A Andrés Ehrenhaus se le dio por revisar una traducción de Henri Michaux hecha por Jorge Luis Borges e intervenida por Cristobal Serra a instancias de Tusquets Editores y resulta este artículo que desafía la necedad de los editores y pone las cosas en su lugar... o, al menos, en algún lugar.
Michaux, Borges, Serra, reevangelizados
Los otros días, por razones que no vienen
a cuento (y que, conociéndome, suelen ir de lo azaroso a lo inoperante), me
puse a revisar la segunda edición de Un
bárbaro en Asia, el maravilloso diario de viaje hipermétrope de Henri Michaux
traducido, anuncia la portada de Tusquets Editores, por J. L. Borges. En la
página del título, debajo de este insistente anuncio: “La traducción de la
primera edición francesa es de J. L. Borges”, se añade un curioso párrafo
aclaratorio: “La adaptación al castellano de la edición revisada y corregida
por el autor en 1967 es de Cristóbal Serra”. Cristóbal Serra, mallorquí nacido
en 1922, era un autor de los que en España se cataloga de “raros”, algo de lo
que dieron cuenta incluso los obituarios cuando Serra hizo, a los 89 años, lo
que Evaristo Carriego: “Muere Cristóbal Serra, el raro más raro de nuestras
letras”, reza el títular de El Cultural del 6 de septiembre de 2012. Con esta
taxonomía al uso, habitual en un medio literario que es alérgico y desconfiado
por naturaleza, se suele purgar toda responsabilidad de sordera y ningunismo,
como si fuera un consuelo ser ignorado por raro, o como si catalogar de raro
más raro fuera algo que decir y no
una fórmula vacía de compromiso, toda vez que siempre habrá lugar para el “raro
más raro + 1” ,
y así sucesivamente, en la interminable secuencia infinitesimal del ninguneo.
Algo del germen de esa raridad ulterior que urticó a la
crítica se atisba en las honradas palabras del mismo Serra: "Mi literatura no es una literatura de
género. Para mí, los géneros no tienen fronteras definidas, sino que se
interfieren, un fenómeno, por otro lado, característico de la modernidad
literaria. Piense en el ocaso del verso a partir de Rimbaud. Ya no existen
fronteras delimitadas entre prosa y poesía. El género no tiene en mí un
carácter absoluto, de ahí la dificultad en clasificar mis libros. El mío es un
libro de espacios trabajados, una literatura salteada y continua. Yo pertenezco
a los fragmentarios como Montaigne o De Maistre. Una literatura que, como el
periodismo, informa, pero a diferencia del periodismo posee una estética que,
en mi caso, es la inventiva. No tengo nada en contra de la novela, sino del
novelismo, de la exigencia de que todo lo escrito tenga carácter narrativo.
¿Por qué? Yo hago lo que hicieron los Evangelistas con Jesús, ese héroe
discontinuo de los Evangelios" [citado por Vicente Luis Moras, Diario
de Lecturas, septiembre de 2012].
No sé la crítica literaria y otros oficios culpófilos,
pero la pequeña historia de la traducción tiene a Serra por un operador nada
“raro” sino más bien prolijo, atento y aguerrido, con una lista envidiable de
autores trasladados, como hizo Eneas con Anquises, a sus espaldas: Swift,
Butler, Bloy, Blake, Jacob, Melville, Emerson, Lao Tse, Chuang Tsu (estos dos
diría que pasados por el francés) y el propio Michaux, cuya traducción de Ecuador en la antedicha editorial
Tusquets le pertenece. Dotado de tales antecedentes, es decir, de la rara
virtud de la rareza literaria y de un buen ramillete de traducciones de fuste,
no sorprende que en Tusquets delegaran en él la tarea de revisar la edición de Un bárbaro en Asia que Michaux había
decidido revisitar treinta y cinco años más tarde y a la que no había, según se
lee en el prólogo, hecho apenas “otra cosa que corregir cuatro nonadas”.
Lamentablemente, no hay en esta segunda edición de Tusquets una nota del editor
o del corrector/adaptador que aclaren qué parte de la traducción debemos
enrostrarle a J. L. Borges y qué parte a Cristóbal Serra. Para despejar esta
duda, al lector obsesivo compulsivo (o, como es mi caso, meramente curioso), no
le queda otra que ir a la nueva edición francesa, cotejarla con la antigua y,
luego, buscar en la española aquellos pasajes en los que se reflejan (o
deberían reflejarse) los cambios originales; y aún así, uno no sabría a ciencia
cierta a quién atribuir la traducción cuya autoría borgiana la editorial se
apresura por destacar en cubierta.
Si volvemos a la aclaración de la página de títulos,
donde se afirma que lo que pertenece a Serra es la “adaptación al castellano de la edición revisada y corregida”
(cursivas mías) por Michaux, el misterio se ahonda. ¿Qué diferencia hay, para
el editor responsable del volumen, entre “traducción” (atribuida a Borges) y
“adaptación al castellano” (atribuida a Serra)? Porque, ¿en qué quedamos: tradujo Serra los pasajes y correcciones
de la segunda edición o sólo los adaptó
al castellano? ¿Y qué hizo con el resto? ¿No tocó una coma? ¿Podemos
suponer entonces que los leísmos, el uso del vosotros como segunda persona del
plural y la conjugación correlativa, así como algunas decisiones lexicográficas
y prosódicas dispersas corresponden a la castellanización
de la segunda versión, en cohabitación con la traducción de Borges? ¿Tradujo Borges al castellano o al español?
¿Quién trazó la línea y dónde? Porque abundan en el texto lo que en la edición
española se suele estigmatizar claramente como argentinismos: prolijo en el sentido de ordenado y no
de prolífico, escribano en lugar de
notario, laucha por ratón, manteca por mantequilla, diferencias yo
diría que idiosincráticas en el regimen proposicional, incluso alguna errata
pudenda clásicamente argentina: ¿pudo Borges decantarse por eruptado para evitar la grosería del
participio correcto?
Ojo, amigos. Que nadie se deje llevar por la
maledicencia. Acá no estamos juzgando la calidad de una traducción o de una
adaptación o del mish mash resultante sino tan sólo poniendo en tela de juicio
la intención del editor y, por tanto, su responsabilidad lingüística y, en
mayor medida, cultural, en lo que a ellas respecta. ¿Qué le encomendó
exactamente Tusquets a Serra? ¿Quién en la cadena de edición no reparó en que
trufar de leísmos una bomboplatillada traducción de J. L. Borges era un
despropósito o, cuando menos, una mala broma borgiana? ¿Por qué se le tendió a
un escritor y traductor honesto como Cristóbal Serra una emboscada tan
inelegante? ¿Acaso porque se atrevió a identificarse (en cuanto a metodología
narrativa) con los evangelistas? ¿Fue él el trufador de leísmos y vosotrismos o
ya venía castellanizada la primera
edición traducida por Borges? ¿A quién le sirve un libro en el que se
encuentran y desencuentran sin concierto dos variantes de una lengua cuando el
original está escrito en una única variante? ¿Hasta dónde, Catilina, puede
llegar la naturalidad con que se reevangelizan (en cuanto
a metodología correctiva), a veces distraídamente y otras con férrea
convicción, los textos que produce el Otro, aún cuando ese Otro es tan
reconocible como para funcionar a modo de reclamo en cubierta?
Perdemos la inocencia al advertir con desencanto que no
leemos a Michaux cuando leemos una traducción de Michaux sino que leemos a
Michaux traducido por X. ¿Qué perdemos entonces cuando advertimos con estupor
que tampoco leemos del todo la traducción de X?
Merci beaucoup pour cet article, si convaincant à propos de l'"embuscade" tendue par l'éditeur à un traducteur.
ResponderEliminarAdrien Le Bihan
traducteur en français de plusieurs livres de C. Serra.
cherche-bruit@wanadoo.fr