El pasado 21 de junio, en el blog Artillería Inminente –del cual no hemos podido recabar dato alguno–, alguien subió un texto del pensador italiano Giorgio Agamben, publicado dos días antes en el sitio web de la editorial italiana Quodlibet, donde usualmente tiene una columna titualda “Una voce”. Desafortunadamente, no se consigna el nombre de quien tradujo.
Comas y llamas
A un amigo que le hablaba del bombardeo de Shanghái por los japoneses,
Karl Kraus le contestó: «Sé que nada tiene sentido si la casa se incendia. Pero
mientras sea posible, me ocupo de las comas, porque si la gente que tenía que
hacerlo se hubiera preocupado de que todas las comas estuvieran en el lugar
correcto, Shanghái no se habría incendiado». Como siempre, el chiste oculta
aquí una verdad que vale la pena recordar. Los hombres tienen su morada vital
en el lenguaje, y si piensan y actúan mal, es porque su relación con su
lenguaje está corrompida y viciada en primer lugar. Hace tiempo que vivimos en
una lengua empobrecida y devastada, todos los pueblos, como decía Scholem de
Israel, caminan hoy ciegos y sordos sobre el abismo de su lengua, y es posible que
esta lengua traicionada se esté vengando de algún modo, y que su venganza sea
tanto más despiadada cuanto más la hayan estropeado y descuidado los hombres.
Todos nos damos cuenta, más o menos claramente, de que nuestra lengua se ha
reducido a un pequeño número de frases hechas, de que el vocabulario nunca ha
sido tan estrecho y gastado, de que la fraseología de los medios de
comunicación impone su miserable norma por doquier, de que las cátedras sobre
Dante se imparten en mal inglés en las aulas universitarias: ¿cómo, en tales
condiciones, puede alguien esperar ser capaz de formular un pensamiento
correcto y actuar en consecuencia con probidad y prudencia? Tampoco es de
extrañar que quienes manejan semejante lengua hayan perdido toda conciencia de
la relación entre lengua y verdad y, por tanto, crean que pueden utilizar según
su triste beneficio palabras que ya no se corresponden con ninguna realidad,
hasta el punto de no darse cuenta de que están mintiendo. La verdad de la que
hablamos aquí no es sólo la correspondencia entre discurso y hechos, sino,
incluso antes, la memoria del apóstrofe que el lenguaje dirige al niño que
pronunció con emoción sus primeras palabras. Hombres que han perdido todo
recuerdo de esta llamada sumisa, exigente y amorosa son literalmente capaces,
como hemos visto en los últimos años, de cualquier vileza.
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