Entre las cosas con la que tienen que lidiar los traductores de las lenguas más populosas están las variantes regionales. Éstas pueden estar presentes a nivel léxico (lo cual no es un problema especialmente grande) o a nivel morfológico (lo que puede molestar un poco más). Pero lo peor son las variaciones prosódicas. Éstas, ligadas a la función poética del lenguaje (cfr. Roman Jakobson) hacen que las palabras resulten incómodas en la factura de la frase y, de algún modo, nos sobresalten.
En mi experiencia, el castellano que se emplea en América no plantea este problema. Leemos a un traductor argentino, mexicano o chileno sin que eso altere nuestra comprensión. Sin embargo, la cosa se pone más complicada cuando los americanos leemos traducciones españolas y viceversa. Allí, por muchas razones de naturaleza histórica, todo se vuelve más borroso y, en cierto sentido, desagradable.
Hay que decir que el desagrado no pasa necesariamente por la prosodia, sino por la actitud española de condenar todo aquello que no sea la variante ibérica. Así, siendo traductor de este lado del Atlántico, uno está acostumbrado a leer en los diarios españoles sobre "las malas traducciones sudamericanas". La mayoría de las veces, la queja pasa por la independencia del castellano americano respecto del español, algo que, con cierto espíritu imperial, los peninsulares, en general, toleran mal. Es su problema, no el nuestro.
Y tanto han insistido con esto y tan poco han reparado que nosotros nos sentimos igualmente incómodos cuando leemos "a por", "le" por "lo", etc., que, de a poco, en América también empezaron a cuestionarse las traducciones españolas. El ejemplo por excelencia es la editorial Anagrama, la mayoría de cuyas traducciones fueron criticadas una y otra vez por demasiado hispánicas, al punto que Jorge Herralde, su por entonces dueño y director, tuvo que salir a discutir por Facebook luego de un virulento y justo artículo publicado por la revista mexicana Letras libres sobre "las malas traducciones de Anagrama".
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