Publicado el 10 julio de este año en la revista on line Cuadernos Lírico, el artículo de Santiago Venturini
La nueva edición argentina:
la traducción de literatura
en pequeñas y medianas editoriales (2000-2019)
(segunda parte)
Editoriales traductoras
Al aislar, en el conjunto heteróclito de editoriales que conforman la
“nueva edición argentina”, a aquellas que publican títulos de literatura
traducida, el resultado es un corpus considerable, aunque también altamente
heterogéneo. Se trata de sellos muy diferentes entre sí en relación con
parámetros como la trayectoria, el tamaño y, en especial, en cuanto a las
políticas de traducción, esto es, lo que eligen traducir: desde los géneros
hasta las diversas literaturas extranjeras que deciden incorporar a sus
catálogos. En la franja de las editoriales traductoras, hay algunos sellos
pequeños que se sitúan en el borde de la industria –como Barba de Abejas, una
“editorial hogareña de libros artesanales”– junto a editoriales de mayor
tamaño, integradas al mercado, como Adriana Hidalgo, El cuenco de plata,
Interzona o Bajo la Luna; editoriales surgidas en la última década, y
concentradas, sobre todo, en la traducción de ficción, como La Bestia
Equilátera, Fiordo, Sigilo (antes Páprika) y Dakota, junto a otras de mayor
trayectoria, como Losada –con un extenso fondo editorial constituido por
traducciones–, Colihue –con una amplia colección de traducciones: “Colihue
Clásica”–, Corregidor –con su colección de literatura brasileña: “Vereda
Brasil”–, Argonauta o Alción. Aparecen sellos dedicados, especialmente, a la
publicación de poesía argentina y de poesía extranjera en traducción, como Gog
y Magog, Zindo & Gafuri, Añosluz, Caleta Olivia, Audisea, Llantén, junto a
otras editoriales que excluyen a la poesía de sus catálogos y apuestan tanto a
la ficción como al ensayo en castellano y en traducción, como Mardulce o Eterna
Cadencia. Esta enumeración, lejos de ser exhaustiva, pretende mostrar la
heterogeneidad del sector.
Mientras que
algunas de estas editoriales crean colecciones ad hoc para
sus traducciones –“extraterritorial” (El cuenco de plata), “Narrativas”
(Adriana Hidalgo), “Zona de traducciones” (Interzona) y otras en vías de
consolidación como “El eslabón perdido” (Mansalva) o “La nariz” (Blatt &
Ríos)–, otros sellos como La Bestia Equilátera, Godot, Mardulce, Fiordo, Caja
Negra, Gog y Magog y Bajo la Luna, agrupan sus traducciones con obras de
autores argentinos o latinoamericanos, en ocasiones en colecciones con títulos
como “Ficción” (como en Fiordo, Godot o Mardulce). El título de la colección no
siempre aparece claramente identificado en los libros. López Winne y Malumián
advierten, sobre todo en las editoriales más recientes, un cuestionamiento de
la colección, una puesta en duda de su utilidad; sostienen, junto con los
editores a los que entrevistan, que los lectores no las identifican y que
algunas editoriales se piensan a sí mismas como una gran colección (2016:
47-49). Así, en una breve caracterización, sus directores describen a Fiordo
como una “editorial de ficción y no ficción. El catálogo apunta a desdibujar
las divisiones establecidas entre textos en español y textos en otras lenguas,
y entre textos contemporáneos y textos no contemporáneos, para proponer
itinerarios de lectura novedosos…” (FED 2018: 35).
Es posible
reconocer ciertas recurrencias en el modo en que estos sellos piensan y
practican la traducción, sin por eso perder de vista la idiosincrasia de cada
proyecto. Es indudable que las traducciones están “marcadas” (Bourdieu 2002)
por los sellos que las publican: por su inserción en una colección y en un
catálogo que siempre es un constructo atravesado por ciertas supuestos y
concepciones de lo literario, así como también por el modo en que el libro es
un objeto que lleva inscripta, en su configuración –en los diferentes
emplazamientos paratextuales, por ejemplo–, una lectura más o menos difusa. A su
vez, la práctica de la traducción está ligada a la posición que esos sellos
ocupan en un campo editorial, la cual condiciona incluso las elecciones de los
textos a traducir y las estrategias de traducción, cuestión que Bourdieu
analizó en un exhaustivo estudio sobre el campo editorial francés (1999). En
otros trabajos (Venturini 2017a y 2017b)
señalamos algunas de las regularidades que registra la práctica de la
traducción en estas editoriales, reconocimos en las “políticas de traducción”
(Sapiro 2009; López 2013) –definidas a grandes a rasgos como las elecciones y
decisiones, pero también las coacciones, que dan forma a lo traducido– algunos
rasgos comunes que se relacionan, al mismo tiempo, con cierta ideología de la
edición compartida por estos sellos, así como también con la dinámica de un
“mercado mundial de la traducción” (Sapiro 2008) que impone ciertas
restricciones a las editoriales menos poderosas. Esos rasgos, que volverán a
aparecer más adelante, se relacionan, por ejemplo, con la elección de las
lenguas de traducción –además de las lenguas centrales como el francés o hiper
centrales como el inglés, la inclusión en los catálogos de autores de lenguas
“raras” o “menores”, como el checo, el coreano o el finlandés–, o con la
importancia de los subsidios a la traducción, facilitados por Institutos de
literatura, fundaciones y otros organismos pertenecientes a diferentes países
que alientan financieramente la circulación de sus literaturas.
La traducción
aparece, entonces, como un recurso valioso para el diseño de los catálogos, aun
si implica un proceso más complejo y costoso, una
inversión mayor en términos económicos y de tiempo: exige la adquisición de
derechos, el agregado de un intermediario fundamental en la cadena de
producción del libro –el traductor– y un mayor trabajo de revisión y
corrección. Toda traducción “es el fruto de una política y de un proceso de
toma de decisión que implica una inversión suplementaria” (Sapiro 2012: 26).
En un nivel
superficial, la importancia de la traducción obedece
a una razón tan obvia como fundamental: el acceso a otras tradiciones
literarias extranjeras. Por más legítima que sea, este fundamento cultural es
insuficiente. En términos editoriales, la traducción puede explicarse como una
elección estratégica frente a la publicación de autores locales, una práctica a
la que se dedica gran parte de las editoriales. Sellos como Mardulce, Bajo la
Luna, o Adriana Hidalgo, que pueden ser definidos como editoriales traductoras,
dedican una fracción importante de sus catálogos a la difusión de la literatura
argentina, en especial a la promoción de autores del siglo XX y, sobre todo, a
autores actuales. Luis Chitarroni, director de La Bestia Equilátera, que cuenta
con un catálogo conformado en su mayor parte por traducciones, hizo referencia
en una entrevista a la decisión de dejar de publicar literatura argentina: “La comprobación, además, fue que estábamos en un terreno en el que
había mucha competencia. Hicimos un par de reediciones y hay muchas editoriales
ahora que se dedican exclusivamente a reeditar literatura argentina”
(Libertella 2016).
Catálogos razonados
Una cuestión central para comenzar a caracterizar la práctica de la
traducción en las pequeñas y medianas editoriales es la revalorización del
catálogo. El catálogo es el dispositivo que permite construir lo que Gilles
Colleu denomina la “identidad de la editorial” (2008: 113). Esto no quiere decir que los grandes sellos no diseñen sus
catálogos, pero en las pequeñas y medianas editoriales, en parte por una
cuestión relacionada con la dimensión del proyecto, la cantidad de ejemplares
publicados por año y, en especial, la voluntad, explicitada más de una vez por
los editores, de ofrecer una propuesta estética autónoma, el catálogo adquiere
un peso indiscutible. Si el catálogo tiene tal
trascendencia no es sólo por presentar una serie de elecciones, materializadas
en una selección de títulos y nombres de autor, sino por la coherencia que dichas
elecciones expresan. Como lo señala Anne Simonin: “el
catálogo es un instrumento cuyo interés sólo se evidencia plenamente en el
marco de microestructuras editoriales, donde un número reducido de individuos,
cuando no uno solo, llevan a cabo elecciones editoriales de gran coherencia
tanto sobre el plano literario como político” (2004: 120). Es cierto que la
coherencia no es una propiedad espontánea –existen catálogos incoherentes–;
aunque sí es una cuestión a la que muchos de los pequeños editores le otorgan
especial relevancia. Tanto es así, que Damián Tabarovsky critica, en las
editoriales independientes, la creación de un “nuevo monstruo”: el “Editor
Rey”, “el que supone que el catálogo es su obra, que cada libro que edita es un
capítulo de una gran novela, que es su fondo editorial. Los editores no tienen
obra. Obra tienen los autores” (2018: 67).
El diseño de un catálogo se basa, en casi todos los casos, en la
repetición, en cierta recurrencia: de las mismas lenguas de traducción, de
nombres de autor, de géneros, de determinadas estéticas literarias, etc.;
aunque también es cierto que, como lo señalan López Winne y Malumián: “la
coherencia no está limitada a publicar lo mismo, sino a trazar líneas de
intercambio entre los distintos textos. Esto muchas veces implica publicar dos
libros que discuten entre sí, para enriquecer la aproximación a un tema” (2016:
5). En las pequeñas y medianas editoriales que
publican literatura este contrapunto puede demostrarse, aunque se vuelve más
manifiesta la continuidad entre los títulos, una coherencia construida desde la
similitud, cuestión que queda claramente expuesta, por ejemplo, en la política
de autor que practican estos sellos, esas “bibliotecas de autor” constituidas o
en proceso de constitución: los numerosos títulos de Pascal Quignard o Henry
James en El cuenco de plata; los títulos de Kurt Vonnegut o Muriel Spark en La
Bestia Equilátera; los de Stephen Dixon en Eterna Cadencia, los títulos de Jean
Marie Gustave Le Clézio en Adriana Hidalgo. Esta recurrencia de un nombre de
autor extranjero en el catálogo, su traducción reiterada, resulta trascendente
para la identidad de una editorial, proyecta cierta similitud entre ese nombre
y la editorial que lo publica, que no obstante debe ser relativizada.
Esta cuestión está en relación con otro hecho ya señalado: la
especialización de los catálogos. En esta especialización puede leerse la
voluntad de encontrar un “nicho” que permita individualizar un proyecto
editorial. Al mismo tiempo, la especialización implica, como lo ha señalado
Bourdieu (1999) la apropiación de territorios dejados de lado por los grandes
grupos editoriales. Un caso es el del joven sello Dobra Robota, fundado en
2016. En el Catálogo
de editoriales & librerías de la Feria
de Editores de 2018, se lee: “Editorial de literatura,
teatro y música. Nuestro objetivo es movernos por los vacíos editoriales que
hay en Argentina y generar nuevas traducciones al español rioplatense de
autores laterales. Nuestro catálogo comenzó con una colección de literatura
polaca del siglo XX y estamos trabajando en una colección de música” (FDE 2018:
33). En la descripción aparecen dos intereses específicos: la música y una
literatura extranjera poco difundida en Argentina, un “vacío editorial”, la
literatura polaca, a través de traducciones como Las tiendas color canela y Sanatorio
La Clepsidra de Bruno Schulz2, Obra sin nombre, de Stanislaw I. Witkiewicz y Mierda. Antibiografía, de Wojciech Kuczol. En una
entrevista, Gabriela De Mola, directora de la editorial, afirma: “el nicho un poco se construye. Hay literaturas canónicas, pero
están más digeridas que otras que están por descubrirse. Es simplemente
ampliar un poco el espectro, ver qué pasa en otros países, qué se dijo, se
dice y qué se puede decir a partir de su circulación” (Urdapilleta
2016). En ocasiones, estos “vacíos editoriales” son llenados por más de un
sello. En el caso de la literatura polaca, es necesario mencionar la
“Biblioteca Gombrowicz” de El cuento de plata (con títulos como: Teatro completo, Diario,
Pornografía, Peregrinaciones argentinas, Diario argentino, Cosmos, Trans-Atlántico, entre otros), algunos títulos de Adriana Hidalgo (como, otra vez,
el Diario
argentino de Gombrowicz o Variaciones postales de Kazimerz Brandys), y otros de Interzona, como Algunas
noches fuera de casa, de Tomasz Piatek y El congreso de futurología y Memorias de una bañera de Stanislaw
Lem. No obstante, queda claro que el objetivo de ciertas editoriales es llenar
ese vacío de forma sistemática, a través de nuevas traducciones directas, lo
que es percibido como un valor, cuestión a la que volveremos más adelante.
La especialización de los catálogos se manifiesta en esos puntos de
inflexión en el que las elecciones se vuelven claramente específicas y se
sostienen en una serie de títulos. Es lo que sucede con las literaturas de
lenguas periféricas, que tienen una circulación reducida en el “sistema mundial
de traducción” (Heilbron 2009). En otros trabajos (Venturini 2017a y 2017b) marcamos la importancia de estas lenguas –el finlandés, el checo,
el coreano, el esloveno, el neerlandés, el chino– como recursos para la
construcción de una idiosincrasia editorial, un nicho, aun en el espacio de
catálogos que no dejan de publicar obras traducidas de lenguas centrales en el
sistema mundial de la traducción, o hiper centrales, como el inglés. Es lo que sucede, por ejemplo, con la serie de títulos de poesía
eslovena en el catálogo de Gog y Magog. La serie, inaugurada con la publicación
de una Antología de la poesía eslovena en 2006, continuó con la traducción de títulos de autores
como Simon Gregorčič (1844-1906), Alojzij Gradnik
(1882-1967), Edvard Kocbek (1904-1981), Svetlana Makarovič (1939), Brane
Mozetič (1958), Aleš Debeljak (1961), Alojz Ihan (1961), Peter Semolič (1967),
Primož Čučnik (1971) y Jana Putrle Srdić (1975). En
el caso de Bajo la Luna, la inflexión del catálogo se advierte en la presencia
de una “Serie coreana” (dirigida por Oliverio Coelho) que incluye a poetas –Hwang Ji-Woo (1952), Choi Seung-Ho (1954) Mu-san Baek (1954)–, y narradores –Yun Heung-Gil, (1942),
Seongdong Kim (1947) y Han Kang (1970)– pero
también otras obras de referencia, títulos que promueven un conocimiento de esa
literatura, como 15
códigos de la cultura coreana de Kim Yeolgyu
o Historia de la literatura
coreana del siglo XX, de Lee Nam-ho, Wu Cjan-je,
Lee Kwang-ho y Kim Mi-hyun (Venturini 2014).
Títulos traducidos de lenguas orientales como el chino y el japonés
aparecen en los catálogos de otros sellos, como Adriana Hidalgo (Una pizca de maldad, de Ah yi; El invisible, de Gei Fei; una antología
titulada Después de Mao. Narrativa china actual, En construcción,
del japonés Mori Ogai y El Libro de la almohada, de Sei Shônagon), Eterna Cadencia (El
mapa calcinado y Los
cuentos siniestros, de Kobo Abe), además de,
nuevamente, Bajo la Luna (El libro del haiku, antología preparada por Alberto Silva, y Murciélagos al atardecer, del poeta chino
Xi Chuang) y Gog y Magog (Un país mental. 100 poemas
chinos contemporáneos). En el caso de estas lenguas la
figura del traductor adquiere mayor espesor, debido a que no sólo actúa como
tal, sino que también ejerce las funciones de un importador: traduce, pero al
mismo tiempo construye un saber sobre la literatura en cuestión para los nuevos
lectores (de allí la importancia del formato antología). Es lo que sucede con
Miguel Ángel Petrecca, traductor de chino y uno de los editores de Gog y Magog,
quien ha firmado las traducciones de esa lengua publicadas por Adriana Hidalgo,
Bajo la Luna y su propio sello. Petrecca preparó, además, las dos antologías
antes mencionadas, Un país mental. 100 poemas
chinos contemporáneos y Después
de Mao. Narrativa china actual, dos recopilaciones que
presentan un panorama de la literatura de ese país y aportan, desde los
paratextos, ciertas líneas de lectura.
Ahora bien, estas editoriales también traducen de lenguas que tienen una
importante tradición en las prácticas de traducción en Argentina, como el
francés (presente en los catálogos de Dedalus, Mardulce, Colihue, Adriana
Hidalgo, Alción, El cuenco de plata, Eterna Cadencia, entre otras), el italiano (El Cuenco de plata, Mardulce, Gog y Magog, Fiordo), el portugués
(Corregidor, El cuenco de plata, Adriana Hidalgo, Mardulce, Dakota,
Letranómada, Interzona) y el alemán (Adriana Hidalgo, Serapis, Eterna Cadencia,
La Bestia Equilátera, Interzona). Estas lenguas son proveedoras de títulos de
escritores contemporáneos, pero también de clásicos. Los clásicos, presentes en
catálogos como los de Adriana Hidalgo, Interzona, Eterna Cadencia, Fiordo o La
Compañía, demuestran que son un tipo de título transversal, que no solo aparece
en colecciones específicas. La publicación de clásicos presenta algunas
ventajas económicas para las pequeñas y medianas editoriales –no pagan derechos
de traducción y su traducción puede ser fácilmente subsidiada por diferentes
instituciones–, al mismo tiempo que simbólicas, debido a que el clásico es
siempre un título más seguro, avalado por su prestigio transnacional (Venturini
2018).
Prácticamente todas las editoriales mencionadas traducen títulos del
inglés. El inglés ingresa de diversos modos en los catálogos, según lógicas y
motivaciones diferentes, pero existen ciertas regularidades. Por un lado, hay
editoriales que traducen, sobre todo, novelas de escritores ingleses y
norteamericanos ya fallecidos, publicadas a lo largo del siglo XX y legitimadas
hace tiempo por la crítica en sus campos de origen, pero que cayeron fuera de
las agendas de traducción. En el catálogo de Fiordo, esta tendencia se
manifiesta en títulos como El diván victoriano, de Marghanita
Laski (publicada originalmente en 1953), Hombres del ocaso, de
Anthony Powell (publicada originalmente en 1931) o El reloj de sol de Shirley Jackson (publicada originalmente en 1958). Se
trata, además, de primeras traducciones al castellano. La primera traducción
siempre supone un trabajo de revalorización de lo traducido, y estas
editoriales reivindican este trabajo de rescate como una misión propia –por eso
la primera traducción de Hombres del ocaso constituye, en
la contratapa, “un verdadero acontecimiento editorial”–. No obstante, en el
catálogo de Fiordo no sólo hay primeras traducciones al castellano, como se
advierte con la reciente publicación de La sequía (1965)
de J. G. Ballard, en traducción de Luis Domènech, seudónimo de Francisco “Paco”
Porrúa, editor de la mítica Minotauro, donde la novela de Ballard se publicó en
1979. Asimismo, es necesario mencionar el título más exitoso de Fiordo: la
novela Stoner (1965), de John Williams –que actualmente va por su “undécima
edición”, desde que apareció en 2016–; texto que, antes de llegar al catálogo
de la editorial porteña, había sido traducida al castellano y a otras lenguas
como el francés, el italiano, el catalán y el alemán (Venturini 2017b).
La Bestia Equilátera (LBE) es uno de los sellos que más autores anglófonos
traduce. En una entrevista, su director afirma: “el país que más me interesa es
el pasado” (Libertella 2016), una declaración relevante para comprender muchas
de las elecciones de LBE: no sólo títulos como Roxana de
Daniel Defoe –traducida al español por primera vez– sino también las novelas de
Arthur Machen, P.H. Hubbard, H.C. Lewis, Charles Williams, Ivy Compton-Burnett,
entre otros. El catálogo de LBE está conformado por “libros
extraños que eran descatalogados o tratados muy negligentemente” (Gigena 2016),
escritos por “autores injustamente olvidados”
(FDE 2018: 39). Es lo que sucede, por ejemplo, con El caballero que cayó al mar, de H. C. Lewis. En la contratapa se lee: “El caballero que cayó
al mar es una obra maestra que el exceso de oferta del mundo editorial (no el
exceso de obras maestras) mantuvo hasta hoy en el olvido. Con esta primera
traducción al castellano, celebramos su rescate”. En la definición, la crítica
al estado actual de las prácticas editoriales hegemónicas se combina con el
alance de la traducción: un acto de justicia, un trabajo de reivindicación que
rescata de tradiciones literarias extranjeras a autores del pasado que se
vuelven, en el pasaje de una lengua a otra, un descubrimiento. No obstante, el
catálogo de LBE no puede ser definido sólo en los términos de esta tarea de
rescate, sino que, como todo catálogo, inaugura otras líneas, tiene cierta
heterogeneidad, publica policiales o thrillers (Dan J. Marlowe,
Elliott Chaze), novelas góticas (Michael McDowell), y también “una de las
promesas de la literatura estadounidense actual” como Jesse Ball.
En los catálogos, el inglés también es la lengua de la novedad –en un
sentido superficial del término–. Un caso interesante es el proceso de
importación de la denominada Alt Lit norteamericana –literatura alternativa,
literatura indie o hipster, entre otras denominaciones–. Ese proceso fue llevado a cabo exclusivamente por un conjunto de pequeñas
editoriales locales, y no podría haber sido de otro modo, dados los rasgos
formales de las escrituras Alt Lit: un estilo, al mismo tiempo, lacónico y
descuidado (enunciados breves, errores tipográficos y de puntuación, sintaxis
errática), en sintonía con la “lengua de internet”. Entre 2012 y 2015 –cuando
en Estados Unidos el interés por la Alt Lit comenzaba a mitigarse–, las
editoriales Triana, Dakota, Interzona, Metalúcida y una pequeña editorial
entrerriana de poesía, Gigante, tradujeron títulos de los autores más
importantes de este fenómeno: Tao Lin, Megan Boyle, Noah Cicero y Sam Pink. Existe una especie de homología
entre el contexto editorial de la Alt Lit y el de sus traducciones, ya que la
mayor parte de las obras de estos escritores circularon en editoriales
independientes norteamericanas como bear parade (editorial digital), Melville
House o Lazy Fascist Press. Aunque es necesario notar que, a través de su
traducción, la Alt Lit se transformó en Argentina en un fenómeno específicamente editorial, ligado al
libro como soporte, cuando en realidad muchos de estos textos fueron publicados en y circularon a través de diferentes
plataformas virtuales o en editoriales
de libros digitales. En 2014, la antología Alt Lit. Literatura
norteamericana actual, compilada y traducida por
Lolita Copacabana y Hernán Vanoli para la editorial Interzona, consolidó esa
constelación de títulos aparecidos en otros sellos y, como toda primera
antología, instaló a la Alt Lit como una tendencia que contó posteriormente con
otras traducciones. Este proceso, que podría ser analizado de modo más
exhaustivo (Venturini 2018), relativiza esa idea de que en las pequeñas y
medianas editoriales literarias la traducción es, sobre todo, una tarea de
rescate de textos del pasado y da cuenta de la atención hacia nuevas formas de
escritura.
En casi todos los casos, las pequeñas y medianas editoriales publican
traducciones directas. La traducción indirecta fue una práctica corriente en
diferentes momentos de la historia editorial argentina, como vía de acceso a
literaturas en lenguas periféricas que contaban con escasos traductores. Es lo
que sucede en las colecciones populares de literatura traducida que aparecieron
durante las primeras décadas del siglo pasado, como “La Biblioteca de La
Nación” (López 2008: 30), pero también en editoriales fundamentales que le
asignaron a la traducción un lugar central en sus catálogos, como el Centro
Editor de América Latina, donde las traducciones indirectas fueron una
estrategia provocada por la escasez de recursos económicos, en el marco de un
proyecto editorial de alcance popular (Falcón 2017: 261). En las pequeñas y
medianas editoriales la traducción indirecta es una práctica casi inexistente,
por ser considerada poco profesional; estos sellos ven en las versiones
directas, en especial de aquellas lenguas “difíciles”, un valor.
Es interesante, desde este punto de vista, revisar el caso del ruso como
lengua de traducción. Los autores rusos
circularon tempranamente en Argentina, desde principios de siglo pasado,
gracias a colecciones de literatura traducida que ya se mencionaron, aunque esa
circulación se dio a través de traducciones indirectas, en general del francés.
Si en la actualidad todo parece indicar que el ruso sigue funcionando como una
“lengua de clásicos”, debido, entre otras razones, al monopolio español de los
derechos de traducción de autores rusos contemporáneos, algo que ha sido
señalado por uno de sus traductores en una entrevista (Venturini 2015), es
necesario remarcar una modificación sustancial: la aparición, en diversos
catálogos, de una considerable cantidad de retraducciones y nuevas traducciones
directas del ruso, firmadas por traductores como Irina Bogdaschevski (fallecida
en 2016), Luisa Borovsky, Fulvio Franchi, Omar Lobos, Alejandro González y
Eugenio López Arriazu. En los últimos años, estos traductores consiguieron
revitalizar la presencia de la literatura rusa en Argentina.
Sin dudas, el ruso continúa ligado a los clásicos decimonónicos, como es
posible advertir al repasar los autores incluidos en la extensa colección
“Colihue Clásica” (Dostoievski, Turguéniev, Pushkin, Chéjov) o en la incipiente
“Clásicos Galerna” (Dostoievsky, Chéjov), pero también en otros catálogos como
el de Adriana Hidalgo (Turguéniev) y La Compañía (Turguéniev, Chéjov3). Fuera de
este núcleo duro de nombres, se traducen otros autores de diferentes
generaciones: Mijaíl Bulgákov
(1891-1940), aparece en el catálogo de Libros del Zorzal; Vladímir Maiakovski (1893-1930) y Vasil
Bykov (1924-1930), en Blatt & Ríos; Mijaíl
Lermontov (1814-1841), Marina Tsvietáieva (1892-1941) y Sergéi Dovlátov
(1941-1990), en Añosluz (cuya colección
“Traducciones” está conformada, hasta el momento, por cinco títulos de estos
tres autores). La editorial Dedalus, que cuenta
entre sus editores con un traductor de ruso –Eugenio López Arriazu– publicó otros títulos como Aún más lejos en la nieve, una
antología del poeta Guennadi Aiguí (1934-2006) y Todos quieren ser robots, del poeta Fiódor Svarovski (1971). Como
es posible advertir, el ruso comienza lentamente a diversificarse como lengua
de traducción. Los traductores antes nombrados, además, son los que firman
todas las traducciones que acaban de mencionarse.
La lengua de las traducciones, modelada por diferentes estrategias que
responden a representaciones y supuestos sobre la lengua y sobre la traducción
vehiculizados por los traductores y, en especial, los editores, presenta
variaciones de una editorial a otra y exige un estudio pormenorizado que no
emprenderemos ahora. No obstante, es posible advertir que el posicionamiento de
los editores con respecto a la lengua de la traducción se encuentra en clara
relación con la percepción que tienen de su propio proyecto editorial, pero
también con el lugar de ese proyecto en el campo de la edición. Lejos de
constituir posicionamientos rígidos o esquemáticos, existe un contraste
ostensible entre editoriales que se auto definen de forma diferente. Gabriela
de Mola, directora de Dobra Robota, sello ya mencionado por sus traducciones de
literatura polaca, explica la decisión de traducir a Bruno Schulz, un autor ya
traducido en Argentina, pero sobre todo en sellos españoles como Siruela, en
los siguientes términos:
[…] la idea de generar una nueva
traducción me pareció bastante natural, poco descabellada. Simplemente
había que encontrar un tono más ameno, más local. No hay una variante
mejor que la otra, el español de España hoy en día es tan solo una variante más
entre todas y no es necesariamente la que hay que seguir porque sea la
“más correcta”. El voseo se usa en varios países de Latinoamérica. No hay
que pensar que en otros lugares no van a entender qué significa
(Urdapilleta 2016).
(sigue mañana)
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