El 16 de marzo pasado, el traductor cubano José Aníbal Campos publicó la siguiente
reflexión en El Trujamán.
De la precariedad de un oficio
¿En
qué otra profesión artesanal se ve uno tan a menudo obligado a pactar con su
mala conciencia cuando dice: «He acabado este trabajo»? No se me ocurre
ninguna. «Cerrar» una traducción, acabarla, es un acto tan inevitable,
necesario y fatal (notwendig) como temerario y, casi podría decirse, mendaz.
Una puerta que se cierra de golpe y que, con el cajón de aire que genera, abre
de pronto la ventana situada en el otro extremo, advirtiéndonos que hay
espacios que no admiten encierros definitivos, mucho menos el reservado a las
palabras.
Por
un lado el traductor, al «cerrar» un nuevo libro con un suspiro de alivio, sabe
que si pudiera contar con un plazo más cambiaría aún algunas cosas. Está seguro
al menos, si se trata de un libro complejo, de que ciertos pasajes merecerían
muchas más horas de reflexión o de búsqueda. Por otro lado, ese «cierre»
implica a la vez, aparte del alivio temporal, el levantamiento de un dique, la
liberación de las líquidas masas de palabras que irán ahora a inundar las
mentes de decenas, centenares o miles de lectores, cada uno con una visión
distinta del libro, en una nueva fase de filtrado que, como sabemos, nunca se
detiene.
Es
como el émbolo de una jeringuilla. El pulgar oprime el pistón e inocula el
último resto de líquido, pero esas aguas cobran vida propia en el cuerpo en el
que han sido inoculadas, se expanden, se funden con otros fluidos, pasan de un
cuerpo a otro, crean viscosidades, transparencias, iridiscencias, nuevos
colores, dan lugar a reacciones visibles, a espasmos, a risas, a vómitos o,
simplemente, dilatan las pupilas y propician el asombro. O el tedio. O el
disgusto. En fin, que inoculan nuevos estados, nuevas variables.
Un
carpintero trabaja con notoria ventaja. Acude a la casa del cliente, mide las
paredes donde quienes lo contratan desean colocar un mueble, escucha las
expectativas de la esposa, los anhelos de sus hijos o las manías del marido,
que quiere un rinconcito en el mueble donde colocar las llaves cuando llega del
trabajo.
Un
carpintero es un intermediario entre unos trozos de madera y unos anhelos casi
siempre bastante concretos. Un traductor es una entidad (también anhelante) que
ha de despojarse de sus propios deseos para mediar entre anhelos muchas veces
divergentes y vagos. Y sin derecho a visitas para encuestar a los potenciales
clientes. ¡Por suerte!
Pero,
en fin, el libro ha sido «acabado». Y llega entonces el momento cumbre, el
instante en el que la precariedad del oficio se vuelve más tangible, concreta,
numérica: ha llegado el momento de cuantificar las palabras, las líneas, los
caracteres y convertirlos en una factura. Y es en ese instante cuando el
traductor, casi un filósofo en pijama, comprende, con vértigo, el abismo del
tiempo. Y para no despeñarse en el agujero negro que se abre ante él, da unos
pasitos hasta su escritorio, titubea una o dos veces y termina aferrándose a
las páginas de un nuevo encargo: el libro siguiente.
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