No leí a la polaca Olga Tokarczuck, pero, como en el caso de su compatriota Wisława
Szymborska (Premio Nobel de Literatura 1996), a quien antes del premio tampoco había leído, espero sea buena. Y sí leí al austríaco Peter Handke, sin duda un escritor mayor, autor de no pocos libros memorables. Una y otro acaban de ganar los Premios Nobel de Literatura correspondientes a 2018 y 2019, respectivamente.
Sin embargo, hoy, desde temprano, hubo que asistir, una vez más, a los reclamos de periodistas del universo de la lengua castellana desairados por esta nueva elección del Premio Nobel de Literatura que no se avino a sus deseos. Deseos, que hay que agregar, en la mayor parte de los casos son directamente proporcionales a una educación más bien ramplona, a un nivel de información limitado y a una agenda marcada por los grandes grupos editoriales en lugar de por la literatura misma.
Por caso, ese tipo del pésimo noticiero de Canal 13, al que llaman "Dexter", reclamó airadamente porque el jurado del Nobel había desoído algo así como el mandato popular (como si el Nobel alguna vez se hubiera guiado por ese criterio), dedicándose a rescatar a escritores ignotos (al menos para él). ¿Nadie le dijo que el Premio Nobel no sigue las reglas de los reality shows pedorros, de esos que inundan las pantallas de nuestros televisores?
Pero, dejando de lado a toda esa sufriente cáfila que ya en su momento se rasgó las vestiduras porque, en 2016, los del Nobel premiaron a la extraordinaria escritora bielorrusa Svetlana Alexievich (una cronista hasta entonces ignota en castellano), o porque en 2017, le concedieron el premio al estadounidense Bob Dylan (las reacciones de españoles y latinoamericanos contrastaron notablemente con la de los anglosajones, que celebraron la justicia de ese premio), lo que habría que preguntarse es si ganar el Nobel de Literatura, más allá del enorme beneficio que le trae al premiado en plata, en difusión de su obra y en traducciones, tiene alguna importancia.
¿Quién podría sentirse orgulloso por entrar a una lista que incluye, entre otros a los españoles Jacinto Benavente o Camilo José Cela, al indio Rabindranath Tagore o al inglés Winston Churchill? A esa luz, tengo la impresión de que atribuirle tanta autoridad y sapiencia a un grupo de suecos, y discutir si su opinión es infalible o no es un tanto exagerado y que el fallo anual de ese premio no debería ser motivo alguno de queja.
¿No sería en todo caso mejor estar en esa otra lista donde también están James Joyce, Ezra Pound, Marcel Proust, Fernando Pessoa, Francis Scott Fitzgerald, Francis Ponge, Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Tomas Bernhardt, Enrique Lihn, o Juan José Saer; o sea, los que nunca ganaron el Nobel?
Entonces, ¿cuál sería el problema de que, no un jurado internacional que lo haya leído todo, sino un grupo de suecos que leyó lo que se tradujo al sueco ese año, determine cuál es el escritor o escritora más importante en ese momento dado del calendario?
¿No sería en todo caso mejor estar en esa otra lista donde también están James Joyce, Ezra Pound, Marcel Proust, Fernando Pessoa, Francis Scott Fitzgerald, Francis Ponge, Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Tomas Bernhardt, Enrique Lihn, o Juan José Saer; o sea, los que nunca ganaron el Nobel?
Entonces, ¿cuál sería el problema de que, no un jurado internacional que lo haya leído todo, sino un grupo de suecos que leyó lo que se tradujo al sueco ese año, determine cuál es el escritor o escritora más importante en ese momento dado del calendario?
Todos los premios suelen seguir lógicas caprichosas. Por caso, ahí está el Cervantes, que un año se le concede a un español y otro a un latinoamericano, como si el número de escritores españoles merecedores de ese premio fuera equivalente al de grandes escritores latinoamericanos. Todos sabemos que no es así, empezando por los mismos españoles, pero todos aceptamos esa falsa medición sin chistar. Es algo así como una tradición que ya entró en el folklore (con k y no con c). Porque si uno se lo piensa en serio, es un disparate.
Lo que nos lleva a un último punto: los premios literarios suelen ser asunto del mercado y carne de suplemento literario o página cultural, pero nada más. Luego, en el caso específico de la Argentina y el Nobel, si Borges no lo ganó (y si tampoco lo ganaron otros grandes escritores argentinos, como Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares, José Bianco, Julio Cortázar o Juan José Saer), ¿cuál sería la justicia de que lo ganara, por ejemplo y sin desmerecer sus méritos, César Aira?
En síntesis, ¿qué importancia tiene todo esto? ¿De qué manera cambian nuestras vidas esas cíclicas elecciones un tanto grotescas?
Jorge Fondebrider
Muy bueno tu comentario, Jorge. Desde ayer he pensado que valdría la pena medir el estado de una nación (en el caso que me ocupa, Hispania Paellae, ese país con ínfulas que solo sirve para ir a comer) haciendo un análisis algo sistemático de las reacciones a un premio como este. Y como se trata de una obra que conozco muy bien, que leí desde mis inicios como germanista y luego dejó de interesarme, he empezado a recoger esas reacciones hispano-mejillónicas en mi actual cuaderno de apuntes. Valdría la pena preguntarse cómo es posible que se pueda tomar demasiado en serio la prensa cultural o el mundillo académico de un conglomerado nacional en el que aún se admira a Stefan Zweig como si no hubiese existido la Modernidad del siglo XX, en el que los raseros de la más alta poesía ("alta" por lo de la meseta) se establecen a partir de las "plastilinas rimadas" (Gottfried Benn) de un Rilke... Un abrazo desde Viena.
ResponderEliminarsuscribo todas y cada una de tus palabras, camarada. inteligente y sucinta mirada sobre el nobel. y haciendo una carnicería con cortázar, podríamos decir: un premio todos los premios.
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