Publicada en el diario Perfil del día de ayer, la siguiente columna de Damián Tabarovsky, a partir de una reflexión sobre Roberto Calasso y la editorial Adephi, trata sobre el lugar que le corresponde a las editoriales en el pasado y en el presente.
La edición dice presente
En L’impronta dell’ editore, traducido por Anagrama como La marca del editor, Roberto Calasso
–escritor e histórico editor de Adelphi– escribe acerca de La cripta de los
capuchinos de Joseph Roth, publicado en su editorial en 1974: “Con sorpresa
constatamos el modo en que, en un momento en el que la misma palabra
‘literatura’ era infamada, esta novela fue clandestinamente adorada por
muchachos de extrema izquierda”. Debemos reparar en la idea de que la
literatura, en esos años, era “infamada”. Eran los tiempos del gauchisme, de la
radicalización de las ideas de izquierda, que en Europa en los 60 todavía
tenían un aura festiva y libertaria (con el Mayo del 68 a la cabeza), pero que ya
en los 70, con el surgimiento de diversos grupos de lucha armada y acción directa,
habían tomado un giro sectario y mortal. La literatura –la novela como género– era vista como una manifestación burguesa, la herencia
degradada de un pensamiento reaccionario que no podía encarnar los conflictos
de la lucha de clase y de la revolución en ciernes. En términos editoriales,
ese horizonte político implicó una primacía del ensayo –especialmente de las
ciencias sociales– sobre la narrativa, es decir, del conocimiento de las “leyes
de la sociedad” –que había que conocer, precisamente, para poder cambiar el
poder– antes que el de la lectura –siempre sospechosa de hedonista– de una
novela. Las palabras y las cosas, de Foucault, publicado en 1966, fue el libro
más vendido del
año, y aún hoy es el libro más vendido de Francia en los doce meses posteriores
a su salida.
Calasso –y Adelphi–
tomó un camino opuesto y, como un cuerpo extraño a la época, apostó
especialmente por la narrativa centroeuropea de fines del siglo XIX hasta la Segunda Guerra
Mundial –y en “no ficción” por las obras completas de Nietzsche– antes que por
las diversas variantes del marxismo o del estructuralismo o de la novela
“experimental”, tan en boga en esos años. El tiempo le dio la razón, y Calasso, en
un ejercicio de autocomplacencia, no deja de mencionarlo sin cesar a lo largo del libro. No cabe duda
de que Adelphi, ya desde su primer libro en 1963 (las obras completas de
Büchner) construyó un gran catálogo narrativo. Flota, no obstante, la pregunta
por la tensión entre una editorial y su época. Otras editoriales que luego
también se volverían grandes y célebres, como la francesa Christian Bourgois
Editeur, por citar sólo un caso entre muchos otros, no siguieron ese camino, y
sus catálogos de principios de los 70 se nos vuelven hoy casi ilegibles
(¡Bourgois llegó a publicar en cuatro tomos el Tratado de economía marxista de Ernest Mandel!). Pero ya en los 80
abandonaron esa línea, volvieron a la ficción, y publicaron buena parte de la
mejor literatura actual y del siglo XIX. ¿Por qué? Porque estuvieron siempre
abiertas a la época, arriesgando en el presente, incluso en sus peores
desatinos. En cambio, Adelphi poco a poco se fue convirtiendo en lo que es hoy:
el museo del
buen gusto. Hace mucho que Adelphi no dice nada interesante sobre nuestra época
(y cuando lo pretende, apuesta por lo obvio, como traducir a Bolaño).
Las editoriales sirven para
intervenir en el presente, en el aquí y ahora, aun a riesgo de equivocarse.
Sirven para dejar una marca en nuestro tiempo, incluso cuando reeditan libros
escritos hace un siglo. Esa es la impronta del editor.
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