jueves, 15 de diciembre de 2022

Ni Baudelaire, ni Benjamin. O sea, otra cosa.


En esta breve reflexión, Jorge Aulicino se mete con un problema de traducción que involucra a la vez un malentendido. Considerando los tiempos que vivimos, en que toda la historia se reescribe sesgada para, seguramente, transformarse en algún tipo de seudo verdad a la medida de la mitología de este tiempo, vale la pena considerar lo que sigue.

¿Flâneur?

A través de Walter Benjamin se popularizó en el medio intelectual la figura del flâneur que describió Charles Baudelaire en El pintor de la vida moderna (1863). Baudelaire fue el primer traductor de Edgar Allan Poe en Francia, pero tal vez no debió realizar la interpretación –que en cierto modo es una traducción– de “El hombre en la multitud”, en el cual Poe describe el permanente –y por eso siniestro– vagar de un hombre a través de la muchedumbre de Londres. Hubiera evitado equivocaciones que se perpetúan. Baudelaire imaginó a ese hombre como un flâneur, lo llamó de ese modo, y puso en él mucho de sí mismo. El flâneur no era el paseante deportivo, medio dandi, inteligente observador de la vida moderna que imagina actualmente la intelectualidad progresista. El flâneur no se sumaría hoy a ninguna visita guiada, a ningún recorrido turístico. Era “un yo insaciable de no-yo”, siempre “inestable y fugitivo”, arrebatado por un vértigo dramático: el de ver. Adquiría, en esa especie de éxtasis, una mirada quasi infantil, una inocencia animal –como la del convaleciente, dice Baudelaire–, que pagaba con el olvido de sí mismo, con una disolución paulatina en una especie de agonía perpetua, aunque fuera altanera, como lo fue en el propio autor.

El diario Perfil, de Buenos Aires, tiene un suplemento titulado “Textum” en el que reproduce notas –traducidas, cuando corresponde– de revistas y periódicos “de ideas”. El 20 de noviembre publicó una nota de Matthew Beaumont en The Públic Domain Review sobre el nacimiento del flâneur, o mejor dicho, de la idea de flâneur. Cita las fuentes adecuadas y abundantemente, y se aproxima a la médula dramática del ensayo de Baudelaire, salvo que al final mete por la ventana a Erika Rappaport, quien recuerda en un libro publicado en 2000 que la libertad de la mujer para vagar estaba limitada en el siglo XIX por peligros reales y “convenciones sociales”. Esto es seguro. Pero ¿a qué viene? En las últimas líneas el propio Beaumont sucumbe al facilismo y para dar cabida a la observación de Rapapport convierte al flâneur en un “paseante” que parece disfrutar de una libertad que no tenían las mujeres.

¿Era necesario? Me recuerda que en un viaje a la entonces socialista Berlín Oriental nuestro guía dijo, mientras mirábamos las maravillas robadas por los alemanes en las ruinas de Babilonia: “Al lado de cada obra deberían poner una maqueta de las barracas de los esclavos, para que se vea cómo vivían los constructores de estas grandes obras”. O peor: me recuerda que los documentos del Partido Comunista debían terminar anunciando la inminente caída del imperialismo o denunciando su increíble iniquidad, viniera a cuento o no. La más tosca de las propagandas. No deberían acudir a ella las y los feministas modernos.

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