martes, 2 de agosto de 2022

En el centenario del extraordinario escritor y traductor mexicano Antonio Alatorre

La revista mexicana Letras Libres publicó el pasado 25 de julio un artículo de Julio César González Moreno, sobre una de las principales figuras del mundo cultura latinoamericano, en cuya bajada se lee: “En el centenario de su nacimiento, la obra de Antonio Alatorre, erudita y rigurosa, divertida y ligera, es muestra de que el amor a la lengua atraviesa todos los temas y registros”.


Alatorre: el desorden maravilloso de la lengua

Para Martha Elena Venier, in memoriam

Como la ola que avanza hasta estallar contra la orilla, así el recuerdo se instala lentamente, como un ruido de fondo que de pronto se expande hasta abarcarlo todo. Consciente de cómo crece el rumor, Guillermo se deleita en prolongar el goce, el ansiado momento en que pasado y presente sean uno y la fuerza de las imágenes lo obligue a contarlo todo, a escribir: “Mi escritura es como un retrato de mi conciencia”. Mientras recuerda es, a un tiempo, el niño de Autlán, el joven en un seminario de Tlalpan, y el profesor que, tirado en el pasto de su casa, espera un dry martini. Al poco dice: “Escribir es aceptar mi irrealidad, mi muerte, pero también mi realidad, mi única verdadera realidad”.

Ha querido la suerte poner ante nuestros ojos esta realidad, de la cual Guillermo es solo trasunto, y que no es otra sino la de Antonio Alatorre (1922-2010), cuya obra, erudita y rigurosa, divertida y ligera nos convence de que el amor a la lengua atraviesa todos los temas y registros.

“No hay una manera de leer, sino muchas; cada lector tiene la suya”, dice en el prólogo a sus estudios sobre El sueño erótico en la poesía española de los siglos de oro. De tal forma, no hay una, sino muchas maneras de leer al propio Alatorre. En Alatorre vida y obra se mezclan: el filólogo experto en el Siglo de Oro, el sorjuanista minucioso, el crítico literario dispuesto a la polémica, el traductor riguroso, el profesor que dicta conferencias y el novelista secreto son uno y el mismo.

De todas esas facetas queda claro que la gran pasión que recorre la obra alatorrista es la lectura. Escritor que escribe para quien lee despacio (como en el caso de la poesía), para quien lee con entusiasmo y ánimo de saber (como en su magistral Los 1001 años de la lengua española) o para quien lee buscando expandir las lecturas previas, como en el caso de la crítica literaria (“si la literatura es vida, la crítica es un aumento de vida”). ¿De dónde viene esta pasión?

Prueba corriente de que los milagros existen es que hay coincidencias que alteran, para bien, el rumbo de una vida. Alatorre tuvo (al menos) tres encuentros que lo hicieron lector y amante de la lengua. Primero con Juan José Arreola, su maestro y amigo, quien lo introdujo en la literatura moderna y en el juego —muy serio pero juego al fin—, de la traducción y la edición. En segundo lugar, con Daniel Cosío Villegas, a quien afortunadamente decidió hacerle caso cuando este le recomendó mandar “al carajo” sus estudios de derecho y dedicarse felizmente a la literatura. Por último, con Raimundo Lida, bajo cuya ala prácticamente fundó el Centro de Estudios Filológicos de El Colegio de México y dirigió, hasta el final de su vida, la Nueva Revista de Filología Hispánica.

Alatorre fue filólogo, amante de la lengua en sentido estricto. De ello no se sigue que haya sido un anticuado y serio profesor que dicta un método, sino que su programa, si es que puede hablarse de uno, tiene más que ver con el feliz encuentro entre libro y lector. Encuentro por demás interminable: “Hay ‘tareas de lectores’ que duran siglos y siglos”, como la de él mismo volcándose a la tarea inagotable de leer a Sor Juana.

Así, en su discurso de ingreso a El Colegio Nacional, recordando La experiencia literaria de Alfonso Reyes, nos dice que “una de las lecciones de ese libro es que la literatura tiene más que ver con el placer que con la solemnidad y el aburrimiento”. No fue otra su vocación, no fue otro su empeño que el de leer por gusto e invitar a que otros le acompañasen en dicha aventura.

También por gusto, fuera de toda moda, fue su acercamiento a la crítica. Así, en su crítica literaria (lo mismo en revistas especializadas que en Vuelta o Letras Libres) la exposición, parte normal de la tarea académica, tampoco escapa a los descubrimientos, a la inventiva y a la conciencia de que no hay tema ni área vedada para el gran público.

En Alatorre no hay distinción alguna entre lector y crítico, acaso el matiz está en el tipo de lectura que se hace, más detenida y profunda, iluminando aquello que se ha pasado por alto, una continua pesquisa por lo que a ojos vistas se escapa. Por ejemplo, en El Heliocentrismo en el mundo de habla española, breve e inteligente historia de la ciencia, al hablar sobre la obra de un jesuita precursor de Feijoo, nos dice, como de paso, en una nota al pie: “terráqueo es un neologismo culto (…) la pronunciación y la escritura debieran ser terrácueo (…) [p]ero, justamente por ser cultismo, terráqueo quedó trabado con la escritura. Es demasiado tarde para cambiar a terrácueo”; la lectura exegética y expositiva se renueva incluso ahí, y es también descubrimiento, ganas de darlo a conocer.

Es conocido que el complejo y abigarrado mundo académico ha querido que quienes transitan con éxito de una fase a otra de esa pirámide curricular (Zaid dixit) tengan que adquirir, como pesado fardo para algunos, como antifaz que disfraza la pobreza creativa de otros, un lenguaje impostado, falsamente formal y lleno de “palabrotas”. Es decir: jerga teórica que es, casi siempre, incomprensible e innecesaria para explicar cosas que podrían ser bastante claras. Contra ambas cosas, Alatorre prefirió siempre la sencillez y claridad: “Mi lenguaje no tiene nada de técnico. Mi vocabulario es el de entre semana. Mi filosofía, el sentido común”.

De manera paralela a la enseñanza y la crítica, Alatorre practicó durante años (desde su primera versión de las Heroidas de Ovidio para la Bibliotheca Scriptorvm Graecorvm et Romanorvm de la UNAM, hasta sus magnas traducciones sobre historia para el Fondo de Cultura Económica) el arte de la traducción. Al igual que en Tomás Segovia, en Alatorre la labor de traductor es una forma más de la orfebrería: del hacer cosas con palabras, de transformar y (re)crear. No en vano Marcel Bataillon prefería la versión “alatorrista” de su Erasmo y España.

A cien años de su nacimiento y poco más de diez de su partida, he querido trazar a vuelo de pájaro un perfil, incompleto y selectivo de la vida y obra de Antonio Alatorre. La pregunta se asoma: ¿por qué leer a Alatorre hoy en día? Porque nos habla a todos por igual, porque cultiva en sus lectores el asombro, tanto en quien se asoma por primera vez a Sor Juana como en quien quiere entender la deriva del español y los anglicismos. Porque logra volver límpido el misterio de la lengua como si de un largo relato se tratara, porque nos hace partícipes de su pasión por la minucia y el detalle que alteran lo sabido, porque al adentrarnos en su historia de la lengua española, sus disquisiciones sobre Góngora, Lope y Quevedo, su versión depurada y ajustada sobre la lírica sorjuanista o su novela largamente inédita nos da la oportunidad, parafraseándolo, de aumentar la vida.

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