El pasado 27 de octubre, el prestigioso e influyente diario inglés The Guardian publicó una reseña sobre la edición inglesa de la novela Nuestra parte de la noche –Premio Herralde 2019– de la argentina Mariana Enriquez (1973), originariamente editada por Anagrama, de España, que la editorial Granta, aprovechando la inminencia de Halloween –festividad asociada con el terror– acaba de lanzar con bombos y platillos, y una gran campaña promocional en el Reino Unido. En síntesis, para quien sepa leer, hay aquí una serie de “números puestos” –Premio Herralde, Anagrama, Granta– que, en el iletrado mundo literario de la lengua castellana, estarían hablando a priori de un éxito garantizado, siempre y cuando uno confunda ventas con éxito literario.
Sin embargo, el novelista británico Sam Byers (1979) le echó un balde de agua fría a esa fantasía, escribiendo una reseña durísima que, probablemente, ningún crítico de lengua castellana se habría animado hacer pública. Para muestra de los lectores, traduzco y copio el final de esa larga reseña, que no se limita a la autora, sino también a su traductora:
“La traductora, Megan McDowell, se las ha ingeniado con todos los libros anteriores de Enríquez, pero esta vez algo falla. ¿Es ‘una depresión adulta que lo derrumbó en la cama’ [en el original, an adult depression that collapsed him into bed] realmente un inglés impecable? ¿Y qué debemos pensar cuando se nos dice, hilarantemente, que en el curso de aprender a cocinar, Gaspar ‘se aventuró minuciosamente en un pastel de papas’ [en el original, ventured painstakingly into a potato pie?]
“Algunos podrían argumentar que una novela de terror, como aspira a ser ésta, debe juzgarse menos por la sofisticación de su lenguaje y más por su capacidad para emocionar. Pero la narración tiene una forma tan vaga como sus oraciones. La sección uno se basa en la mejor escena del libro: Juan invocando a la Oscuridad en una orgía de violencia sagrada. Aquí, mientras los fantasmas de la ‘guerra sucia’ de Argentina se vuelven cada vez más insistentes, y el poder oculto afianza la capacidad de una élite privilegiada para torturar y oprimir, la fusión de alegoría política y gore de Enríquez parece cohesionarse brevemente. Pero ha quemado sus mejores ideas y descargado toda tensión narrativa. Durante las 500 páginas restantes, está a la deriva, reciclando los motivos de la novela, reelaborando su propio material pasado y condenando a sus personajes a un estancamiento sensiblero.
“Enríquez no es la única que intenta, a través de las convenciones de género, revivir la gran y ambiciosa novela literaria. Karl Ove Knausgård intentó algo similar en The Morning Star y Hanya Yanagihara en To Paradise. El problema es que, como ellos, parece pensar que un barniz comercial obvia la necesidad de dotar de vida al lenguaje. El resultado es lo peor de ambos mundos: ni emoción ni poesía, ni ritmo ni el placer de la prosa.”
Todo esto, que de ninguna manera pretende ser gracioso, mueve a una serie de conclusiones.
La primera es que, más allá de que quien escribe estas palabras esté o no de acuerdo con el juicio de Byers, da gusto saber que, en algunos países, el periodismo literario todavía puede ser independiente y crítico, aun cuando perjudique los intereses de empresas que cuentan con un cierto poder y están reputadas como prestigiosas.
La segunda es imaginar que lo que quizás valga en una lengua no tenga interés en otra, lo que nos llevaría a preguntarnos las razones de que así sea. Y esas razones, en muchas oportunidades, necesitan el adecuado contexto –la correspondiente “traducción”– para entender y, en una de ésas, revisar nuestros propios juicios bajo otra luz. Esto va en todas direcciones. No sólo sorprenden los “éxitos” en castellano; también llaman la atención los libros considerados importantes en inglés, francés, italiano y etc. Eso habla de las necesidades de cada cultura y sociedad en particular, lo que no siempre resulta extrapolable a otras culturas y sociedades.
La tercera es considerar cuál es la importancia de los premios. Borges solía decir que un libro premiado no era necesariamente malo, lo que deja abierta la posibilidad de que tampoco sea necesariamente bueno. Si, por caso, uno recorre sistemáticamente las obras premiadas en muchos de los premios más consecuentes –y el Premio Herralde no es una excepción– comprobará que muchos de esos libros, en su momento tan festejados, no toleran una segunda lectura, ya liberados del lastre de la publicidad.
Por último, son pocas las veces en que la prensa siquiera considera la existencia de quien traduce. Cuando esto sucede, por lo general, es para destacar errores. Convendría quizás comparar el original de Mariana Enriquez con la versión de Megan McDowell, traductora estadounidense de Alejandro Zambra y Samanta Schweblin, entre otros escritores latinoamericanos “de éxito”, para saber en qué medida el juicio de Sam Byers es justo. Se puede hacer.
Jorge Fondebrider
Escribí muchas críticas de libros y en alto porcentaje encontré tantos horrores de traducción. A veces decidía anotar datos del libro y chau, llenaba la cantidad de espacios pedidos con una descripción. Si escribía lo que pensaba, "La Nación" rechazaba lo escrito.
ResponderEliminarNo me extraña de La Nación, Julio. Tampoco de Clarín, ni de InfoBAE, ni de Perfil, ni de prácticamente ningún diario o revista cultural argentina. El periodismo cultural es una especie prácticamente ya desaparecida en nuestro país.
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