El
29 de junio pasado, con la agudeza que suele exhibir cuando reflexiona, la
escritora y traductora María José Furió
publicó la siguiente columna en El Trujamán. Allí se refirió al escándalo
oportunamente desatado cuando la publicación de Finnegans Wake, de James Joyce, en versión del traductor argentino Marcelo Zabaloy. Si bien ya hemos dado
espacio a esa polémica en este blog, recordamos que además de Zabaloy,
participaron de la discusión el escritor español Eduardo Lago –parte interesada, como se verá–, Matías Serra Bradford y Román
García Azcárate.
El crítico que pidió al
traductor una cuerda para ahorcarlo
y recibió una tirita de
papel
En
2016 se ha publicado una versión en español de Argentina del Finnegans Wake (1939), de James Joyce, obra del
traductor originario de Bahía Blanca Marcelo Zabaloy, quien ya tradujo y
publicó el Ulises. Varios aspectos se sumaban para convertir esta
traducción, «la primera completa en español», en un acontecimiento y provocar
un debate o varios, aprovechando no solo la inclinación iconoclasta de los
argentinos sino también el carácter outsider del
traductor. Éste no es un profesional en el sentido en que habitualmente usamos
este adjetivo: Zabaloy (1957) trabajó durante décadas en un sector ajeno al
ámbito intelectual –creí entender que en complejos tendidos de cableado
informático para empresas y como entrenador de rugby–; llegó a la
traducción por una mezcla de entusiasmo por el original de Joyce –cuando en
2004 su esposa le regaló el Ulises–, pasión descifradora –recurre
a bibliografía experta para desentrañar sus dudas– y temeridad. Los pormenores
de su andadura están recogidos en los sucesivos posts publicados en el blog del
Club de Traductores Literarios de Buenos Aires. Me interesa subrayar la
dificultad de la crítica de traducción literaria, no solo cuando el idioma y su
producción literaria son minoritarios, también cuando el original es difícil o,
en el caso de Joyce, icónico. Los galones de obra maestra no
se regalan; tampoco se otorgan a los don nadie, a los intrusos, a
los parvenus,
a los aventureros de cualquier arte. Y la traducción de obras maestras no puede
ser cosa de cualquiera. Se olvida a menudo que es la crítica literaria, de
obras traducidas o de obras originales, lo que tampoco puede abandonarse en
manos de cualquiera, porque lo fundamental siempre es el rigor.
Este es el intríngulis del
debate que emergió durante unas semanas de julio –mientras los españoles
andábamos sonámbulos por el calor– en varias publicaciones argentinas, al que
se sumaron algunos profesionales extranjeros, que se reunieron en el blog
citado.
El
aspecto significativo de la versión de Zabaloy es, según aplauden unos y
critican otros, la radical opción «regionalista», con alusiones a personajes y
circunstancias contemporáneas de Argentina como deliberada equivalencia del
original joyceano, con juegos de palabras que no podrá comprender el lector de
fuera del país. No lleva notas y, además, no la presenta un prólogo con firma
de renombre susceptible de tranquilizar sobre la seriedad del empeño al lector
interesado. Para aumentar el drama del atrevimiento, el editor que revisara
«línea por línea» la versión del Ulises de Zabaloy falleció
en el curso de la revisión del Finnegans, de modo
que ésta se presenta sin los avales de cordura que
tópicamente atribuimos a la presencia de un editor, correctores y otros colegas
expertos.
En
el transcurso de los rituales de presentación al público, se solicitó la
opinión del escritor y traductor español Eduardo Lago, quien se mostró
reticente sobre el resultado y discurrió sobre la profusión de referencias a la
realidad argentina, incomprensibles para la mayoría de los ajenos a ella. Su
reticencia y la críptica manifestación de respeto intelectual a Zabaloy me
resultaron enigmáticas y, escarbando en Google, descubrí que Lago coordina
actualmente la traducción de una nueva versión del Ulises,
subvencionada por un ilustre organismo cultural mexicano. Es parte interesada
en el negocio de las versiones de Joyce, y su enfoque aglutina típicos rasgos
de seriedad academicista.
Ahora bien, el momento cumbre
lo proporcionó Matías Serra Bradford, escritor y traductor, en una reseña
crítica publicada en el diario Clarín. En pocas líneas se cargó
los años de trabajo de Zabaloy utilizando como arma varias de las soluciones
que éste ofrecía al peliagudo original. Poco después llegó una respuesta del
traductor desvelando la mala fe con que había actuado el articulista. En
resumen: entre la publicación del Finnegans y
la de la reseña no mediaba tiempo suficiente para leer a fondo el libro, por lo
que difícilmente pudo formarse una idea precisa de la calidad y el acierto
generales.
Zabaloy publicó el intercambio
de correos y cómo Serra Bradford utilizó los ejemplos que le brindó para
usarlos de cuerda para ahorcarlo. El traductor no tenía en su agenda morir ese
día ni de esa manera y dejó al desnudo la mala fe del crítico. A éste no le
quedaba otra que justificar su tropelía y lo hizo encadenando sofismas, golpes
en el pecho –«la ingenuidad propia es incapaz de proyectar el alcance del
candor ajeno»– y lugares comunes: no había tiempo de leerlo completo
persiguiendo los chistes encerrados ahí por un «bromista de ocasión» y, más, el Finnegans es en sí interminable. No
obstante, ya en las primeras páginas encontró «cuestiones básicas» que lo
«alejaron» de la nueva versión, que, dicho sea de paso, es intraducible…:
imposible es también reproducir la musicalidad del original; no se puede leer
una traducción pensando en el original para entender algo. Otro profesional
encajó muy sagazmente la trayectoria profesional de Zabaloy en su empeño
autodidacta de traducir a Joyce: posee la «capacidad de comprender sistemas muy
complejos, y de resolver con solvencia en lo concreto».
Del ir y venir de artículos me
interesó la posibilidad bien aprovechada de debatir, incluso cuando interviene
la mala fe, que brinda Internet –esta polémica difícilmente sería rentable para
una publicación especializada de pago–, medio que favorece la intervención de
comentaristas extranjeros, como el de los traductores que a pie de post celebraban
la iniciativa de Zabaloy en su particular versión –«completa, valerosa, valiosa
y entregada: exigente consigo misma»–, subrayando su cercanía al espíritu de
Joyce en la libertad de adaptar a la propia cultura una obra experimental
«escrita en un extraño idioma políglota que puede incluir palabras en inglés,
polaco, serbocroata e incluso persa, entre otras lenguas».
La atinada reflexión de Román
García Azcárate, traductor y colaborador del suplemento Ñ, cerró
la polémica, que había permitido «reflexionar sobre cuestiones centrales de la
traducción literaria en general», esto es: «las eventuales fronteras entre el
autor original y el intérprete, los derechos individuales y los comunes a
ambos, la cercanía a la literalidad y la transposición de lo
intangible, las exigencias a menudo contrapuestas que plantean la fidelidad
incondicional y la buena literatura».
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