Además
de ser uno de los más importantes traductores argentinos de poesía italiana (entre sus logros están Cavalcanti, Dante Alighieri, Montale, Pasolini, Pavese
y una larguísima lista de autores, que pueden consultarse en su blog Otra
iglesia es imposible), Jorge Aulicino (foto)
es uno de los más destacados poetas argentinos de la actualidad. Ganador del
Premio Nacional de Poesía 2015, es autor de Vuelo
bajo (1974); Poeta antiguo (1980); La caída de los cuerpos (1983); Paisaje
con autor (1988); Hombres en un restaurante (1994); Almas en
movimiento (1995); La línea del coyote (1999);
La poesía era un bello país. Antología 1974-1999 (2000); Las Vegas (2000); La luz checoslovaca y La nada (2003); Hostias (2004); Máquina de faro (2006);
Cierta dureza en la sintaxis (2008); Estación Finlandia. Poesía reunida 1974-2011 (2012); Libro del engaño y del desengaño (2011); El camino
imperial. Escolios (2012); El Cairo (2015); Corredores en el parque (2016); Mar de
Chukotka (2018) y
El río y otros poemas (2019) y Un
poeta griego huye de Londres (2019).
Consultado por el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires.sobre la polémica generada en torno de los derechos de autor, escribió el
siguiente texto.
Poesía y
derechos de autor
Ahora
que tanto se comparte en las redes sociales y todo el mundo parece
dispuesto a compartir en un contexto de sociabilización o conciencia
social expandido, los derechos de autor están en crisis. Los reivindican
muchos, y muchísimos los ignoran.
No
voy a entrar en la discusión de los motivos personales. Sobre todo, los de los
narradores. Están en su derecho. Hay un reconocimiento legal del derecho de
copia o reproducción: usted me quiere publicar, me paga. No lo discuto.
Mi
experiencia como autor de poesía es la siguiente:
Más
o menos a los 20 años elegí un oficio que me dio de comer, no importa cuál para
esta argumentación, pero fue el periodismo. Aproveché, más bien, una
oportunidad que se presentó en la puerta de mi casa. Mi padre, al que escuchaba
más que lo que entonces estaba dispuesto a reconocer, me había hecho consciente
de que tenía que aprender algún oficio, porque de la poesía no iba a vivir.
Desde entonces, ese fue el credo para mí. La poesía fue el impulso fantasma, el
oficio secreto, la segunda ocupación, donde los límites, reglas, modos, formas
y estructuras, derivados de una práctica de autores llamados maestros, las
elegía y disponía yo, en total libertad, por inspiración, juego o
experimentación. Entendí que era improcedente tasar el resultado de esa vigilia
e intentar que entrase en el mercado de bienes. Se despertó, con eso, un
orgullo, no lo niego, pero más allá de esa altivez había una simple moral: no
podía exigir un pago por mi mundo, por la parte del ser que no es fuerza de
trabajo y por lo tanto no se vende. Improbable y cierto, sombrío y luminoso,
eso que hacía era lo que legítimamente podía llamar un yo. De manera que allí
no valía el dinero, no había concepto de precio ni de derecho. Me bastó siempre
que mencionasen mi nombre al pie de cualquier poema que hubiese escrito y que
alguien reprodujera.
Quisiera
aclarar con esto que no tengo una posición contra el pago y recepción de
derechos de autor. La literatura se vende en el mercado y, en parte o en el
centro, esa literatura es poesía. Entonces hay derecho a pedir que la plusvalía
se reparta y tenga el autor su porción. Pero así como trato de no pagar los
libros y leerlos en línea o conseguirlos de cualquier otra forma, aun cuando
lleguen fragantes de olor industrial, de olor a imprenta, tampoco reclamo mi
pago.
Me
dijeron una vez: si de tus libros se vendieran miles de ejemplares, ¿no
reclamarías que te paguen los derechos de autor? Dije: no sé. Es totalmente
fantástica la idea de miles de libros de poesía firmados por mí y vendidos en
las librerías o como e-books. No puedo realmente imaginar que no reclamaría
derechos de autor ni que los reclamaría.
Pero
vamos al punto: nadie, excepto un reducidísimo núcleo de autores, la mayoría de
ellos muertos -y gran parte muertos hace siglos-, los poetas no venden miles de
ejemplares de sus libros. Esto es porque la poesía no se vende, según el
consabido sonsonete difundido por editores y libreros. Yo tiendo a pensar que
no se vende por las mismas razones por las que a mí no me interesa discutir los
derechos con ningún editor ni con colegas que reclaman derechos. Esa parte de
los seres humanos se trasmite por códigos imprecisos y es tan difícil venderla
cuanto abarcarla en una reseña. Mi fastidio o resistencia al hacer reseñas
proviene de lo mismo. Puedo decir quién fue o es, históricamente, un autor;
mencionar sus gustos, incluso; la afinidad con otros; situarlo según las tendencias
estéticas convencionalmente aceptadas y las cuestiones o temas que roza, pero
no puedo abarcar completamente la poesía de un libro, incluidos los libros en
prosa. Esa es la parte maldita, irreductible; el don, el potlatch
que menciona Georges Bataille. Aunque ese excedente está en todo trabajo intelectual
y manual, la poesía nace sin valor de cambio, como mero valor de uso. Y toda la
sociedad la puso en tal sitio. Los libros de poesía no se venden: los poetas
-sus principales lectores- esperan que se los regalen. La poesía se lee en las
"redes sociales" en forma de fragmentos que son en realidad dosis
convenientes (no voy a desarrollar aquí qué dosis de poesía conviene consumir
por día). Esto que el lector siente que se trasmite de un alma a otra no
podría tener precio, no lo pagaría aquel que luego citará el poema en sus
oraciones, en un momento crucial o agónico, en unas líneas dirigidas a un amor,
en una confesión, en la intimidad donde todo el universo parece latir.
Nunca
rechacé el pago de actividades conectadas a la poesía, como conferencias,
participación en mesas redondas, prólogos y contratapas, reseñas y
traducciones. Puedo sentir e interpretar de una particular manera un autor y
traducirlo, pero esa voz filtrará y asimilará lo que haya de mi propia voz en
ella. De manera que veo allí un trabajo social y económicamente mensurable. En
lo otro, no. Pura mística, quizá. Reconozco que a veces pienso que es una estupidez,
ni siquiera un sacrificio. Pero me siento libre de ese modo.
Jorge, magnífico trabajo, si bien nunca publiqué poesía, he escrito por ninguna paga en revistas que me interesaban, así que entiendo lo que decís. Abrazo, Julio
ResponderEliminarGenial: Un shock a la mandibula y una postura ganada por prepotencia de trabajo (el suyo)(como, ve plagiando a dos grandes autores que venden, que estám muertos, que no escibieron poesía. Creo)
ResponderEliminarMe alegra que ustedes, viejos colegas, estén de acuerdo.
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