lunes, 11 de abril de 2022

"Lo que tiende a alentar a un lector a elegir un libro desconocido es la emocionante sensación de que está a punto de embarcarse en un viaje interesante con un guía calificado"


“Los editores evitan nombrar a las personas que eligen cada palabra de los libros que llegan a los lectores ingleses. Esa falta de transparencia es equivocada e injusta.” Eso es lo que dice la bajada del artículo publicado por la traductora estadounidense Jeniffer Croft (ver, en este blog, entrada del 1 de marzo de 2021) en el diario británico The Guardian, en septiembre de 2021. Su reclamo, absolutamente justo, probablemente tiene que ver con el mínimo impacto que tiene la traducción en el mundo anglófono (3% de todo lo que se publica), respecto de otras tradiciones (la germana, la francesa, la castellana, por ejemplo) donde el número de traducciones –y probablemente, la amplitud con que se considera el mundo– es otra.

Por qué el nombre de los traductores debería constar en las portadas de los libros 

“Los traductores son como ninjas. Si adviertes su presencia, no son buenos.” Esta cita, atribuida al autor israelí Etgar Keret, prolifera en memes y, ¿a quién no le gusta una cita concisa que involucre ninjas? Sin embargo, esta idea, que un traductor literario puede hacer, en cualquier momento, un ataque sorpresa y que en todo momento estamos engañando al lector como parte de un complot mercenario elaborado, se encuentra entre las más tóxicas de la literatura mundial.

La realidad de la circulación internacional de textos es que, corresponde a sus traductores elegir cada una de las palabras que correspondan en sus nuevos contextos. Cuando se lee en inglés Vuelos, de la premio Nobel Olga Tokarczuk, las palabras son todas mías. Los traductores no son como los ninjas, pero las palabras son humanas, lo que significa que son únicas y no tienen equivalentes directos. Puedes ver esto en inglés: cool no es idéntico a chilly, aunque es similar. Frosty tiene otras connotaciones, otros usos; también lo mismo pasa con frígid. Seleccionar una de estas opciones no tiene sentido; debe pesarse en la balanza de la oración, el párrafo, el todo, y el traductor el responsable, de principio a fin, de construir una comunidad léxica floreciente, a la vez autosuficiente y en profunda relación con su modelo.

Desde de que comencé un MFA (Master of Fine Arts) en traducción literaria en la Universidad de Iowa, hace exactamente 20 años, ha habido numerosos cambios positivos en la forma en que se paga y se percibe a los traductores. Tomemos como ejemplo el premio International Booker, que desde 2016 ha repartido la generosa suma de 50.000 libras esterlinas entre el autor y el traductor, reconociendo así genuinamente la obra como una entidad fundamentalmente colaborativa que, como un niño, necesita dos progenitores para existir.

A pesar de este tipo de progreso extraordinario, todavía hay un amplio margen para mejoras. Con bastante frecuencia, los traductores no reciben regalías (en mi caso, no en los EE.UU. Vuelos) y un número sorprendente de editores no le dan crédito a los traductores en las portadas de sus libros. Allí es donde siempre va el nombre del autor; allí es donde también se encontrará el título. La gente tiende a sorprenderse cuando menciono esto, pero eche otro vistazo al International Booker y ya se verá a lo que me refiero.

Desde el lanzamiento del premio rediseñado en 2016, ninguna de las seis obras de ficción ganadoras ha mostrado el nombre del traductor en el frente. Granta no nombró a Deborah Smith allí; Jonathan Cape no nombró a Jessica Cohen; Fitzcarraldo no me nombró; Sandstone Press no nombró a Marilyn Booth; Faber & Faber no nombró a Michele Hutchison. At Night All Blood is Black de David Diop, el ganador de 2021 de Pushkin Press, no nombra a Anna Moschovakis en su portada, aunque sí muestra citas de tres fuentes nombradas. Cuatro nombres, en otras palabras, en la portada de un libro del que Moschovakis escribió cada palabra. Pero su nombre habría sido demasiado.

La suposición subyacente por parte de muchos editores parece ser que los lectores no confían en los traductores y no comprarán un libro si se dan cuenta de que es una traducción. Sin embargo, ¿no es precisamente este tipo de artimaña la que genera desconfianza, y no la traducción misma? Lo que tiende a alentar a un lector a elegir un libro desconocido es la emocionante sensación de que está a punto de embarcarse en un viaje interesante con un guía calificado. En el caso de las traducciones, obtienen dos guías por el precio de una, una ganga asombrosa, una “asombrosa”, una “maravillosa”, una “fantástica”, una “fabulosa”.

Necesitamos desesperadamente más transparencia en todos los niveles de la producción literaria; este es sólo un ejemplo, aunque siento que es urgente. Los traductores no son como los ninjas. Pero somos nosotros los que controlamos la forma en que se cuenta una historia; somos las personas que creamos y mantenemos el estilo del libro trasplantado. En términos generales, también somos los defensores más confiables de nuestros libros y los cuidamos mejor que nadie. Las portadas simplemente no pueden seguir ocultando quiénes somos. Es un mal negocio, no nos hace responsables de nuestras elecciones y, en su ofuscación deliberada, es una práctica que no solo nos falta el respeto a nosotros, sino también a los lectores.

1 comentario:

  1. Aunque pueda resultar extraño, así como se siguen escritores yo también sigo traductores. Miguel Saenz. Hasta el punto de hacerme preguntar si Bernhardt en alemán sonará tan hermoso como en traducción de saenz.

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