El escritor uruguayo, Jorge Majfud (Tacuarembó, 1969) enseña
en el College of
Arts and Sciences de la Jacksonville University. Ayer, 10 de abril, publicó
la siguiente columna de opinión en la contratapa del diario Página 12, de la Argentina. Aunque
parezca rara su inclusión en este blog, hay que señalar que, finalmente, trata
sobre la utilización de las palabras, ese instrumento del que nos servimos,
entre tantos otros, los traductores.
Noam Chomsky y Tony Blair
se cruzan en el aeropuerto
En octubre pasado, Noam Chomsky
dio una conferencia en la
Universidad de Florida titulada Policy and Media Prism (Las
políticas y el prisma mediático). Durante más de una hora, con su voz pausada y
su incansable osadía de desarticular narraciones oficiales, Chomsky analizó el
uso del lenguaje en la prensa tradicional, la información mutilada con fines
políticos por parte de los medios que repiten y ocultan como estrategia para
crear o justificar una realidad. “Si el público estuviese realmente informado no
toleraría algunas cosas”, comentó. Al menos parte del público.
Si los estudiantes de
lingüística lloran por la complejidad de sus teorías, por lo hermético y
abstracto de algunas de sus explicaciones, el público general que asiste a sus
conferencias no puede decir lo mismo: nada hay en ellas de abstracto; cada una
de sus afirmaciones es concreta y precisa. Se puede estar en completo
desacuerdo con las interpretaciones que hace Chomsky de la realidad, pero nadie
puede acusarlo de ser elusivo, cobarde, complaciente o diplomático.
Rara vez se puede decir lo
mismo de un líder mundial. Si sus acciones son bien concretas, sus
justificaciones abundan en la vaguedad y la distracción, cuando no son meras
construcciones verbales. Lo cual no deja de ser una trágica paradoja: aquellos
profesionales de lo concreto son especialistas en crear mundos virtuales,
construidos en su casi totalidad de palabras. Son ellos los más importantes
autores de ficción de nuestro mundo.
Exactamente 24 horas más tarde
y a unos pocos kilómetros de distancia, el ex primer ministro del Reino Unido,
Tony Blair, dio su conferencia en una sala del Florida Times Union de
Jacksonville. El día anterior recibí en mi oficina a alguien (un prodigio
europeo al que estimo mucho y que conocía al líder británico) con una
invitación especial para asistir.
En una elegante sala, Tony
Blair se extendió por casi dos horas. A diferencia de Chomsky, Blair no
bombardeó a los presentes con observaciones incómodas, sino con frases
prefabricadas, complacientes hasta la indigestión, más una plétora de lugares
comunes capaces de provocarle pudor hasta a un estudiante de secundaria. Todo
sazonado con una dosis tóxica de bromas, algunas muy ingeniosas.
Ni siquiera tuvo un momento de
autocrítica cuando alguien le preguntó si no se había sentido humillado por el
fiasco de la guerra en Irak. Después de pensar por varios segundos, o fingir
que pensaba para la risa de los que estaban allí, repitió el mismo menú de
siempre: “Hay momentos en que un líder debe tomar decisiones difíciles...”. Una
y otra vez, con palabras diferentes. En ningún caso consideró que el presidente
o el primer ministro de una potencia mundial siempre tienen que tomar
decisiones difíciles, que para eso están, pero que el hecho de que la decisión
sea difícil no significa que estén excusados de cualquier error.
No obstante, ésta fue y ha
sido repetidamente la actitud del ex premier británico: ni una sola vez en la
noche tuvo una palabra de arrepentimiento, de autocrítica. Por el contrario, la
misma soberbia de siempre: nosotros somos los que salvamos y cuidamos al mundo,
los que debemos educar a las nuevas masas de jóvenes (los cambios demográficos
fue uno de los temas que parecían preocuparlo especialmente) y somos tan buenos
que hasta toleramos a los primitivos que no entienden lo que es una democracia.
Nunca, jamás, el reconocimiento de toda la brutalidad antidemocrática de la que
fueron capaces.
Ni una palabra que aceptara la
posibilidad de algún error. El propio George Bush, con todas sus limitaciones
intelectuales, llegó a reconocer que la guerra había sido lanzada en base a
información errónea. Un error, compadre. El propio José María Aznar, con sus
limitaciones intelectuales, llegó a reconocer sus limitaciones intelectuales.
“Tengo el problema de no haber sido tan listo de haberlo sabido antes”, dijo en
2007 sobre los argumentos erróneos que se usaron para lanzar al mundo a una
guerra de diez años.
El más dotado intelectualmente
de la Santísima
Trinidad que desencadenó el armagedón que costó cientos de
miles de vidas y el descalabro económico, Tony Blair, en cambio, nunca tuvo
este atisbo de humildad. Por el contrario, más de una vez repitió esa noche que
no se arrepentía de nada. Su rostro parecía estar de acuerdo con sus palabras,
que nunca alcanzaron el mínimo de autocrítica. Casi me daba la impresión de
estar ante el Mesías, de no ser por su vocación de comediante: “Desde que dejé
de ser primer ministro en 2007 he ido a Jerusalén más de cien veces. Mi esposa
me dice que lo que cuenta no es la cantidad de veces que he estado allí, sino
la cantidad de progreso que haya logrado en el conflicto. A veces ella no me
estimula demasiado”.
Ninguna autocrítica. Ninguna
palabra de arrepentimiento. Ninguna muestra de imperfección humana. Sólo una
broma tras otra, como si en realidad de eso se tratase su trabajo: hacer reír
al público, como en algunos circos del siglo XIX se hacía reír a los asistentes
usando anestesia.
Es interesante que a los
intelectuales disidentes se los califique invariablemente de radicales por el
mero uso de palabras, mientras que a los líderes que sumergen en la guerra a
pueblos enteros se los considere responsables y moderados. Seguramente la
respuesta es la del comienzo: la realidad está hecha de palabras, aunque otros
la sufren con los hechos. El divorcio y la contradicción entre realidad y
palabra no sólo es una forma de justificar los hechos pasados sino, sobre todo,
la mejor forma de preparar los que vienen.
Esto, que debería llamarse
dictadura, se llama democracia. El problema, entiendo, está en la democracia,
pero no es la democracia. Hay esperanza: todavía se puede estimular la crítica,
ese motor original de la democracia, aunque sea con abono. Tiemblo de sólo
pensar en el día que nos falte Noam Chomsky, ese gran amigo, ese gladiador de
nuestro tiempo. Porque los Tony Blair van a sobrar. Eso es seguro.
No, Chomsky y Blair no se
cruzaron en el aeropuerto de Jacksonville. Me reservo las palabras del primero
sobre ese hipotético encuentro.
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