La escritora y traductora española María José Furió nos ha acostumbrado a una lucidez sin mella, que raramente se encuentra en los colegas, como puede comprobarse leyendo la siguiente entrada que escribió especialmente para este blog.
La cultura gratuita no es gratis
He leído
con interés los artículos que ha publicado el blog en los últimos días en torno
al debate suscitado por la propuesta de ofrecer descargas gratuitas de obras de
autores aún vivos como “respuesta extraordinaria a un hecho extraordinario (y
blablabla).
En
España no ha habido debate, que yo sepa. Durante unos días hubo cierto revuelo
cuando la editorial Anagrama anunció que permitía descargar gratuitamente unos
títulos concretos de autores de la casa, para aliviar el confinamiento de los
lectores. Enseguida otras editoriales, incluidas las de las dos grandes
corporaciones, aparecieron con sus respectivos “regalos”. Protestaron las
librerías, obligadas por la cuarentena a cerrar sus puertas y a fiarlo todo –o
casi todo– a la venta en línea.
Algunas
editoriales alegaron que liberaban títulos ya imposibles de encontrar en librerías
–tampoco, se supone, en plataformas, salvo, quizá de segunda mano–: ensayos
sobre cine, televisión, cultura pop y sus personajes; las grandes editoriales
ofrecían sobre todo bestsellers que
los lectores podían almacenar ahora en sus dispositivos. En el primer caso sí
cabe considerarlo un acceso a una obra minoritaria –si quedan cinéfilos y
estudiantes de audiovisual a estas alturas–; en el segundo caso, algunos de los
autores han ingresado royalties en
cantidad suficiente hasta para darse el capricho de celebrar “los quince” de la
mascota. Se presta más al debate la oferta de Anagrama y de editoriales de
perfil y envergadura similar.
Aquí
se produce lo que llamo “el discurso virtuoso”: se exhibe un acto de virtud –
ofrezco acceso gratuito a unos títulos publicados hace pocos años, de autores
conocidos, y así pongo la cultura a disposición de toda la población– que
persigue un fin comercial. Cuatro si no los cinco de los escritores elegidos,
latinoamericanos y españoles, publican libro nuevo este mismo trimestre. En el
caso de los dos españoles, Sanz y Torné, la novedad forma parte de una serie y
el que se ofrece en descarga gratuita –durante unas pocas semanas– no tuvo el éxito
comercial esperado (según señalaron en su momento páginas de cultura). Como
estrategia comercial no puede ser más básica –y, seguramente, inobjetable–: se
da impulso a un producto parado a la vez que se conecta el nombre del autor,
que circula en las páginas de cultura que anuncian la iniciativa editorial, con
ese título nuevo del que se ha hablado recientemente en la misma sección
del diario y otras plataformas. El autor
parece, además, dadivoso y altruista.
El quid de la cuestión en este asunto no es
qué se regala sino si de verdad es gratuito y quién gana y quién pierde.
Ni siquiera por sectores el daño y el
beneficio es el mismo: no pierde lo mismo una librería de Barcelona conectada con
las instituciones culturales que una de Colombia. Un lector en Perú que durante
unos días puede descargarse cinco títulos de cinco escritores que la editorial
tiene como su primera línea de batalla accede así a una representación de la
literatura “normativa” actual. Al margen del placer que le procure leerlos,
accederá –en el caso sobre todo de los españoles– a unos discursos que se
presentan como modernos sin serlo, que son el destilado de un pensamiento ya de
consenso sobre temas que años atrás fueron controvertidos: la corrupción de las
élites políticas o el abuso sexual y la violación. Para llegar a ese consenso
otros escritores se rompieron la cara hace años y perdieron, entre otros
asuntos más relevantes, colaboraciones pagadas; entre ellos yo misma al
criticar por activa y por pasiva el tratamiento que los escritores jóvenes y “modernos”,
muchos de ellos profesores universitarios, daban a la prostitución, la violación
y el abuso en sus novelas o el nepotismo y clasismo que rigen en la “selección
natural” de literatos relevantes.
¿Y qué
puñetas me importa la modernidad si
delante tengo este apocalipsis de la pandemia, de mi futuro laboral, de mis
relaciones y proyectos?, preguntará más de uno. Bueno, la modernidad es lo que más debería importarnos cuando va a tocar no sólo
reinventar diversos aspectos de nuestras vidas y relaciones sino también
plantar cara a las tentaciones de control que propondrán todos los poderes.
Porque la modernidad no son las florituras y audacias estilísticas para dar
brillo a ideas trilladas o que reflejan el consenso “progresista” del momento,
sino la acción eficaz que mejor responda a los conflictos más agudos, que
llevan escondiéndose bajo alfombras de corrección política, como el derroche en
la escuela pública gratuita y la proletarización de profesionales muy
cualificados: los freelances de la
cultura.
En
otra aportación a este debate se distinguía entre la literatura cultivada sin ánimo
de lucro y que circula se diría que sin mediación económica, por y para unos
pocos insobornables, y la “industria cultural”. Como si todos los “creyentes”
en este ideal fuesen/fuésemos Beckett, santos, místicos y mártires de la
literatura dispuestos a asumir los estigmas de todas las penurias. No he sabido
encontrar en España esa literatura al margen porque el campo literario está muy
institucionalizado, atrapado entre dos fuegos, el de la industria y la
academia, y no existe una bohemia, una vanguardia. Lo que existe es la pura
pobreza más o menos vergonzante. Los “movimientos” vanguardistas que se dieron
diez años atrás eran coquetas insinuaciones para atraer a la industria y a la
academia. Eso implica, por volver al tema de los derechos cedidos o perdidos,
que el dinero en circulación, el que permite vivir de la literatura –en todos
sus aspectos, incluido el de la traducción, reseñas, conferencias, clases
universitarias–, lo hace entre pocos nombres. Luego quedan cantidades míseras –la
teoría del goteo– que llueven sobre un número amplio de literatos –diversos en
géneros cultivados, entidad, compromiso, dedicación, reconocimiento--, que
conforma el “mantillo” de todo campo cultural.
En
muchos casos, aquí y en las quimbambas, las colaboraciones gratuitas ocupan una
gran cantidad de tiempo del escritor o crítico vocacional. No supondría mayor
problema que el de organizar los diferentes tiempos si no se añadiese la cuestión
del “saqueo y pillaje” de los frutos de estas colaboraciones gratuitas, que
tampoco dan derechos de autor ni opción a subvenciones o becas, hasta donde yo
conozco. Todo el que lleva un blog más solvente que menos habrá descubierto sus
ideas y aportaciones recogidas en columnas de autores en publicaciones de gran
circulación. Esos escritores aupados como nombres de referencia necesitan
llenar columnas, reseñas, hacer declaraciones, y además escribir sus novelas
por lo que no vacilan en asumir y presentar como propias ideas y reflexiones
hechas por otros escritores o periodistas, y no los citarán a menos que la “fuente”
de la brillante idea, o hasta del chiste, arroje más brillo sobre el propio
nombre. Los vocacionales trabajan también, como si de una estúpida carrera
ciclista se tratara, para el “líder”, y cualquier escapada del pelotón se
castiga con el ostracismo y la asfixia económica. A falta de debates de calado,
lo que prolifera en España, según veo las páginas de cultura, es el lamento por
el desdén “institucional” o la publicidad de novedades.
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