viernes, 9 de julio de 2021

Aulicino llega con las manos cargadas de verdades

 
Georges Aulicino (tal su firma en la ocasión) se queja, y con razón, de los metalenguajes, acaso códigos para ejercer algún poder sobre quién no los posea, que luego de mal enseñados y de peor aprendidos, se instalan "al interior" del habla de la gente.

El malestar en la cultura, o por qué me enojo con pavadas

Amigos me han dicho que no debería exasperarme tanto por algunas torsiones o errores en el uso del idioma. No descarto que cierto grado de irritabilidad, propio de la edad avanzada, impregne algunas opiniones mías. Pero, como diría Neruda, “os voy a contar todo lo que me pasa”.

En Febrero de 1926, Federico García Lorca pronuncia en el Ateneo Científico y Literario de Granada su conferencia “La imagen poética de don Luis de Góngora”, considerada –al menos por mí mismo, modestia aparte– el manifiesto tácito de la llamada Generación del 27.

Dice Lorca:

“El lenguaje está hecho a base de imágenes, y nuestro pueblo tiene una riqueza magnífica de ellas. Llamar alero a la parte saliente del tejado es una imagen magnífica; o llamar a un dulce tocino del cielo o suspiros de monja son otras muy graciosas, por cierto, y muy agudas; llamar a una cúpula media naranja es otra, y así, infinidad. En Andalucía la imagen popular llega a extremos de finura y sensibilidad maravillosas, y las transformaciones son completamente gongorinas. A un cauce profundo que discurre lento por el campo lo llaman un buey de agua, para indicar su volumen, su acometividad y su fuerza; y yo he oído decir a un labrador de Granada: ‘A los mimbres les gusta estar siempre en la lengua del río’. Buey de agua y lengua de río son dos imágenes hechas por el pueblo y que responden a una manera de ver ya muy cerca de don Luis de Góngora.”

No señalo esto por su contenido estético en primer lugar. Hay algo que en este momento me interesa más. No sabemos si Lorca fue poco o muy ególatra, pero en estas observaciones muestra, en todo caso, su humildad literaria. Señala de dónde se aprende y no vacila en revelar el principal de sus modelos. Al que se atuvo, no cabe duda si uno revisa sus poemas.

Cualquiera que haya estado en un taller literario, especialmente en los primeros de Buenos Aires, autogestionados (es decir, conducidos por los propios aprendices), sabe que la primera lección que debe asimilarse es la de la humildad. Cada palabra puede ser cuestionada, y cada palabra es cuestionable, las haya dictado o no la Musa, sintamos o no que expresan –o son– nuestra esencia más inmodificable. Los poetas que fueron hechos de la mejor madera no se sienten heridos o disminuidos cuando constatan que su espíritu les debe a varios maestros. Y a maestros anónimos también, que son los que enriquecen la lengua, a la par de los otros (teniendo el verbo “enriquecer” por hacer la lengua más plástica y significativa).

Los intelectuales que ejercen la cátedra en materia de literatura, sociología e historia son en general mediocres escritores. Salvo excepciones. Diré tres, para que se vea que no quiero poner esto ni a un lado ni al otro de la “grieta”, ni tampoco en el medio: Beatriz Sarlo, Horacio González, David Viñas. Hay más, claro, estos son sólo ejemplos. La mayoría, se limita a crearse un código, un lenguaje, que les permita identificarse, como los Invasores, que tenían el meñique torcido, o como cuando los perros y gatos acercan su hocico a los congéneres para confirmar que lo son. Suele suceder que el código se haga pronto popular, por así decirlo. Esto es que comience a ser usado en los medios. Entonces se empieza a leer y hasta a escuchar –¡me libre Dios!– el adjetivo “hegemónico”, por citar uno, cuando se quiere decir que una empresa o corporación o un conjunto de corporaciones son poderosos. No importa que la palabra hegemonía derive del griego, en el que designaba el poder del hegemón, conductor del ejército. Ya no se habla con cierta continuidad lógica. Por la misma vía se llegó a mencionar a un tipo de asesinos como “represores”... Pero eso qué importa. Vea, diga, ahí va un criminal. No, qué dice, es un “represor”...

La popularización del lenguaje académico –por así decir– se debe a que muchos docentes y pensadores son militantes, y les hablan a los suyos en esa jerga. La jerga llega rápido a los medios y se populariza –por así decir– aún más, de suerte que puedo encontrar en el bar de Sánchez y Sánchez a un desocupado que pretende ganarse el favor del público diciendo que está “en situación de calle”. Entre “militantes” y periodistas que adoptan el lenguaje académico –llamémosle así– no deben sobrepasar el 10 por ciento de la población, pero tienen gran poder “hegemónico” porque están en los medios o son mediáticos, como muchos de los dirigentes políticos y los funcionarios. Mediáticos en el sentido de que lo que digan y cómo lo digan va a ser recogido por los medios.

Unos cuantos años atrás, vi que una colaboradora ocasional de la revista Ñ escribía “al interior” en lugar de “en el interior” como indica no la Academia madrileña sino la lógica del lenguaje. La contracción al indica casi siempre movimiento o ubicación relativa, mientras que la preposición en significa el lugar o la posición de algo, y esto será así hasta que cambiemos el código. Cualquiera sabe que las convenciones generales que rigen el lenguaje (convención quiere decir acuerdo establecido, en este caso de significación) no se pueden cambiar caso por caso, sino por la imposición de un nuevo acuerdo sobre las reglas máximas. Quiero decir que hasta que no cambiemos las reglas según las cuales las preposiciones a y hacia no son adecuadas para decir “en”, ya que en señala cabalmente la idea que queremos transmitir (cosa o cosas que ocurren o están dentro de algo), no es posible decir “al interior” sin que rechine, sin que de hecho sea incorrecto. Se entiende, pero no está bien.

En aquel tiempo todavía se podía fumar en el palier de cada piso, así que había salido a fumar cuando me encontré con la colaboradora mencionada ut supra. Le dije que había tenido que corregir los casos en que usaba la contracción al en lugar de en. Se disculpó y me dijo que seguramente era un error devenido de leer y traducir trabajos de su especialidad escritos en francés. Le dije que yo traducía del italiano pero nunca se me había pegado la forma –similar a la del francés– que en ese idioma equivale a nuestro en. Creo que tomó mi observación como soberbia y, como yo era el jefe, seguramente me odió, pero no me respondió. Supe no obstante dos cosas: la primera e inmediata, que me odiaba, pese a lo cual le dije que la iba a corregir de ahí en adelante porque ningún trabajo suyo iría a impresión sin que yo lo viese. Lo segundo es que su modesta respuesta disfrazaba muy mal una señal corporativa, un guiño a sus colegas, para que se supiera su rango académico. Creo que asistí al momento en que se agotaba –por su “popularidad”– una jerga distintiva. Y nacía otra, mucho más sutil, una especie de saludo masón, pues eran estos disimulados y secretos. El “al interior” solo sería percibido por otros colegas. Blasón solo visible por los otros snob (sin título nobiliario). Se equivocaron otra vez. Hoy no hay hijo de vecino que no escriba “al interior” si tiene oportunidad de hacerlo.

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