lunes, 1 de agosto de 2022

"Me refiero a la falta de cuidado"

El pasado 24 de julio, el poeta, ensayista y traductor italiano Valerio Magrelli publicó en La Jornada Semanal, de México, un breve artículo, traducido por Roberto Bernal. En él presenta casos de mala edición. Según la bajada, “No es difícil que un buen libro, en manos de un mal editor, se eche a perder. Hay múltiples razones para que eso ocurra. En este artículo se mencionan sólo cuatro que ponen en evidencia las prisas y la negligencia del mundo del consumo”.


¿Qué significa “no editar un libro”?

Pensé que el título para este texto podría ser Los borrachos de la edición. Para explicar por qué, me limitaré a cuatro ejemplos muy distintos entre sí, pero igualmente sintomáticos de una postura preocupante. Caso número uno: los caminos al infierno están pavimentados de buenas intenciones. Vimos a un cantautor que firmó la introducción a los versos de un poeta ya conocido. El propósito era obvio: al hacerlo, el gran editor pensó que atraería más lectores a la poesía. Lástima que el resultado fue espantoso: de este modo, el público –especialmente los jóvenes– le otorgó mayor relevancia al músico que al autor, dado que el introductor lo es en virtud de su autoridad.

Caso número dos: mi hija llega a casa furiosa porque en la contraportada de Ana Karenina, de Lev Tolstói, aparece toda la trama, incluyendo el final. Ahora, muchos dirán que esto es algo venial. Pero los libros no deben ir sólo a los especialistas, sino más bien –y yo diría sobre todo– a los que todavía no están relacionados con la literatura. Entonces, ¿para qué estropear la sorpresa? La llamada “trama” es una parte integral de la obra y no debe ser revelada en absoluto. El inglés tiene una bonita palabra para esto: spoiler. El término spoiler, que en sentido estricto significa “saqueador”, indica a quien anticipa los puntos más destacados de los acontecimientos narrados en una novela o película. Así que ahora también tenemos editores de spoilers

Caso número tres: siempre recuerdo que mi hija, que en ese entonces tenía dieciséis años, me trajo una novela francesa del siglo XIX que le habían prestado (¡y en edición de bolsillo!), preguntándome si tenía una versión en italiano. Pensé que estaba bromeando, pero me explicó que esa traducción era prácticamente incomprensible para ella. Para demostrarlo, me citó una frase que decía: “Le hicieron vibrar un corte a su vientre.” De hecho, tuve que volver a retraducirlo, apoyándome en una expresión mucho más plana y que de hecho correspondía perfectamente con el original: “Le dieron una puñalada en el hígado”.

Caso número cuatro: en esta ocasión toca turno a mi hijo. Decidido a leer Guerra y paz, también de Tolstói, se enfrenta a mí furiosamente después de unos cuantos capítulos, preguntando: ¿es posible que todos los rusos hablen francés? En esa época así se usaba, respondí, sonriendo. ¿Dónde está el problema? El problema, responde, radica en que en esta desafortunada edición el francés no está traducido. Me quedé sin palabras: ¿cómo es posible que una editorial no ofrezca la versión italiana de los diálogos en una lengua extranjera? A menos que creas que todo el mundo debería saber francés…

Fin de mi triste muestreo. Hasta ahora, todos los ejemplos convergen hacia un único concepto, síntoma del desordenado desarrollo que ha tomado el mercado del libro. Me refiero a la falta de cuidado, es decir, a una labor hecha de precipitación, de percepción limitada, de desinterés. Aquí no se trata de condenar defectos individuales, sino de constatar una despreocupación sistemática hacia el público, sobre todo, repito, si es joven. De hecho, un volumen “equivocado” puede alejar incluso a los lectores más dispuestos, y también se corre el riesgo de que la industria editorial pierda a potenciales y futuros clientes.

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