miércoles, 14 de diciembre de 2022

“La imprenta es el último don de Dios, y el mayor"

El pasado 10 de diciembre, el médico, teólogo y poeta mexicano. Leopoldo Cervantes Ortiz publicó el siguiente artículo en La Jornada Semanal, de México. En la bajada, se lee: “La traducción de textos de gran calado a las lenguas vernáculas, como el Nuevo Testamento en este caso del griego al alemán por Martín Lutero, necesariamente genera grandes cambios y largas polémicas. Si a ello agregamos el surgimiento de la imprenta, estamos frente a uno de los momentos más trascendentes en la historia de Occidente. Este ensayo trata con acierto las etapas de ese proceso.”

Humanismo, reforma y traducción: medio milenio del Nuevo Testamento de Lutero

Al traducir, me propuse hacerlo en un alemán puro y claro. […] …
hay que preguntarles y verles la boca –más bien– al ama de casa,
a los niños de la calle, al hombre común, para ver cómo hablan;
y de acuerdo con ello hay que traducir.

Martín Lutero, Misiva sobre el arte de traducir


Humanismo y traducción bíblica
Septiembre de 1522 fue la fecha en que Martín Lutero vio salir de las prensas la primera edición del Nuevo Testamento que tradujo directamente al alemán, luego de su presencia en la Dieta de Worms (abril de 1521), en la que defendió su causa ante el emperador Carlos V. Aislado en el castillo de Wartburg (su “isla de Patmos”), se concentró en la traducción y, en tres meses de frenético trabajo, alumbró esa obra portentosa. Preocupado siempre por la necesidad de que el pueblo tuviera acceso a las Sagradas Escrituras, tomó muy en serio las palabras de Erasmo en la Paráclesis o Exhortación al estudio de la filosofía cristiana al piadoso lector (1516):

“No estoy de acuerdo en modo alguno con aquellos que se oponen a que los ignorantes lean las divinas letras traducidas a la lengua vulgar [...] Los secretos de los reyes por ventura cumplen que no sean divulgados, pero Jesu Christo lo que quiere es que sus secretos muy largamente se divulguen. Desearía yo, por cierto, que cualquier mujercilla leyese el Evangelio y las epístolas de San Pablo; y aún más digo, que pluguiese a Dios que estuviesen traducidas en todas las lenguas de todos los del mundo, para que no solamente las leyesen los de Escocia y los de Hibernia, pero para que aun los turcos y los moros las pudiesen leer y conocer […].”

Como bien destacó Dámaso Alonso: “La peligrosa contienda en que entonces Erasmo se ve envuelto da origen a una gran cantidad de escritos polémicos, y en muchos de éstos figuran como importante pieza de convicción las opiniones del holandés sobre la necesidad de traducir las Escrituras para lectura de todos.” En el ámbito de habla castellana, este documento llegó a conocerse incluso en Nueva España, pues se tradujo alrededor de 1529. El obispo Juan de Zumárraga “hizo suyo el llamamiento de Erasmo, hacia 1544, en las Doctrinas que publicó para la evangelización de México”, observa Marcel Bataillon. No obstante, agrega éste, pueden plantearse importantes diferencias entre el interés erasmiano y el protestante: “En el fondo, el biblismo integral y estricto que se desarrolló en la mayor parte de las confesiones protestantes era muy ajeno al espíritu de Erasmo. Nadie mejor que él se inclinaba a hacer una selección en la Biblia, a establecer una jerarquía entre sus libros.”

Es verdad que, como muchos estudiosos han señalado, Lutero no dominaba totalmente el griego; no obstante, su contribución al desarrollo de la lengua alemana fue definitiva. Los criterios que utilizó, magistralmente expuestos en su Misiva sobre el arte de traducir (1530), lo colocaron a la vanguardia de su época en la tarea de trasladar los textos sagrados. Con ello abrió otro frente de discusión y polémica que le permitió desplegar un enfoque lingüístico, gramatical y teológico de grandes alturas. La forma en que respondió a las objeciones recibidas, muy en su estilo agresivo y hasta arrogante, como bien han señalado los críticos católicos, evidencia lo bien que acertó a dar el golpe en donde más dolía: su traducción sirvió perfectamente para acompañar los énfasis personales que agregó al ímpetu reformador que consumía todo su tiempo y esfuerzo.

Traducción bíblica y nuevas prácticas lectoras
En el marco de la historia de la lectura, la labor de Lutero formó parte de una serie de procesos culturales y tecnológicos que implicó transformaciones profundas en el acceso a los materiales escritos, tal como lo ha explicado Jean-François Gilmont en un estudio sobre las reformas protestantes. El surgimiento de la imprenta como medio al servicio de la propaganda religiosa fue visto como algo providencial al momento de los inicios de las reformas. La frase de Lutero al respecto es elocuente: “La imprenta es el último don de Dios, y el mayor. Por su mediación, en efecto, Dios desea dar a conocer la causa de la verdadera religión a toda la tierra, hasta los extremos del orbe.” Un aspecto importante fue la instauración de la “lectura silenciosa” como una novedad:

“Hasta el siglo XVII, la lectura silenciosa era un logro de los eruditos o un modo de devoción consciente. Leer significaba murmurar para uno mismo o leer en voz alta a los demás; la palabra escrita era un ‘signo audible’. Esto era lo que significaba para la lectura subterránea que practicaron los lolardos ingleses y también lo que significaba para Lutero. Su palabra era una palabra para ser escuchada, una promesa para ser recibida en la fe, no un texto para ser estudiado. La fe, como había dicho San Pablo, venía por el oído; el oído, no el ojo, era el sentido cristiano (John Bossy, Christianity in the West: 1400-1700,énfasis agregado)”.

Otro aspecto importante lo constituyó el hecho de que el libro impreso comenzó a desligarse del modelo manuscrito, prevaleciente en los siglos anteriores. El conflicto derivado de estas nuevas prácticas se ligó con las consecuencias ideológicas de las reformas en marcha, especialmente por la resistencia católico-romana a la libre circulación de la Biblia en las lenguas vernáculas, tal como lo subraya Bossy, aun cuando algunos autores de esa tradición señalan que eso no fue necesariamente así. El Índice romano de Paulo IV (1559) y el de Trento (1564) fueron muy explícitos sobre la prohibición de leer “la Biblia en nuestro vulgar o en otro cualquier, traduzido en todo o en parte, como no esté en Hebraico, Caldeo, Griego o Latino”.

Gilmont profundiza en la transformación que sufrió la lectura de textos religiosos con el triunfo de los materiales impresos, pues la relación de los lectores con los textos sería otra muy diferente: “A partir del momento en que la práctica de la lectura se generalizó, la relación con el texto evolucionó. Lo escrito pasó a convertirse en un medio de comunicación directa. Desde entonces se enfrentaron dos posturas contradictorias. Por un lado, la convicción de que las enseñanzas de Cristo eran sencillas y se dirigían a todos; por otro, y por temor a la herejía, hay un manifiesto afán de control mediante la predicación. “Era un debate fundamental entre la Biblia del oído y la Biblia de la vista, entre la Iglesia de lo oral y la Iglesia de lo impreso” (énfasis agregado). Ello produjo mucho temor sobre los riesgos (o incluso a los accesos) a los que podía llevar una lectura amplia y libre de los textos sagrados.

Podría decirse, como lo hicieron R. Gawthrop y G. Strauss, que “el discurso de Lutero evolucionó”, pues si bien al principio, dominado por “el ardor de los primeros combates”, anheló que “cada cristiano estudie por sí mismo la Escritura y la pura Palabra de Dios”. En el Manifiesto a la nobleza cristiana (1520) solicitaba:

Ante todo, en las escuelas superiores e inferiores, la Sagrada Escritura debe ser la enseñanza principal y más común y para los niños pequeños el Evangelio. ¡Quiera Dios que toda ciudad tenga también una escuela de niñas, donde éstas puedan escuchar una hora por día el Evangelio, ya sea en alemán o en latín! […] Todo cristiano debería conocer a los nueve o diez años todo el Santo Evangelio del cual deriva su nombre y su vida. También una hilandera y una costurera enseñan a edad temprana el mismo oficio a sus hijas.

Gilmont hace una puntualización muy necesaria sobre el principio de la Sola Scriptura, tan invocado en todas partes como apertura total a la lectura de la Biblia: “Los protestantes preconizaron el principio de la Scriptura sola, lo cual no hay que traducir por ‘lo escrito, sólo lo escrito’; ese principio, que exigía posicionamientos teológicos basados en la Biblia, permitía recusar las tradiciones humanas no atestiguadas por las Escrituras. Y nada tiene que ver con el libre examen, que no fue introducido por el protestantismo liberal hasta el siglo XVIII (énfasis agregado)”.

Lutero fue testigo de las consecuencias que alcanzó la difusión de la Biblia, especialmente en el caso de la rebelión de los campesinos alemanes y de la explosión de interpretaciones bastante heterodoxas de las Escrituras. Acerca de esos riesgos, escribió: “Habría que reducir también el número de los libros teológicos y seleccionar los mejores, porque muchos libros no hacen al docto, ni mucha lectura tampoco, sino el leer cosas buenas frecuentemente, por poco que sea, hace docto en las Escrituras y además bueno” (Manifiesto a la nobleza cristiana). Más tarde insistiría en que la Iglesia debía controlar el acceso a la Biblia, reivindicando a su vez el lugar de la predicación para que la Biblia dejase de ser letra muerta. En una homilía de 1534 dijo: “El Reino de Cristo está basado en la Palabra que no puede captarse ni entenderse sin los dos órganos, las orejas y la lengua.” Algo similar propuso Felipe Melanchton, quien “pasó de la invitación a hacer que todos leyeran la Biblia al fomento del uso del catecismo”.

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