yo tuve que consultar cómo lo habían resuelto otros traductores. Yo no traduzco en simultáneo: hago mi propia traducción y cuando termino es ahí donde me pongo a chequear qué es lo que hicieron otros. Trato y de no contaminar mi lectura, pero a su vez trato de que las lecturas ajenas, si tienen algo que me parezca valioso, aparezcan en mi propia traducción. Por eso decía que tengo la sensación de que la cultura funciona como una carrera de postas. ¿Para qué inventar la pólvora cuando la pólvora ya está inventada?

Nota:
Los vínculos siguientes llevan a otras reseñas del libro:


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