En varias oportunidades se ha hablado en este blog sobre las diferencias que existen entre traducir literatura para la página y traducir teatro para la escena. Volvemos a hacerlo, invitando a Ingrid Pelicori, actriz
argentina de larga trayectoria y excelente gusto a la hora de elegir los
espectáculos en los que participa. De hecho, en varias ocasiones, tradujo o
adaptó las piezas que luego interpretó (ver las entradas del 15 de marzo de 2011 y del 4 de octubre de 2017). El Agamenón,
de Esquilo, pieza en la que actúa con Osmar Núñez y dirección de Manuel Iedvabni y Pablo Flores Maini, actualmente en cartel –todos los sábados de noviembre, en el teatro
La Comedia (Rodríguez Peña 1062), a las 20 hs.– es, a la fecha, su último
trabajo. sobre cuya adaptación reflexionó en los siguientes términos.
Versionar a
Esquilo
Solo
porque un director muy querido y respetado por mí, Manuel Iedvabni, me lo
pidió, me arrojé a la tarea de hacer una versión de Agamenón, de Esquilo. Yo no puedo traducir del griego antiguo,
desde ya. Pero sí tengo una considerable experiencia en hacer versiones para la
escena, incluso de autores clásicos.
No
tuve más remedio que reunir todas las traducciones castellanas que encontré, y
también consultar alguna versión inglesa y otra francesa. Lo primero era estar
segura sobre el contenido, digamos los significados.
Dejo
de lado la cuestión de los cortes realizados, especialmente en los textos del
coro, según la indicación del director de obtener una versión fiel al original,
en la medida de lo posible, pero a la vez dinámica, activa, de resonancia
contemporánea.
Como
siempre que se hace una versión o traducción para la escena, esta debe estar en
consonancia con la mirada del director y con la concepción general del
espectáculo, que es el marco en el que adquiere su sentido. En este caso, la
consigna era atender a la resonancia contemporánea pero sin forzar el texto en
lo más mínimo. En cuanto al siempre delicado asunto del “tú” o el “vos”, como
en otras versiones que hice de clásicos, opté por buscar formas o conjugaciones
que no discriminen entre ambas, de modo que no resalte la porteñidad del “vos”,
ni tampoco la ajenidad del “tú”, que en nuestras bocas de actores argentinos
suele resultar impostado y artificial.
En
cuanto a los procedimientos de lenguaje me propuse preservar su carácter
poético, su profundidad y su complejidad, pero atendiendo a recrear un lenguaje
que pueda ser dicho y encarnado por un actor de hoy y de acá –y también
comprendido por un espectador nuestro.
Para
un actor –y esa es mi verdadera profesión–, ésta no es una tarea complicada. Nuestro
trabajo consiste en ligar un lenguaje a un cuerpo. Sabemos –nuestro cuerpo,
nuestra boca sabe– qué palabra o qué formulaciones podemos encarnar con fluidez
y cuáles no. Y no me refiero a caer en un lenguaje cotidiano, llano, o porteño.
Me refiero al tipo de lenguaje poético que admite el escenario o la oralidad. Pero
de esto poco puedo hablar. Ya lo dije, es más bien un saber de mi cuerpo.
El
desafío más complejo en este caso, fue el de trabajar sobre cierta musicalidad.
Sin pretender un trabajo rítmico de regularidad rigurosa, y mucho menos una
versificación rimada –según entiendo la rima es un “invento” muy posterior–, sí
procuré que el texto tuviera una música, tal vez más marcada en los coros, pero
siempre sostenida.
¿Qué
música? Una que fue escuchando mi oído. O que se me fue revelando. Arbitraria,
seguramente. ¿Por qué esa y no otra? No hay respuesta. Seguramente es un gusto
personal. Es la que a mí se me fue revelando necesaria para recrear el tono
general del texto. Y para producir un corrimiento del lenguaje cotidiano, pero a
través de un artificio sutil.
Pero
eso sí, esa musicalidad arbitraria, una vez creada o surgida, reclamó el
trabajo riguroso de hacer de ella un sistema, de preservar su coherencia a lo
largo de todo el material. Y ese fue para mí el desafío mayor, el causante de
los mayores desvelos.
Por
supuesto, no pretendí realizar ninguna reconstrucción arqueológica de los
procedimientos de lenguaje del original, sino simplemente aludirlos, en el
sentido de –ad ludere– jugar al lado.
Eso es, un juego. Hecho con audacia. Y sobre todo con
mucha humildad.
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