Esto publicó ayer el poeta, ensayista y editor José María Espinasa, recordando al crítico uruguayo Ángel Rama, en La Jornada Semanal, del diario La Jornada, de México.
Ángel Rama y la crítica literaria en América latina
Hace cuarenta años murieron en un accidente aéreo Jorge Ibargüengoitia, Marta Traba y Ángel Rama. Ya no recuerdo si el avión aterrizaba o despegaba de Madrid, recuerdo en cambio el alto número de muertos y el golpe que provocó en la literatura latinoamericana el deceso de tres figuras prominentes en plena madurez creativa. Hoy, gracias a la amabilidad de Cata Pereda, tengo entre mis manos el grueso volumen, Ángel Rama, una vida en cartas (correspondencia 1944-1983), publicado en Uruguay y que difícilmente circulará en nuestras librerías. Ángel Rama es una figura imprescindible de la segunda mitad del siglo XX en lengua española, al menos por tres razones: su labor crítica, su labor editorial y su posición política. El libro se volverá de inmediato la llave para tratar de entender ese período tan conflictivo entre el triunfo de la Revolución en Cuba y la caída del Muro de Berlín, unos treinta años después.
Nacido en 1926, junto a figuras como Rafael Gutiérrez Girardot y Tomás Segovia, Noé Jitrik y Saúl Yurkievich, Carlos Fuentes, Guillermo Sucre, José Miguel Oviedo y Emir Rodríguez Monegal, Ángel Rama formó una generación de ensayistas paralela a la del boom narrativo y tan importante como ella, o más, en el proceso de reconocimiento de nuestra identidad literaria. Entre los críticos, como entre los novelistas y los poetas, hubo tanto cercanía, e incluso hermandad, como polémicas y distanciamientos radicales, muchos de ellos en el horizonte de la Revolución cubana, con y contra la cual se definieron no sólo posiciones ideológicas, sino éticas y estéticas. También itinerarios vitales, en los que predominó esa condición endémica del escritor latinoamericano, el exilio. Rama tuvo un papel protagónico en la revista Marcha; desde su responsabilidad en la sección de cultura, sufrió el exilio por razones políticas y en parte también laborales, primero desde Montevideo en Uruguay en Marcha y luego desde Caracas en Venezuela, donde impulsó la Biblioteca Ayacucho y jugó un rol esencial como crítico y editor. De todo ello da cuenta Una vida en cartas.
Las cartas, me temo, son hoy un género en desuso, son pocos los que escriben por correo electrónico sin que tengan ellos (y nosotros, los lectores) la sensación de una escritura más que efímera, volátil. Rama no conoció el universo digital e hizo de la correspondencia en papel un vasto sistema de vasos comunicantes entre los que vivían esa aventura de la construcción de una cultura hispanoamericana, contemporánea de todos los hombres. ¿Cómo leer un libro así? Por las características del volumen sólo están las cartas de él y habrá que esperar que vayan apareciendo las respuestas de sus corresponsales en futuros libros e investigaciones. Se me ocurre empezar por una imagen un poco rudimentaria pero que espero descriptiva: el queso gruyere. Es un queso con muchos agujeros que también forman parte del queso en cuestión; se diría que esos pedazos de aire también tienen sabor. Eso pasa con la ausencia de las respuestas. El mosaico de interlocutores sirve para mostrar la amplitud y diversidad de intereses tanto de Rama como de la época. Están sus compañeros de generación en Uruguay, luego sus corresponsales en Marcha, luego su labor compleja en la Biblioteca Ayacucho, para compaginar rigor académico y gracia ensayística al diseñar un catálogo. Luego, y no de menos importancia, el intento por mantener una posición de izquierda sin incurrir en dogmatismos.
Por lo dicho se puede deducir que Rama, como su generación, fue el pináculo de una cultura que se apoyaba en la circulación de ideas a través de las revistas en papel. En el abanico que va de Libre a Mundo Nuevo, los años sesenta fueron un período de extraordinaria diversidad en las revistas, hoy un universo poco comprensible para los escritores jóvenes que no vivieron la influencia de ese momento.
Las cartas, además, tienen ciertas ventajas al combinar tanto el asunto laboral como el amistoso, cuando éste se da. Es curioso, por ejemplo observar cómo se queja de la poca puntualidad de los mexicanos, al no entregar prólogos o textos –por ejemplo, Tomás Segovia sobre Ramón López Velarde o Carlos Monsiváis sobre los narradores de la Revolución o sobre Contemporáneos.
Pienso que en esa generación crítica, tan preocupada por la modernidad, la piedra de apoyo fue Alfonso Reyes. Parece extraño decirlo, pues nuestra imagen suele ser la de un clasicismo inherente en la escritura del regiomontano, pero no hay que olvidar su actividad y confianza en la labor editorial, de la fundación del Fondo de Cultura Económica a la dilatada vida del Correo de Monterrey. Los críticos sabeen, algunos conscientemente como Rama, otros de forma intuitiva, que su trabajo es el que permite más que conocer, reconocer al texto literario y al rostro que da forma. Vuelvo a la imagen del queso gruyere: los proyectos realizados son tan importantes y significativos como los no realizados, al observarse de forma retrospectiva. Rama tenía muy claro que la literatura no podía ser aséptica a sus circunstancias y se abocó a esa tarea sin dejar de percibir los peligros de la ideologización y las tendencias dogmáticas tanto de la izquierda como de la derecha. Por razones naturales empecé picoteando aquí y allá las cartas, en especial las que involucraban a mexicanos (no son las predominantes), pero luego empecé a leerlas en forma cronológica y he de reconocer que los huecos –las cartas de respuesta– no impiden la continuidad. El libro será oro molido para los historiadores e interesados en el período, y debería ser lectura obligatoria de los editores, así sean virtuales. En todo caso sirva esta nota para recordar a Ángel Rama.
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