La siguiente entrevista con el fallecido escrito, editor y traductor italiano Roberto Calasso (foto) fue realizada por Doriano Fasoli y, traducida por Roberto Bernal, se publicó en La Jornada Semanal, de México, el pasado 22 de agosto.
Entrevista con Roberto Calasso
El recién fallecido escritor, editor y traductor Roberto Calasso (Florencia, Italia, 1941-2021) es una de las figuras más destacadas de la literatura contemporánea, autor, entre otros títulos, de Las bodas de Cadmo y Harmonía y La ruina de Kasch. Profundo conocedor de las tradiciones occidentales, sabía francés, español, alemán, inglés y por supuesto griego y latín, además de haber estudiado sánscrito, y se le llegó a considerar “una institución literaria en una sola persona”, lo cual permea esta entrevista.
–Su abuelo materno, Ernesto Codignola, fundó la editorial florentina La Nuova Italia... ¿Cuáles han sido las figuras centrales de su formación cultural?
–En primer lugar, Bobi Bazlen, hombre inactual, un taoísta, una figura que va mucho más allá de las apreciaciones habituales acerca del hombre de gran cultura, sobre el hombre que lo sabe todo. Era alguien muy complejo, y diría que eso, su personalidad desconcertante, es lo que hoy lo mantiene vigente como hace treinta años. En aquella época se podría decir que era muy desconcertante porque estaba adelantado a su tiempo, porque se basaba en cosas que todavía no aparecían, aunque creo que hoy lo sería de igual manera. Era de un corte mental completamente diferente, no estaba formado simplemente desde el conocimiento.
–¿Ve alguna novedad real en el paisaje desértico de la cultura europea?
–Es verdad que en los últimos años no han aparecido muchas cosas impresionantes, totalmente nuevas. En el fondo, Italia es un país en una posición relativamente mejor en este sentido, porque no tenía escritores con una influencia importante como sí ocurría con los maitres del pensamiento francés, de los cuales hoy algunos están muertos (Foucault, Barthes, Lacan). Por otro lado, siempre tuvo figuras notables en la literatura, en su mayoría bastante solitarias e incomunicadas, que siempre estaban allí. Por ello, Italia no me parece que esté en la peor posición en este momento. Lo que me parece más triste es la situación alemana. Es sin duda la más decaída, porque después de la muerte de Adorno quedaron francamente atrapados: por una parte, en el terror hacia el mundo exterior y hacia toda la historia exterior, y también en su propia historia... Siguen teniendo dificultades para asimilar lo que es, por ejemplo, la herencia romántica, porque se sienten paralizados, tienen temores políticos precisamente respecto a esto; y, por otra parte, la Escuela de Frankfurt no ha dado nada útil. No creo que Habermas haya traído nada nuevo después de Adorno.
–¿A qué género literario pertenece La ruina de Kasch?
–No sabría decir... En él hay una mezcla irreductible de invención romance, de reflexión, de aforismos, de tratados...
–¿Y qué relación hay entre ella y Las bodas de Cadmo y Harmonía?
–El libro actual nació como parte de una obra que planeé en varios volúmenes, pero ignoraba exactamente cuántos serían al final. Se trata de una obra única, de la cual La ruina de Kasch es una parte y este libro otra. Pero no es algo que se trate de los lectores, sino de mí, y creo que la forma se esclareció con el tiempo. De hecho, en Las bodas de Cadmo y Harmonía se menciona que de ninguna manera está conectado con el otro libro y que debe leerse con total autonomía. Este libro nació de un primer esbozo que se remonta a principios de los años setenta; después se fue modificado y separado de un conjunto de cosas que estaba escribiendo y que formaron parte de lo que más tarde sería otro libro de esta misma obra. Lo separé porque me di cuenta de que estas cuestiones griegas tenían que ser tratadas de una manera particular, con un criterio formal, opuesto al de La ruina de Kasch, que es un libro basado en la hibridación, donde se cambia continuamente de registro, de estilo y también de tiempos cronológicos. De ese modo, dentro de la misma página, uno oscila entre los Vedas, María Antonieta y la primera guerra mundial. Esta es precisamente la esencia del libro. Mientras que en Las bodas de Cadmo y Harmonía todo es al interior de Grecia, y las referencias ajenas a Grecia se cuentan sobre los dedos de una o quizás dos manos en todo el libro, y actúan como una especie de añadidos. La razón fundamental por la que subsisten estos elementos es porque son como un rastro del tiempo pasado. Es decir, impiden la excesiva proximidad que, de otro modo, sería inevitable. Por lo demás, el estilo sigue reglas completamente diferentes a las de La ruina de Kasch. Habrá notado que no hay diferencias de lenguaje y que mantiene un tono absolutamente uniforme de principio a fin. Luego, dentro del libro, hay algunas diferencias y algunas similitudes que me parece le corresponden más al lector descubrirlas. Soy un gran admirador de la fórmula de Disraeli, never explain, y creo que eso de nunca explicar demasiado lo deberían aplicar sobre todo los escritores. Pero yo diría que son evidentes las correspondencias temáticas. La noción del sacrificio es el centro de La ruina de Kasch; incluso en Las bodas de Cadmo y Harmonía, si uno va al corazón del libro, es evidente que esta noción resulta esencial, pero es como si volcara sobre otra vertiente y otro terreno lo que sólo aparecía en la fábula de La ruina de Kasch, en el centro del libro, es decir, la noción de hierogamia y viceversa. Por eso, los vínculos son ciertamente muchos; quizá no son tan evidentes, y yo diría que corresponde esencialmente al lector descubrirlos. Son enlaces que alguien puede disfrutar encontrándolos.
–En su libro parece colocar en escena un continuo drama del conocimiento, donde el problema ya no es “desentrañar” el mito; de hecho... es una invitación de boda, si el chiste está permitido.
–Todo el mito es un drama del conocimiento, tanto del lado de los dioses como del lado de los hombres. El ejemplo más evidente de esto son los Misterios eleusinos, que no son, al menos como se ha venido diciendo, un intento humano por usurpar de alguna manera a los dioses griegos esa inmortalidad que ellos estaban tan reacios a conceder. No son esto. Son, en primer lugar –mire bien las historias que los rodean–, una crisis dentro del Olimpo. Son un momento en que la Orden del Olimpo está a punto de romperse porque ha desaparecido una niña, Core, y, si más tarde de alguna manera regresa el equilibrio (uno precario), es porque los dioses han aceptado la historia misma de Core. Lo que significa que los dioses han aceptado un contacto con la muerte (es decir con Hades, que los horrorizaba todavía más que los hombres) y que no existía antes. Esa es la novedad. Por eso los Misterios corresponden a una especie de nuevo escalón del conocimiento por parte de los dioses, antes que para los hombres, paradójicamente. Los hombres, en cierto modo, continúan, pero cuando Demetra amenaza con no hacer florecer nada, no sólo amenaza a los hombres –que no tendrían alimento–, amenaza a la Orden de los dioses, porque en un momento dado los doce tendrían un vacío: ella no regresaría más arriba... Y esta es una empresa del conocimiento que se lleva a cabo a través de hechos, a través de historias que se entrelazan (un secuestro, una promesa, un acuerdo, un retorno). De hecho, el acontecimiento más primordial del conocimiento, en Grecia, está en los Misterios, resulta precisamente su punto de referencia. Tan es así que en Platón, y en otros autores, muy a menudo la imagen del conocimiento se da a través del lenguaje de los Misterios. Pero son, ante todo, hechos divinos. Esto es algo que a menudo se nos olvida. Y, en estos eventos, los dioses necesitan la ayuda humana, así como Demetra que vaga y, en algún momento, es acogida como cualquier vagabunda en Eleusis. Así como un desconocido indica a Dionisio el camino de Hades. Los dioses mismos, en las relaciones con Hades, se encuentran en una gran dificultad, porque lo han excluido. Entonces se produce este compromiso con la muerte, que es el compromiso con la ausencia, con lo que no aparece. Todo es metafísico, francamente. Las interpretaciones modernas de estas historias son a menudo muy ingenuas, porque son historias que simplemente deben permitirse que vivan en sus elementos, y de ese modo se vuelven tan transparentes, tan ricas en significados por su propia cuenta...
–¿Cómo eran vistos exactamente los dioses por los griegos? Es un problema sobre el cual se ha escrito y discutido mucho. Su libro no es el primero en abordarlo...
–Es muy difícil para nosotros volver a entender lo que significaba para los griegos decir theós, que es una presencia indeterminada incluso antes de ser un significado. La forma más común de trivializar todo esto es entender mal el antropomorfismo griego, es decir, considerar a estos dioses como seres humanos exaltados por más poder, más belleza, etcétera. Creo que es un camino absolutamente equivocado, el mismo que han recorrido tantos en Occidente. En realidad, esa invención esplendorosa acerca de los dioses, que fue la aceptación de una figura reconocible y humana, es otra apuesta que no los aproxima más a la tierra. Es precisamente un error típico del hombre occidental pensar que el dios griego estaba más cercano, más accesible. No; es más, quizás lo más peculiar de la antigua Grecia es justamente la espantosa claridad, casi feroz, con la que se marcaba la distancia entre lo terrenal y lo divino. Y esto se volvía mucho más feroz cuanto más nítidamente se presentaban en forma humana los seres divinos con los que los hombres se tenían que enfrentar. Es decir, esta es la gran paradoja de Grecia; de lo contrario sería una versión laica de la religión, por lo que los dioses serían feuerbachianamente una proyección humana. No lo son en absoluto; es más, en las historias griegas, los hombres aparecen heridos, en ocasiones muertos y, en todo caso, incapacitados cuando tocan este límite y esta distancia infranqueable. No hay una sola huella, en ningún texto griego, de un real y mayor acercamiento de los dioses hacia los hombres cuando se presentan como figuras humanas. El hecho de ser figuras humanas es una paradoja que exalta la distancia, más que atenuarla. Esto es lo que representa el juego griego. Por otra parte, era un inmenso peligro el sólo hecho de haberse presentado, por parte de estos dioses, a través de figuras tan claras, tan
reconocibles.
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