miércoles, 20 de abril de 2022

Un libro sobre la cultura de la cancelación

En varias oportunidades, en este blog, se han presentado distintas alternativas de lo que actualmente se conoce como “cultura de la cancelación”. En consecuencia, hoy reproducimos la entrevista que Julieta Grosso mantuvo con Juan Batalla, periodista de InfoBAE y autor de La cultura de la cancelación, publicada en el sitio de la agencia TELAM, el pasado 18 de abril.

"La diferencia entre el antes y el ahora es quién ejerce el martillo cancelador"

Aunque no es un fenómeno novedoso en la historia de la civilización, como rastrea el periodista Juan Gabriel Batalla en un reciente ensayo, la cultura de la cancelación se propaga hoy con un vigor inédito que además de colocar bajo sospecha obras o autores pretéritos cuando parecen desatender la agenda de derechos del presente toma envión en estos días como herramienta de disciplinamiento geopolítico con el boicot que recae sobre producciones y artistas de origen ruso a manera de represalia por la guerra desatada contra Ucrania.

Un mítico cuento de los hermanos Grimm cuestionado por la escena de un beso que transcurre sin el consentimiento de una de las partes involucradas porque yace dormida, un filósofo bajo sospecha por el relato de presuntas prácticas pedófilas divulgadas por un excolega suyo tres décadas más tarde del momento en que habrían ocurrido, un mítico narrador ruso del siglo XIX cuyas obras una universidad italiana amaga con dejar de estudiar porque la literatura ha quedado atrapada en un conflicto bélico del presente: Blancanieves, Foucault y Dostoievski son una mínima expresión de los casos alcanzados por el imperativo moral que pretende regular los sentidos comunes para adecuarlos a la agenda y anular las disidencias sin margen para el debate o la réplica.

Bajo la fachada de un movimiento informal pero masivo que pretende evaporar los vestigios de las narrativas sexistas, racistas y xenófobas, la llamada cultura woke –que en lengua inglesa significa “despertar”– instaura un relato punitivista que hasta ahora tenía su gran territorio de operaciones en lo virtual y lo simbólico pero que a partir del ataque de Rusia a Ucrania se volvió más tangible que nunca con el despido de reputadas figuras de ese país cuyos contratos fueron revocados por su origen –y en algunos casos por no posicionarse con fervor en contra de las políticas del presidente Vladimir Putin– como ocurrió con la cantante lírica Anna Netrebko –a quien le cancelaron un concierto en el Liceu de Barcelona y en la Ópera Metropolitana de Nueva York- o el director Valery Gergiev, desplazado de la Filarmónica de Munich. En la misma línea se suspendieron las presentaciones veraniegas del Teatro Bolshoi en Londres y el Festival de Cannes no admitirá delegaciones rusas oficiales en su inminente 75ª edición.

“En el pasado las cancelaciones eran cosas de Estado u otros poderes y lo que sucede en este momento con la invasión rusa a Ucrania y las cancelaciones de artistas, directores o películas es una vieja-nueva variante, porque ahora se producen bajo el aval de la globosfera, de una comunidad hiperconectada que consume información”, plantea a Télam el periodista Juan Gabriel Batalla, autor del libro La cultura de la cancelación (Indicios), que presentará en el Feria del Libro el próximo 15 de mayo.

–¿Qué cambió en este signo de los tiempos que escritores como Ezra Pound o Celine –abiertamente nazi– antes eran aceptados y hasta valorados por su obra y hoy ya directamente no solo se condena o sanciona a alguien por expresiones xenófobas o autoritarias sino porque omite expedirse políticamente o expresa una condena tibia a la invasión rusa y a la embestida belicosa de Putin ¿Hay sobreactuación en esta ola cancelatoria con la que muchos países buscan dejar en claro su posicionamiento?
–Tanto Pound como Celine pagaron su afiliación partidaria. El primero con la cárcel y el manicomio, y el segundo no tanto en vida, sino más bien post mortem, con la censura, como cuando en 2018 Gallimard decidió finalmente no republicar sus 'Panfletos antisemitas'. Entonces, creo, que las sanciones de hoy tienen una consonancia con otros tipos de cancelaciones retroactivas en la que una moral que se mira a sí misma como humanista y universalista se antepone a cualquiera otra”, plantea el periodista y editor.

En su documentado trabajo, Batalla viaja retrospectivamente a la Antigua Grecia para poner en perspectiva el fenómeno de la cancelación despojándolo de su condición presuntamente novedosa o disruptiva: no hay originalidad absoluta en esta práctica con la que se pretenden erradicar ideas o personas que parecen desafiar el arco de lo tolerable y que ha dado lugar a una generación de “ofendiditos”, un término que la ensayista Lucía Lijtmaer -nacida en Argentina y criada en Barcelona- acuña para aludir a personas que se molestan fácilmente “por cosas consideradas políticamente incorrectas”.

En su texto, el periodista revisa prácticas que se dan en la actualidad pero que replican operaciones similares de tiempos anteriores –como el derribamiento de estatuas consagradas en el pasado a quienes hoy han sido alcanzados por el descrédito– y problematiza el recorrido dispar de distintas celebridades alcanzadas por el rayo cancelador de acuerdo a los intereses que representa la figura cuestionada: así, frente a una imputación de abuso sexual, el cineasta estadounidense Woody Allen cayó en desgracia y sus películas ya no se proyectan en su país natal, mientras que en el caso de su colega franco-polaco Roman Polanski –que aceptó ser un abusador incluso en su biografía– pudo encontrar en Europa el aval para seguir filmando y hasta ganando premios internacionales.

¿Cómo impactan esas dinámicas sobre la trama local? “En Argentina, las cancelaciones suelen ser efímeras. Hay una indignación, una repercusión que se sostiene uno o dos días, y un nuevo tema de agenda la silencia. Estamos tan acostumbrados, quizá, a que las cosas no funcionen como deberían que no nos escandalizamos con facilidad. Por otro lado, hay una dinámica de grieta, de bandos enfrentados, que se disparan de manera cotidiana y eso genera como una especie de normalidad y, a la vez, termina licuando todo en un sin fin de acusaciones en círculo que no llevan a ningún lado”, dice Batalla.

–¿En qué medida cuando hablamos de cancelación es posible leerla como un fenómeno desagregado de otras manifestaciones de la época como la escalada de los haters –acaso una manera de metabolizar el rechazo que genera hoy lo diferente– o la entronización de la figura de la víctima?
–Sin dudas hay puntos de conexión entre los tres fenómenos, pero la cultura de la cancelación es un fenómeno mucho más abarcativo y si bien se refiere a la posibilidad de invisibilizar o censurar una persona o una obra al calor de lo que sucede en redes sociales, en realidad es una actitud profundamente humana, documentada desde el mundo antiguo, aun cuando las herramientas o los métodos eran otros. En ese sentido, con las redes como medio, sin dudas los haters y la entronización de la víctima pueden formar parte de ella como fenómenos de la época, pero también pueden hacerlo, por ejemplo, las campañas de difamación interesadas, muchas veces provocadas a partir de fake news en medios tradicionales, como fue el caso del beso de Blancanieves o tratar de plantear cuestiones sociales que han sido silenciadas y ya no deben serlo.

–¿El rastreo de modalidades similares en el pasado se puede leer como una acción esperanzadora en el sentido de instala la idea de un procedimiento que ya circuló y fue asimilado sin provocar lesiones irreparables en el tejido cultural?
–La diferencia entre el antes y el ahora es quién ejerce el martillo cancelador. Cuando antes era el poder, entiéndase la religión o los gobernantes, hoy esta posibilidad de aunar voces desconocidas en coro que demandan o escrachan vía redes genera un nuevo escenario a futuro. No creo que la cultura de la cancelación quede en eso nomás, de hecho ya tuvo ramificaciones dentro del orden de lo político-social y el sistema capitalista, que rápidamente adaptó esas voces a su propio discurso para convertirla en un producto cultural aceptable a estos nuevos tiempos. La aceptación liviana de los discursos cancelatorios propone posibles escenarios que se desarrollarán al ritmo de la manipulación en muchos casos o de la polarización de los relatos sobre el “ellos y nosotros”, pudiendo así ingresar en territorios donde aún hoy no lo hizo del todo como el de la xenofobia, que nos pueden parecer residuales, que solo involucran a un grupo minoritario, pero que dependiendo de variables económicas y políticas tienen la capacidad de extenderse. Si no, miremos a la civilizada Europa. Y si bien fue asimilado en otras épocas, hay que preguntarse también cuál fue el precio que se pagó en ese momento. ¿Qué sucedería si una campaña de cancelación crece a tal punto que el Estado la hace bandera?, ¿cuáles son las posibles medidas que tomaría y cómo afectaría al tejido social? La dogmatización ha sido dañina en todas las eras y la exacerbación de un discurso puede tener consecuencias que sin dudas afectarían la dinámica social.

–¿Hay algún tipo de cancelación que sea aceptable o todo mecanismo de silenciamiento y escrache es siempre cuestionable, aun cuando se produzca para corregir prácticas patriarcales o el avasallamiento de una cultura sobre otra?
–La cancelación tiene varios niveles y funcionamientos. Dentro del positivo se encuentra, justamente, el de establecer un tema en agenda que nos convoque y permita dirimir alternativas a esa situación. El ejemplo más claro de esto fue el #MeToo, que sirvió no solo para desvelar una parte oculta a los ojos del público del funcionamiento de la industria cinematográfica a partir de las denuncias a Harvey Wainstein o Bill Cosby, por nombrar dos ejemplos con alta repercusión mediática. Esto rompió con un código de silenciamiento mafioso que se mantuvo por décadas y hoy se nos hace impensado que pueda volver a repetirse a esa escala, aunque sin dudas seguirá existiendo en otras porque los cambios sociales, de toda índole, no se producen de un año para otro. Pero a su vez, en aquella oportunidad, mostró ser una herramienta peligrosa, como sucedió en el caso de Morgan Freeman, acusado de abuso por una decena de personas en una investigación de la CNN que después se demostró era falsa, con declaraciones sacadas de contexto o directamente inventadas. Más allá de lo puntual, sin dudas sirve para que un tema incómodo o un delito pueda salir a la luz y llevarnos a reflexionar sobre los resortes que lo hacen posible y la necesidad de cambiarlos.

–¿Qué tan funcional resulta para la sociedad argentina esta cultura de la cancelación que insta a silenciar pensamientos o personas cuando no coinciden con el signo de los tiempos? Dicho de otro modo: si bien se trata de un fenómeno que se ve a escala mundial ¿Hay sociedades que por su idisiosincracia son más proclives que otras a asimilar estas dinámicas de censura y escrache?
–Sí, no todas las sociedades reaccionan de la misma manera según el tema y no todas las cancelaciones son iguales de efectivas según la latitud. Sin dudas, hay temas que tienen mayor poder de convocatoria que otros según el grado de conflictividad social en el país que se producen. En EE.UU. o el Reino Unido, donde los debates de género y raciales se encuentran mucho más presentes y tienen eco en los grandes medios, las posiciones que se toman son mucho más radicales que las que estamos acostumbrados en esta parte del mundo. Pensemos en el caso de J.K. Rowling, la persona más cancelada del mundo por sus opiniones que le valieron el mote de TERF. Entre otras cosas: cancelada en redes, hubo quema de libros, librerías dejaron de vender sus títulos, se hicieron reseñas maliciosas de su obra e incluso un grupo de personas trans llegaron a mostrar en Instagram la dirección de su casa. Cada paso que da y aun cuando no dice o hace nada, reaparece como TT y sin embargo, sigue siendo una bestseller, porque hay personas a las que no les interesa lo que piensa o estarán de acuerdo, no sé, pero queda claro que la operativa cancelatoria habla a un grupo determinado que se siente ofendido y no a toda la sociedad. Detrás de campañas tan intensas y sostenidas siempre hay un dogma, hay una fanatización del discurso que no acepta la disidencia y en ese punto la cancelación, como puede abrir el debate en algunos casos, también puede cerrarlo en otros. Y también hay una incapacidad de comprender que se convive con diferentes generaciones, con sus propias historias y valores, que los ven amenazados y es lo normal. En Argentina, las cancelaciones suelen ser efímeras. Hay una indignación, una repercusión que se sostiene uno o dos días, y un nuevo tema de agenda la silencia. Estamos tan acostumbrados, quizá, a que las cosas no funcionen como deberían que no nos escandalizamos con facilidad. Por otro lado, hay una dinámica de grieta, de bandos enfrentados, que se disparan de manera cotidiana y eso genera como una especie de normalidad y, a la vez, termina licuando todo en un sin fin de acusaciones en círculo que no llevan a ningún lado.

–Estamos ante un fenómeno de doble signo: quienes cancelan son a su vez pasibles de ser cancelados ¿Por qué suponés que esta pendulación no funciona como factor disuasivo para sofocar estas prácticas, que por el contrario toman cada vez más estatus cotidiano?
–Porque nadie piensa que algo malo le puede suceder hasta que le sucede. En general, las personas creemos que los riesgos son ajenos; a grandes rasgos tenemos una mirada optimista sobre nuestra existencia que es necesaria para el equilibrio mental y la convivencia en una sociedad muy compleja. Por otro lado, cuando realizamos una cancelación nos ponemos del lado de “la verdad”, hay en nuestras afirmaciones una acertividad que está validada indirectamente por la de tantos otros que piensan como nosotros, por lo que “no estamos equivocados”. Eso genera, una sensación de poder que borra lo individual por el sentimiento de masa y en esa frontera del yo el todos nos termina envolviendo como capa protectora.

–En torno al conflicto entre Ucrania y Rusia asistimos a la escalada imparable de sanciones que muchos países occidentales están haciendo recaer sobre obras y artistas rusos que ni siquiera se han expedido a favor del conflicto bélico. ¿Por qué esta práctica que hasta ahora tenía su radio de acción en redes o en ciertos círculos académicos amenaza con convertirse en política de estado?
–En el pasado las cancelaciones eran cosas de Estado u otros poderes y lo que sucede en este momento con la invasión rusa a Ucrania y las cancelaciones de artistas, directores, películas, etc, es una vieja-nueva variante, porque ahora se producen bajo el aval de la globosfera, de una comunidad hiperconectada que consume información. Las cancelaciones tomarán nuevas formas y esta es una de ellas. La participación activa en las redes con una posición clara es el aval necesario para tomar este tipo de decisiones. Esto a su vez, como en otras cancelaciones, genera que los gobernantes de turno tomen ventaja de esta situación para pararse frente a ellos como adalides de la verdad y el bien común. La respuesta ha sido tan masiva que permite que se hayan tomado decisiones que con otros conflictos bélicos no han sucedido, porque justamente su repercusión mediática ha sido muy inferior o son más complicados de escenificar porque, en muchos casos, ingresan en culturas con tradiciones y formas de vivir que nos son muy ajenas. Ya desde los primeros días de la invasión hubo una presentación lineal del conflicto, con los buenos y malos bien marcados. Incluso se tomó por cierta una tapa apócrifa de Time con Putin con el bigote de Hitler, o circulaban memes de Zelenski con el caso y se lo colocaba al lado famosa foto de Salvador Allende resistiendo los bombardeos en la casa de la Moneda en el golpe del estado del 73, por citar solo dos casos evidentes de la construcción de sentidos.

–¿La cultura tiene hoy mayor relevancia porque la hegemonía y los procesos de colonización se dirimen más en los medios, las redes o incluso las series que en lo territorial?
–Gracias a la expansión de las industrias culturales durante el siglo pasado está arraigado en los inconscientes cómo generar estos sentidos. Entonces, tomar medidas de censura sobre la cultura y los propios rusos, que muchos no tienen nada que ver con lo que sucede, resulta sencillo. La rusofobia es una clase de xenofobia que se presenta tanto en los países occidentales que se pronunciaron frente a la invasión, sino miremos lo que sucedió en Alemania, donde se marcaron los negocios de personas de este origen. Con mayor o menor fuerza, las batallas culturales han existido y siguen existiendo, a nivel internacional o puertas adentro. Batallas por la Historia, por el idioma oficial, por todos los elementos que pueden conformar la identidad nacional, etc. Y ante una audiencia que ya ha tomado partido, colocarse del lado correcto de la moral lleva a estas oportunidades, para mí, equivocadas y demuestran una vez más que todo es posible por el control de la hegemonía. ¿A quién con sentido común se le puede ocurrir prohibir a Dostoievski, por ejemplo, o esperar de personalidades de la cultura definiciones políticas?, ¿no es acaso, justamente, una de las herramientas del arte, en cualquiera de sus expresiones, poder dar cuerpo a estos pensamientos?

–¿Se puede equiparar la cultura de un país a su política? Hasta hace un tiempo se hablaba de la peligrosidad de fundir la figura de un autor con su obra de ficción ¿Estamos ante un equívoco mayor que implica equiparar a una persona con las maniobras geopolíticas y bélicas de su país de procedencia?
–No creo que sea posible disociar la cultura de la política, aún el que nada tiene para decir algo nos está diciendo sobre ese tema. Mostrar apatía, por ejemplo, es un fenómeno que habla de la decepción de los pueblos sobre sus gobernantes o incluso, hartazgo o indiferencia porque nada cambia con los años o miedo a represalias. Puede haber muchos significados detrás de un silencio, que no siempre quiere decir que se sea partícipe o se avale. Aún los ateos creen o le temen a algo. Podes renegar de los dioses, pero creer en el poder del dinero y eso te hace un tipo de creyente. Lo que está sucediendo es un uso político a partir de la cultura, pero esto tampoco es nuevo. Paradójicamente, los soviéticos han hecho escuela de esto, pero no fueron los únicos. EE.UU. se valió del expresionismo abstracto para quitarle a París el título de centro del mundo del arte, por ejemplo. Lo que sucede en la actualidad es que la tribuna es global y puede expresar su voz, entonces sus usos quedan más en evidencia porque justamente se hacen para esa tribuna. Ahora, ¿esta será una práctica cada vez más común? Dependerá un poco de cómo las sociedades apoyen o no estas actitudes, y de qué nacionalidad provengan los cancelados. A fin de cuentas, hay malos que son más malos que otros.

2 comentarios:

  1. Gracias por la entrevista, en verdad estoy muy interesado en adquirir en libro. Otro factor que me parece interesante, dentro del estudio de las naciones de oriente es la sistemática creación de un odio, aversión o miedo, arrastrando a la cultura en toda su representación desde la construcción de dominio del discurso occidental. A principio del siglo XXI, el atentado de las torres gemelas estigmatizó a todo el mundo árabe, sin diferencia alguna, con la imagen de terrorista. El covid generó una "Sinofobia", que agudizó alguna forma de normalización de este odio hacia las comunidades chinas en países occidentales. Y lo que describe con la "Rusofobia", podría ser un nuevo elemento, que en la cultural de la cancelación occidental, evidencia como desde el tejido cultural actual no dejamos de ser más barbaros que antes.

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  2. La "cultura" de la cancelación ha llegado a unos niveles de radicalidad absurdos, cayendo con bastante frecuencia en la ridiculez y convirtiendose, en cierto modo, en un nuevo totalitarismo.

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