Andrés Neuman y George Henson |
La siguiente entrada, poco menos que increíble –pero
a Andrés Neuman le pasan estas cosas– fue publicada el pasado 4 de
abril en el blog Microrréplicas, que es una suerte de bitácora sobre dónde anda
la cabeza del agudo Andrés en cuestión.
Speechless
Mientras cenábamos en espera
del discurso final del Puterbaugh
Festival, los comensales repartidos en floridas mesas como en las bodas,
media Oklahoma masticando con moderada ebriedad, corbatas, pajaritas, escotes y
collares, mi traductor George Henson soltó de golpe sus cubiertos y comenzó a
toser y jadear y retorcerse. Intentó ponerse en pie, trastabilló, volcó dos
vasos. Con los ojos muy abiertos, progresivamente enrojecido, movía los labios
sin articular palabra. Enseguida apareció un profesor de lengua que alzó en
brazos al corpulento George, con una facilidad menos atribuible al gimnasio que
a la desesperación, y se puso a aplicarle violentos apretones. George no
parecía reaccionar. Su mirada adquirió cierta fijeza vítrea, como la fotografía
de un espanto. Sus facciones dejaron de temblar. El rubor de las mejillas dio
la impresión de opacarse. Cuando lo tumbaron en el suelo para masajearle el
pecho, di dos pasos atrás, intentando abarcar la desgracia, y me preparé para
la aguda simpleza de lo peor. Los zapatos de mi traductor asomaban,
divergentes. El silencio de la sala era quirúrgico. Noté cómo las lágrimas me
pinchaban los ojos. Entonces las piernas de George se flexionaron, se lo oyó
regurgitar, aullar, y finalmente se incorporó. La sala se elevó con él en un
suspiro. Un bocado de carne le colgaba de la solapa, al modo de una rosa
quemada en el ojal. En cuanto recuperó el aliento, miró a su alrededor y dijo
con asombrosa calma: «I’m afraid I was enjoying too much my dinner». Corrí a abrazarlo.
El profesor de lengua se retiró con la discreción calculada de los salvadores.
Los invitados regresaron a sus mesas y la cena se reanudó. Además de reordenar
nuestras prioridades, George nos recordó drásticamente otras tres cosas. Que
los traductores merecen mucha más atención de la que suelen recibir. Que de
ellos depende la respiración del relato. Y que, si algún día nos faltasen, de
pronto el mundo entero se quedaría sin palabras.
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