lunes, 3 de febrero de 2025

"Suficiente información le hemos regalado a nuestro enemigo"

Para comenzar el año del blog bien arriba, esto: "El avance de la inteligencia artificial amenaza con volver obsoleta una de las prácticas más especializadas." Es lo que dice la bajada de la columna de opinión del novelista y traductora Ariel Magnus, publicada en la sección Ideas, del diario La Nación, de Buenos Aires, el pasado 11 de enero.

La traducción humana, un oficio de siglos que corre riesgos de extinción

De niño sentía fascinación por los oficios que desaparecen. El de deshollinador, sobre todo. Pero también el de arreador de velas en un barco, o el de copista. No me entraba en la cabeza que se esfumara, más que la empresa o el puesto, la labor en sí. Quizá le debo a este estupor haber elegido un oficio conceptual, al margen de los vaivenes de la técnica.

Quise ser escritor desde antes de saber lo que era el futuro y me educaron para ser periodista, pero cuando tuve la oportunidad de al fin elegir no dudé en volcarme a la traducción literaria. Saber idiomas y no usar esa prerrogativa para acercar libros foráneos a lectores propios me parece mezquino, además de que traducir es la mejor forma de adueñarse de los autores que a uno le gustan. Escribiendo novelas podía irme mejor o peor, mientras que con la traducción nunca me faltaría el pan, calculé. A fin de cuentas, los idiomas son artefactos que usamos hace miles de años, no pasarán de moda como las lámparas a gas.

El primer piedrazo a estas ideas iluminadas me alcanzó hace unos cinco años, con Google Translate. Lo probé, casi en broma, con la traducción de una biografía de redacción monótona, que además debía terminar rápido. Un par de párrafos alcanzaron para dejarme pasmado. Claro que la máquina pifiaba de lo lindo, pero en un 70-80% la traducción era decente, y a quién le molesta ver reducida su labor al restante 20-30%. Me alejé de la tentación como de una droga, pensando que con textos académicos eso algún día acabaría funcionando, pero nunca con los de corte literario.

Esa ilusión algo pedante se vino al suelo con la irrupción de la inteligencia artificial. Nadie que la haya puesto a prueba con un texto más o menos complejo habrá dejado de notar que estamos ante otra clase de máquina traductora. No solo entiende más –o simplemente eso: entiende–, sino que también sabe darle estilo a su traducción, corregirse, buscar variantes. Hay que tener muchas ganas de fingir demencia para no admitir que, si estamos ante sus primeros pasos, en breve nos llevará una distancia irrecuperable a los traductores de a pie.

Y esto incluye el nicho que creíamos a salvo de cualquier injerencia automatizada. Que la literatura pasatista y de género dejará en breve de plantearle dificultades a la máquina parece indiscutible. Pero tampoco la que se precia de más elevada –mucho menos desde que eso equivale a escribir con alarde de parquedad morfológica y sintáctica– va a necesitar de un deepl o un chatgpt o un claude especialmente calibrado para despachar su traducción. En minutos. Sin omisiones involuntarias ni typos. Por un módico abono anual. A todos los idiomas en los que estén entrenados.

El robot comete dislates y es de esperar que lo siga haciendo. Pero no menos nos equivocamos los humanos y hacerlo de manera menos evidente hasta puede ser una desventaja. Porque de lo que se trata en una traducción comercial es de que funcione en el idioma de llegada. Si algo está evidentemente mal, más fácil para el editor detectarlo y corregirlo.

El intermediario lento y oneroso, ese mal necesario de los libros extranjeros, está a punto de quedar tan obsoleto como un fogonero en un tren eléctrico. Si ya desde antes no era necesario, para un crítico, conocer el idioma original para opinar sobre la calidad de una traducción, qué problema se puede hacer ahora un editor, por muy monolingüe que sea, en trabajar sobre un texto como si no fuese (buscase ser) la transcripción lingüística (y cultural) de otro. Hasta hace unos meses, decíamos que no bastaba con saber bien dos idiomas para ser traductor de uno al otro; hoy, gracias a la calculadora semántica (la definición es de Mariana Dimópulos), ya sobra con dominar medianamente uno solo.

Estamos ante la crónica de una muerte anunciada para los traductores, o en todo caso ante el fin del mundo tal como lo conocíamos, pero el resto de la humanidad, ¿qué habrá perdido? En términos técnicos, me temo que poco y nada, ya que es de esperar que estas máquinas dominen a la perfección las variantes antiguas y modernas de todas las lenguas, no bien hayan incorporado la suficiente cantidad de archivos de texto y audios y hasta video.

En cuanto al aspecto digamos moral de la traducción, podría reducirse a la siguiente dicotomía: ser fiel al original vs. hacerle la vida fácil al lector. Hasta ahora, se trataba de una decisión que tomaba el traductor. ¿Por qué no imaginar que a partir de la IA empiece a tomarla el lector? Así como anuncian que en breve podremos elegir, no entre diferentes películas ya filmadas, sino la que nos gustaría que se produzca exclusivamente para nosotros en ese momento, no resulta impensable que sea también el lector el que elija, no solo la variante específica en que quiere traducido el libro, sino cómo debe proceder la máquina en las encrucijadas. Hasta se podría salvar a los traductores que reivindican la intuición agregando el comando: “Traduce según tu pálpito.”

Salvo a los teóricos del género, a nadie le importa nuestro trabajo. Gracias si el lector registra que el autor del libro que tiene en sus manos no lo escribió en ese idioma (lo que paradójicamente puede ser considerado una marca de traducción exitosa). Claro que siempre existirán los nostálgicos que sigan justipreciando el denuedo de un cerebro natural, pero me pregunto cuánto podrá sobrevivir ese sentimentalismo a las ecuaciones costo-beneficio, que además implican la cantidad de libros que se publican. De un autor extranjero, en la editorial más boutique, será más económico poner a disposición del público local toda su obra que tener que elegir uno o dos botones de muestra. Y frente a la mesa de novedades –física o virtual– el ávido lector tendrá que elegir entre llevarse esa obra completa, traducida por una máquina, o gastar lo mismo en uno o dos libros con tracción a cefaleas y hernias cervicales.

¡Y todo esto justo cuando habíamos llegado a figurar en la tapa de los libros! ¡Justo cuando habíamos formado nuestras propias academias y asociaciones, y teníamos nuestro cuadro tarifario y nuestras becas, y en muchos casos cobrábamos mejor que los autores! Porque fue ayer que se logró sacar del oscuro callejón del trabajo a destajo uno de los oficios más antiguos del mundo (de tipo intelectual, se sobreentiende), una labor de la que han dependido religiones y filosofías y a cuya mala praxis le debemos tantos conflictos y guerras (lo que prueba la trascendencia de hacerla bien). Es como si lo hubiésemos intuido. En retrospectiva, este auge del oficio, tras milenios de invisibilidad, semeja esa mejoría de la muerte que experimenta el enfermo terminal antes de sucumbir.

¿Exagero? Ojalá. Nada me gustaría más que estar pasándome de apocalíptico y que lo que parece un bebé de bípedos, que ya entiende mucho y lo entenderá todo, en realidad sea una cría de monos, que hasta aquí llegó y nunca se adentrará en los libros de autoayuda de Darwin.

Para el caso de que siga avanzando, queda descartado de plano cualquier colaboración. Ya suficiente información le hemos regalado a nuestro enemigo. Trabajar a partir de ahora codo a codo sería afilarle deliberadamente la sierra con que nos terminará de serruchar el piso. Mejor guardar la esperanza de un pacto de no agresión mutua. A fin de cuentas, todavía hay personas que confeccionan ropa a mano, se afeitan con navaja y juegan al ajedrez con amigos. Otro dato alentador, al menos para mí, es que, como descubrí ya de adulto, los deshollinadores siguen existiendo, aunque ya no anden con sus escaleras al hombros, ni cubiertos de hollín.