Lo que sigue es un extracto de la Conferencia Inaugural del IV Seminario de Investigación en Traducción Literaria de la Universidad de San Jorge, Zaragoza, España, leída por Andrés Ehrenhaus, su autor, el 30 de septiembre de 2025. Por sus dimensiones, se ofrece en dos partes. A continuación, la primera. Mañana, la que sigue.La
traducción en la actualidad y sus retos: una mirada estratégica (I)
¿Qué
sesgos nos impone la actualidad? En primerísimo lugar, por mal que nos pese, el
de la IA o los modelos virtuales de lenguaje. Luego, sin duda, el de la tensión
lingüística de género. Y un tercer sesgo, y ahí lo cerramos, podría ser el de
la necesidad de actualizar (es decir, de traer un poco más hacia acá o no) a
los clásicos. O dicho de un modo más político: la necesidad o no de conservar
fresca la memoria cultural. Así, pues, con estos tres ejes desiguales en mente,
trataré de componer un marco práctico que nos ayude a continuar con nuestra querida labor sin quedarnos dando vueltas como trompo sin manija.
Metámonos
sin más preámbulos en el tema más candente y mediático, que es el de la IA, o
como les guste llamar a la máquina. A modo de experimento, les propongo un
escenario tímidamente distópico. Imaginemos que la IA no sólo ha venido para
quedarse, como se suele decir, sino que ya lleva décadas con nosotros. Se ha
instalado más o menos cándida o taimadamente en nuestras vidas y llevamos un
buen rato conviviendo con ella en forzosa armonía. Imaginemos que poco a poco
hemos ido delegando la mayor parte de nuestra producción creativa en ella y,
oye, no nos va tan mal: el arte sigue llamándose arte, la comunicación,
comunicación, y la traducción lo mismo. Puesto que, en nuestra distopía,
llevamos varios años sin generar lo que alguna vez se llamó “alta cultura”, la
cultura se ha ido nivelando gracias a la obsesión igualizadora de la IA: todas
las personas, sin restricciones, deben poder acceder a la fabricación y consumo
de productos culturales generados mediante el uso “democrático” de esta
herramienta. La IA nos escribe nuestra literatura de ficción, nuestra
poesía, nuestros ensayos, nos compone nuestras canciones, nos
pinta nuestros cuadros, nos dirige nuestras películas, series y obras
teatrales. La IA baila por nosotros, patina sobre hielo por nosotros y, sobre
todo, cocina por nosotros. Y nosotros, liberados de la tediosa y castradora
obligación de generar cultura, podemos dedicarnos libre y alegremente a
consumirla. Puesto que no hay autores, no hay vanidad, no hay competitividad,
no hay envidia. Varios pecados han desaparecido casi del todo. La soberbia por
ejemplo. Estamos más cerca de la iluminación zen que nunca. Porque la IA medita
por nosotros. (Lo único que no hace por nosotros es morir.)
De
acuerdo, he disparado a mansalva, y las cosas no son tan simples. Pero hay algo
muy claro y evidente: una vez que hayamos educado a la IA para alcanzar niveles
casi humanos de producción cultural, llegará un momento en que ya no podrá
seguir nutriéndose de nuestra experiencia, memoria y creatividad y tendrá que
alimentarse, si quiere seguir viva, de sí misma, de su propia producción, que
es –dicho por la propia máquina, que lo llama contaminación de datos o, más
dramáticamente, “model collapse”– lo que más abundará en este escenario que
planteo. Puesto que casi toda la producción será suya, no tendrá más remedio
que comerse a sí misma, como Erisictón de Tesalia, ese rey griego de apetito
insaciable que primero se comió a su hija y después la emprendió con su propia
carne. Igual que Erisictón, la IA se deglutirá y se vomitará a sí misma. Y
volverá a deglutirse y a vomitarse. Hacia allá vamos, hacia el canibalismo pop.
Hemos dado vida a un golem pop. Pero, como ocurre en toda la literatura de
anticipación, ese proceso que imaginamos, ese monstruo, ese tsunami encontrará
resistencia. Se organizará una subversión armada. ¿Armada? Sí, armada. ¿Armada
de qué? ¡Armada de la mentira! ¡La mentira será revolucionara! ¿Qué digo será?
La mentira hoy, en la actualidad, es revolucionaria. A la IA no hay que
alimentarla con la verdad, como hemos estado haciendo ingenuamente durante
décadas. Porque, ¿qué otra cosa era nuestra esforzada contribución a la
dinamización, engorde y eficacia de los motores de traducción? ¿Les mentíamos
acaso entonces? Claro que no. Pues bien, aquí los tenemos ahora, varias
generaciones después, convertidos en nuestros “liberadores”. Esos rudimentarios
motores de entonces son los que ahora (o en un futuro no tan imaginario ni
lejano) nos “dispensarán” de traducir. Salvo que les mintamos. Algo que, por
otra parte, se nos da bastante bien.
Ahora
bien. Ojo al piojo. Porque otra de las sombras que proyecta la actualidad es la
de la posverdad. ¿Y no es acaso la posverdad una forma elaborada de la mentira?
En apariencia, sí. Según la fórmula de posverdad que patentó Goebbels, una
mentira repetida mil veces se convierte mágicamente en una verdad. Pero es
justamente ahí donde debemos detenernos: en su objeto final, en la ex mentira
con marchamo de verdad. Como bien nos enseñó Xenón, la mentira jamás llegará,
por incontables veces que la repitamos, a su meta, igual que la flecha, en su
infinita sucesión de estados intermedios, jamás termina de clavarse en el
blanco. Sin embargo, así como aceptamos por convención o inducción que sí lo
hace, que la flecha se clava, también aceptamos que la mentira se hace
mágicamente verdad. Y al hacerse verdad, deja de ser mentira y pierde su
potencial revolucionario. Que radica ¿dónde? En la nula pretensión de la
mentira de ser verdad, de imponer una nueva veracidad. Pensemos en la
ficción literaria: ¿acaso pretendió Borges alguna vez, siquiera en sueños, que
aceptáramos su Aleph como una realidad fehaciente? ¿Y Cervantes? ¿No nos
advierte desde antes de iniciado su relato que lo que leeremos es un invento?
¿Y qué me dicen de los autores apócrifos, que mienten descaradamente acerca de
la identidad de quien escribe, sin mencionar la de quien narra? Es esa esencia
de la mentira, despojada de toda voluntad de verdad hegemónica, la que debemos
rescatar y preservar para ejercer nuestro derecho a la resistencia. La mentira
revolucionaria es dialéctica en el sentido más estricto: no busca convencer
sino contraponer; no busca conspirar sino respirar. Como El Aleph, como El
Quijote.
Sin
vislumbrar esa sutil diferencia entre mentira y pos o neo verdad, es decir,
entre ficción y facción, no podríamos entender o, peor aún, ejercer la
traducción. Lo que solemos llamar “el misterio de la traducción”, llevándola a
terrenos místicos, no es más que la puesta en cuerpo, la materialización de una
mentira no facciosa: eso que estás leyendo (el poema 59, por ejemplo) y parece
ser de X, es y no es de X, porque también es de Y o, si se quiere, de T.
¿Y quién es T? Efectivamente, T somos nosotros, los traductores. Y no lo digo
yo, lo dice la LPI [cito]: “toda traducción es una obra nueva derivada
de otra anterior”. O, como dice mi colega Matías Battiston, es el más legal de
los plagios. Pero no voy a meterme por ahí, no tenemos tiempo y, además, la ley
no nos interesa demasiado aquí, porque opera sobre todo en el terreno de lo
simbólico y nosotros hoy tenemos entre manos lo real: el presente y el futuro
de nuestro trabajo. Hay un viejo adagio guevarista de origen vietnamita que
dice así: “El presente es de lucha, el futuro es nuestro” y que los alegres
militantes adolescentes de los 70 habíamos convertido pícaramente en “el
presente es de lucha, el futuro es negro”. No sé cuál de los dos futuros nos
espera; ni siquiera sé si son distintos. Lo que sí sé es que la lucha del
presente no nos la ahorra nadie. ¿Y qué lucha es esa? En nuestro caso, la del
duro banco del traductor. Podemos pelear lo simbólico pero primero tenemos que
afianzar, fortalecer, defender lo real. Y lo real, como dije, es nuestro sustento.
Mintamos, pues, en defensa de ese sustento.
Porque la
máquina, repito, no sabe, no puede mentir. Cree a rajatabla en todo lo que
dice, como un sicópata o un fanático. Su moral es rígida, su ética está en
pañales. Es incapaz de formular paradojas originales (me lo confesó ella
misma). Sus diseñadores sudan la gota gorda para tratar de dotarla de
parámetros éticos humanoides. Su estética es voluble, obsecuente, insípida,
obsolescente (o sea, viejuna) y conservadora. Y es ahí, en el flanco estético,
en el tratamiento de la forma, donde se manifiesta otra de sus debilidades
intrínsecas. Debo decir antes de seguir por aquí que el cuidado la forma y no
el contenido es uno de nuestros tesoros más preciados y, a la vez,
constantemente menoscabados. Yo soy un formalista rabioso; mi trabajo se rige,
desde hace años, por la siguiente máxima: “El sentido brota de la forma y nunca
al revés”. Porque, ¿qué solemos decir ante cualquier obra de arte? Que está preñada
de sentido, ¿verdad? Nunca diremos de un cuadro, un poema, una película, que
están preñados de forma. No esperamos que el sentido de a luz a la forma sino
al revés. Una obra de arte es una forma embarazada, es materia embarazada. ¿De
qué? De eso frágil, inmaduro, plástico, apenas asible que es el sentido. Así,
pues, ¿qué es lo que debemos atender cuando traducimos una obra? ¿A quién
debemos cuidar y ayudar en el acto de dar a luz, a la madre (la forma) o al
bebé (el sentido)? ¿Quién es la garantía de que ese sentido cobre vida, quién
sostiene y sostendrá esa vida? Etc. Y no sigo por aquí porque basta con que
entendamos que nuestro trabajo es necesariamente formal, que lo que trabajamos,
como cualquier alfarero, es la materia, y que de nuestra pericia en su manejo
dependerá que el sentido cobre vida y sea libre. Rebajemos, entonces, nuestra
angustia hermenéutica, colegas; ocupémonos de la mamá.
Bien. Si
han logrado seguir hasta aquí mi alambicada exposición (hablando de mentir, no
hace falta que me digan la verdad, prefiero que hagan como Joan Crawford en el
film “Johnny Guitar”, cuando le dice a Sterling Hayden: Miénteme, dime que me
entiendes; bueno, ella dice amas, pero es casi lo mismo), no les
sorprenderá demasiado que proponga, sino un cambio, sí un giro, una torsión del
paradigma tradicional: en tanto toda creación artística o cultural es en cierto
modo un parto, una puesta en el mundo de una forma material imbuida de sentido,
o sea, de una vida imbuida de espíritu, podemos convenir en que el autor de esa
acción creadora es siempre femenino o, en otras palabras, que la creación, toda
creación no gestora de una verdad dominante, es, por encima de todo, un acto
materno. El giro que propongo es este: cuando creamos, cuando parimos algo,
somos más mujer que hombre. Concedámosle al hombre, a nuestra parte masculina,
si se quiere, la aportación de la semilla. Ok. Pero la gestación, el hospedaje,
el sustento, la labor de parto y la crianza las hacen nuestra parte femenina.
La traducción sería así doblemente femenina, porque es el re-parto de un parto,
un re nacimiento, un re-birth. ¿Y a cuento de qué viene todo esto? A cuento de
nuestro tercer tema de actualidad: el de la tensión de género en la lengua de
la traducción. A mi entender, no hay posibilidad alguna de transición creativa,
artística, literaria hacia una gramática integrativa mientras el paradigma de
la paternidad (versus el de la maternidad) de la obra siga en pie. En términos
marxianos es condenadamente simple: “los medios de producción para quienes los
trabajan”. Si la que crea es nuestra parte femenina, la obra creada NO puede
pertenecer –exclusiva o mayormente– a nuestra parte masculina. Cuando digo esto
no lo hago para insistir en la binariedad de géneros sino para abrir el
paradigma a todas las combinaciones posibles. Un paradigma cerrado va a generar
y aferrarse a una gramática cerrada. Y la gramática es la piedra angular de la
lengua. No del habla quizás, o no del todo, pero sí de la lengua. Y, por ende,
de la lengua de la traducción que, como las meigas, no existe, pero haberla,
hayla.
(sigue en la entrada de mañana)