Segunda
entrada de la serie de cinco que Alejandro
González publicó en El Trujamán.
Originales que no son
tales (2)
Dostoiewsky,
Dostoiewski, Dostoievski, Dostoiewskij, Dostoyewski, Dostoyewsky, Dostoyevski,
Dostoievsky, Dostoevsky, Dostoevskii, Dostoyevsky, Dostoiévskiy, Dostoïevsky,
Dostojevsky, Dostoïevski, Dostojewski.
Dieciséis
modos distintos de escribir un apellido en castellano.
Podríamos
proponer al lector el siguiente juego: «Encuentre la variante correcta».
También este otro: «¿Cuál es la variante que más encuentra en su biblioteca?
Vaya y cuente». O, por qué no (para los avezados): «Ordene estas variantes
cronológicamente», y ofrecer la solución al final. Sin embargo, el juego más
interesante, creemos, sería: «Identifique las lenguas a través de las cuales el
autor de Crimen y castigo ha llegado al mundo hispanohablante».
Y ya que venimos juguetones: «Pregúntese cuánto del Dosto*** que conocemos nos
ha llegado a través de otras lenguas y culturas. Pregúntese si un traductor de
ruso no debe problematizar este derrotero y ponerlo en el contexto mayor de las
siempre conflictivas relaciones entre Rusia y Occidente».
Vayamos más
allá de Dostoievski (así les gusta a mis ojos) y extendamos esto a la totalidad
de los textos rusos. Haremos entonces una primera observación: hasta hace
relativamente poco tiempo, la literatura y el pensamiento rusos los hemos visto
con el prisma de los países centrales (Francia, Alemania, Inglaterra, Estados
Unidos); esa mediación, a no dudarlo, ya es parte fundamental de nuestra
percepción de Rusia. Una segunda observación, insoslayable, es que el traductor
de ruso, como señalábamos en el primer trujamán, debe tomar conciencia de que
su labor se insertará en ese flujo y que sus traducciones llegarán a lectores
(es decir, a culturas de recepción) que ya disponen de una representación más o
menos estable acerca de qué son los escritores rusos y qué cabe esperar de
ellos; la literatura rusa no volverá a ser descubierta una segunda vez. Una
tercera observación, ya de índole preceptiva, si se quiere, es que el traductor
de ruso, por lo dicho anteriormente, debe asumir una actitud crítica capaz de relativizar
esas otras miradas, de dialogar con ellas y de iluminar aspectos novedosos
(abandonada ya la ingenua pretensión de «restituir» un «original» no mediado).
De este modo,
la traducción de textos rusos ofrecerá la posibilidad de plantearse, primero, y
poner en cuestionamiento, después, ciertos estereotipos bastante instalados. Es
cierto que en la literatura rusa abundan búsquedas últimas, desgarradas,
extremas; tan cierto como que en ella abundan novelas pasatistas,
convencionales, «divertidas» al decir de hoy. Es verdad que la literatura rusa
está poblada de personajes que se preguntan por el sentido último de la vida,
por la existencia de Dios y por cómo relacionarse con el prójimo; también es
verdad que en ella habitan verdaderos sinvergüenzas, taimados, materialistas y
lascivos. Hay en las letras rusas numerosos intentos de ofrecer un tipo «ideal»
de mujer; hay asimismo en ella mujeres viles, manipuladoras, felonas y felinas.
Es claro que los escritores rusos han brindado textos densos, sesudos, complejos,
que invitan a la meditación; es prístino además que han engendrado comedias
desopilantes, sátiras impiadosas, personajes estrambóticos y graciosos.
Es fundamental
no dejarse llevar por estas ideas preconcebidas en el curso del trabajo, saber
identificar el humor, la ligereza y la ironía allí donde uno se tope con ellos
y otorgarles el estatuto que se merecen; no siempre un personaje dostoievskiano
se flagela a sí mismo, ni sus obras carecen de cuadros líricos y —ante todo—
humorísticos (recordemos que Vladímir Nabókov encontraba en el humor casi la
única virtud de Fiódor Mijáilovich); no siempre es preciso inclinarse por el
sinónimo más sombrío de la paleta semántica.
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