Felicitas Casillo publicó, el 24 de
diciembre pasado en el diario La Prensa, de Buenos Aires, la siguiente
entrevista con el Administrador de este blog, a propósito de su traducción de
Once cuentos de Klondike, de
Jack London, recientemente publicado por Eterna Cadencia. La bajada de la
nota dice: “En el centenario de su muerte, la obra de Jack London suscita
nuevas lecturas. El poeta, ensayista y traductor Jorge Fondebrider analiza
la importancia que tuvo el autor norteamericano en la literatura de su país.
Desafíos y dilemas de traducir a un clásico”.
Un narrador en la fiebre del oro
Las dos obras más recordadas de Jack London son El llamado de la selva (1903) y Colmillo
blanco (1906). Sin embargo, a un siglo de su muerte, cabe preguntarse si
acaso la industria editorial no transformó a London exclusivamente en un autor
de novelas de aventuras. Esto implica, más que una valoración negativa del
género, un acto de justicia: la vasta obra de London incluye no solamente una
larga lista de novelas, sino también ensayos, artículos, memorias, obras de teatro,
poesía y una gran cantidad de relatos.
London nació en 1876 en San Francisco, y en 1916 murió en Glen Ellen,
también en el estado de California. Trabajó como pescador, marinero, cazador de
focas y cronista, aunque posiblemente la experiencia que más lo determinó fue
su viaje al Yukón, al nordeste de Canadá, en 1897, con motivo de la Klondike
Gold Rush, el frenesí migratorio producido por la fiebre del oro.
Recientemente, la editorial Eterna Cadencia publicó la antología Once cuentos de Klondike, prologada y
traducida por el poeta y ensayista Jorge Fondebrider, quien reflexionó acerca
del ejercicio de la traducción como un acto creativo.
–¿Cómo describiría
una traducción de calidad?
–El traductor es un creador. Un escritor sabe y conoce una determinada
cantidad de asuntos, y un traductor debe saber lo que sabe el escritor al que
traducirá, y debe tener, además, el conocimiento que lo habilite como
traductor. Es importante conocer exhaustivamente la otra lengua, pero si un
traductor no conoce la propia o no es un buen escritor, fallará inevitablemente
en la traducción.
–Un traductor
entonces debería hacerse con la enciclopedia del autor.
–Así es. Un buen traductor debe saber muchísimo más de lo que se
reflejará finalmente en el texto. Existe un conocimiento de la obra y de la
lengua que sostiene y hace posible la traducción. Claro que eso es impagable,
en el sentido de que no tiene precio.
–London fue un
aventurero y viajero infatigable. ¿Cómo reconstruir su sitio de creación?
–Ciertamente, muchos de los saberes de London dependían de su
experiencia e intuición. Han existido puristas que cuestionaron determinado
modo que él tenía de describir una tarea u oficio. En realidad, es una mirada
corta. Lo importante en su caso es la acción que presenta el relato.
–Más allá de las
diferencias, esto me recuerda el caso del italiano Emilio Salgari, de quien se
dijo que ambientaba sus historias en lugares que no había conocido.
–En el caso de London sí conoció los sitios, aunque quizás de
determinados oficios no tenía un conocimiento pleno. Pero en London creo que
hay algo más que en Salgari, en el sentido de que siempre reflexiona sobre
algún aspecto de la condición humana. El problema es que durante mucho tiempo
solo se acentuó el rasgo aventurero de su obra. Sobre todo sus novelas fueron
editadas para que resultaran accesibles. Para llegar al corazón de London, hoy
se deben quitar un montón de telarañas.
–¿Cómo traduce
prosa un poeta?
–Este asunto es muy interesante. Creo que la novela como género se agotó
y que existen otras formas de contar historias. Las únicas novelas que me
interesan son aquellas que están escritas por estilistas, con recursos
semejantes a los de la poesía. London, sin embargo, me interesaba en primer
lugar porque en mi infancia leí El llamado de la selva y Colmillo blanco más de
una docena de veces. Me di cuenta de que su estilo no era el estilo en el que
había sido traducido. No significa necesariamente que haya existido una
impericia de los traductores, sino que también la traducción sufre modas, y
parafrasear no es traducir.
–¿Cuál es el lugar
de London en la literatura norteamericana?
–Hasta aproximadamente Mark Twain, la literatura norteamericana era
literatura inglesa escrita en los Estados Unidos. Twain incorporó el habla
local a las historias que ocurrían allí. No quiero decir que Hawthorne o
Melville no fueran autores norteamericanos, sino que desde el punto de vista
del estilo no presentaron una diferencia rotunda con los ingleses. Twain, en
cambio, sí, y fue asimilado rápidamente por London y Hemingway, entre otros. En
London hay, además, una mirada distinta y original. En ese entonces, la
supremacía estaba dada por los anglosajones sobre los negros y las etnias del
pacífico. En un libro llamado Los hijos de la escarcha, publicado a principio
del siglo XX, los cuentos están narrados desde la perspectiva de los indios y
son críticos hacia el hombre blanco. Eso me parece diferencial y valioso en London,
a quien quizás actualmente puede alguien acusar de racista pero que realmente
no lo era.
–Esto último me
hace pensar en el prólogo de Borges a “Las muertes concéntricas”, de London,
originalmente “The Minions of Midas”, que fue publicado en Italia y en la
Argentina. Borges comparaba a London con Hemingway, por sus vidas turbulentas y
porque ambos finalmente se suicidaron, pero veía en ellos una contrición común,
y de London decía que había pasado de la darwiniana lucha del más fuerte al
amor por la humanidad.
–Sí, creo que con el paso del tiempo London se volvió más escéptico pero
más comprensivo. Es razonable, porque London murió a los 40 años. Su literatura
presenta entonces una evolución. Pero además de ese valor humano, algunos de
sus cuentos importan también por su nivel de perfección. Ya que lo menciona a
Borges: él decía que varios de los relatos de Caballería roja, de Isaac Bábel, gozaban de la extraña condición de
ser recordados de memoria por los lectores. No conozco a nadie que haya leído
"Encender un fuego", de London, y no lo guarde en el recuerdo para
siempre. No es, realmente, un mérito menor.
–¿Qué desafío
particular presentó Once cuentos de Klondike?
–La obra de London es vastísima. Si se tradujera alguna vez en
castellano su obra completa, que no existe y con la que me gustaría trabajar,
sería un volumen de más de mil páginas. En esta oportunidad, seleccioné los
relatos que ocurrían en Klondike. London estuvo aproximadamente un año allí y
luego publicó diez libros de cuentos sobre esa región, más unas cinco novelas.
Mis notas incluidas en la publicación son una propuesta para que el lector
comprenda la realidad de ese sitio. Por otro lado, es un paisaje donde me
siento particularmente cómodo.
–¿Cómo sintetizaría
el estilo de London?
–Es semejante en alguna medida al de Edgar Alan Poe. Expresa la realidad
de forma aproximativa y alambicada. No hay una precisión milimétrica en las
palabras, pero sí es notable una sorprendente proyección de la acción.
–En una
conversación que mantuvo con Matías Serra Bradford en el Club de Traductores de Buenos Aires, él dijo que traducir era
semejante en algún sentido a evangelizar. ¿Le ocurrió eso con London?
–Pienso que la cuestión es ofrecer algo que vale mucho. Me ocurrió con
London y con otros. Por ejemplo, cuando leí la obra de Claire Keegan, supe que
era una escritora extraordinaria y tuve la fortuna de traducirla. Me ocurre
también con otros autores de Escocia, Gales y fundamentalmente, Irlanda. La
mejor literatura que se escribe actualmente en inglés se escribe allí y no en
los Estados Unidos o en Inglaterra. Son autores que por muy buenos que sean no
están en el centro del mercado. Uno finalmente desea compartir sus traducciones
con personas a las que aprecia y con otras a las que no conoce pero sabe que
pueden llegar a interesarles. Está la conciencia de que hay un hueco y
plantando algún tipo de estaca se hace evidente que ese vacío existe.
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