jueves, 13 de febrero de 2020

Milipilis, Tinchos, Raúles y Mabeles

¿El Raúl por anotnomasia?
El pasado 1 de diciembre, Silvia Ramírez Gelbes, doctora en Lingüística y profesora y licenciada en Letras por la UBA, entre muchos otros títulos, publicó la siguiente columna en el diario Perfil. Se reproduce con la idea de que los traductores extranjeros que la lean sepan de que se habla cuando se habla de Milipilis, Tinchos, Raúles y Mabeles.

Sobre nombres y nombres

En el diálogo Cratilo, de Platón, el personaje que da título a la obra sostiene que la palabra encierra la esencia de las cosas, una idea definitivamente presocrática y no científica que, sin embargo, se ha conservado a lo largo del tiempo. Borges, en el poema “El Golem”, lo muestra de manera magistral: “Si (como afirma el griego en el Cratilo)/ el nombre es arquetipo de la cosa,/ en las letras de rosa está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra Nilo”.

Los nombres propios de las personas sirven para denominar a cada individuo. Para nombrarlo. Y también para informarlo, en el sentido de (simbólicamente) darle forma. No en vano el Evangelio cuenta que Simón –por caso– recibió de Jesús el nombre de Pedro, pues sería la piedra basal de la Iglesia cristiana. Y se sabe de ámbitos (desde la masonería o las agencias de detectives hasta las agrupaciones clandestinas) en los cuales los miembros deben usar nombres ficticios, un modo de adquirir otra personalidad y también de evitar la identificación.

Es claro que los nombres respetan modas y tendencias. De allí que por el nombre pueda inferirse más de un dato personal de quien lo lleva. El género, en principio (aunque Tomiko, así, con “o” final, es un nombre de mujer en japonés). La nacionalidad o, como mínimo, su lengua materna (Giovanni es, muy probablemente, un italiano). Y, muchas veces, la edad, incluso por los eventos culturales de la época (cuenta la leyenda que La edad del amor, película de 1953 protagonizada por Lolita Torres, fue un éxito sin precedentes en Rusia y la causa de que muchas bebés soviéticas de esa década se llamaran “Lolita”).

Y es claro que, en nuestra cultura, algunos nombres aluden al santoral y, hasta no hace mucho, se solían escoger por la fecha de nacimiento. Eduardo para quien nació el 13 de octubre, Agueda para quien nació el 5 de febrero.

¡Quién no ha repasado listas de nombres cuando esperaba un hijo! Aun sabiendo que luego usarán apodos más o menos simpáticos y serán llamados Lula, o Tato, o Pipu, o Chachi, como se hacen escribir los adolescentes en sus buzos de egresados de quinto año.

Como fuere, es interesante el hecho de que los nombres, por algún motivo (a veces misterioso), pueden llegar a cargarse con cierto peso subjetivo positivo o negativo. Un peso que la propia sociedad empieza a reconocerle. El disparador de la pieza teatral Le prénom de Matthieu Delaporte y Alexandre de La Patellière, por ejemplo, es que un personaje le quiere poner a su hijo el nombre Adolfo, sin reparar en que, para un francés, el nombre siempre evoca a Hitler.

Desde hace un tiempo –nobleza obliga, la idea de esta columna se gestó gracias a los comentarios de María O’Donnell y su equipo en el programa de radio De acá en más por la Metro– vienen eligiéndose nombres específicos para referirse a un tipo de persona. Sobre todo en las redes. Como si el nombre mencionara directamente el estereotipo.

Por una parte, están los sobrenombres que representan a adolescentes “chetos”, un estereotipo que alude no solo a una situación económica acomodada, sino también a una superficialidad que merece rechazo: Milipili (“Mi lado milipili necesita los brillos”, dice un tuit del miércoles) y Tincho (“qué bajón ser un tincho y llamarte tincho”, dice otro tuit, esta vez del lunes).

Por la otra, los nombres de varón o de mujer que se usan para encarnar a sujetos ordinarios que se muestran inteligentes y no lo son. Sujetos que representan el supuesto discurso del vulgo: crédulos e ignorantes. Si en el pasado fueron doña Rosa y Carlitos, hoy son Mabel y Raúl, dos personas que explican sin saber.

Lo triste del caso es que muchas Mabeles y muchos Raúles –como antes muchas Rosas y muchos Carlos– se sentirán hoy agredidos y hasta agraviados por el empleo despectivo de sus nombres. Y con razón.

Conviene repensarlo, de todos modos. En plataformas caracterizadas por el sarcasmo y la existencia de los haters (los odiadores), hay que entender que Mabel y Raúl son apenas personajes de un diálogo figurado. Y que si sus nombres encerraran acaso alguna esencia, se trataría solo de la de ellos, los dos personajes. Puntuales. Y listo.

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