lunes, 30 de marzo de 2015

¿Es verdad que sirven para eso?

Publicada en el diario Perfil del día de ayer, la siguiente columna de Damián Tabarovsky, a partir de una reflexión sobre Roberto Calasso y la editorial Adephi, trata sobre el lugar que le corresponde a las editoriales en el pasado y en el presente.

La edición dice presente 

En L’impronta dell’ editore, traducido por Anagrama como La marca del editor, Roberto Calasso –escritor e histórico editor de Adelphi– escribe acerca de La cripta de los capuchinos de Joseph Roth, publicado en su editorial en 1974: “Con sorpresa constatamos el modo en que, en un momento en el que la misma palabra ‘literatura’ era infamada, esta novela fue clandestinamente adorada por muchachos de extrema izquierda”. Debemos reparar en la idea de que la literatura, en esos años, era “infamada”. Eran los tiempos del gauchisme, de la radicalización de las ideas de izquierda, que en Europa en los 60 todavía tenían un aura festiva y libertaria (con el Mayo del 68 a la cabeza), pero que ya en los 70, con el surgimiento de diversos grupos de lucha armada y acción directa, habían tomado un giro sectario y mortal. La literatura –la novela como género– era vista como una manifestación burguesa, la herencia degradada de un pensamiento reaccionario que no podía encarnar los conflictos de la lucha de clase y de la revolución en ciernes. En términos editoriales, ese horizonte político implicó una primacía del ensayo –especialmente de las ciencias sociales– sobre la narrativa, es decir, del conocimiento de las “leyes de la sociedad” –que había que conocer, precisamente, para poder cambiar el poder– antes que el de la lectura –siempre sospechosa de hedonista– de una novela. Las palabras y las cosas, de Foucault, publicado en 1966, fue el libro más vendido del año, y aún hoy es el libro más vendido de Francia en los doce meses posteriores a su salida.   

Calasso –y Adelphi– tomó un camino opuesto y, como un cuerpo extraño a la época, apostó especialmente por la narrativa centroeuropea de fines del siglo XIX hasta la Segunda Guerra Mundial –y en “no ficción” por las obras completas de Nietzsche– antes que por las diversas variantes del marxismo o del estructuralismo o de la novela “experimental”, tan en boga en esos años. El tiempo le dio la razón, y Calasso, en un ejercicio de autocomplacencia, no deja de mencionarlo sin cesar a lo largo del libro. No cabe duda de que Adelphi, ya desde su primer libro en 1963 (las obras completas de Büchner) construyó un gran catálogo narrativo. Flota, no obstante, la pregunta por la tensión entre una editorial y su época. Otras editoriales que luego también se volverían grandes y célebres, como la francesa Christian Bourgois Editeur, por citar sólo un caso entre muchos otros, no siguieron ese camino, y sus catálogos de principios de los 70 se nos vuelven hoy casi ilegibles (¡Bourgois llegó a publicar en cuatro tomos el Tratado de economía marxista de Ernest Mandel!). Pero ya en los 80 abandonaron esa línea, volvieron a la ficción, y publicaron buena parte de la mejor literatura actual y del siglo XIX. ¿Por qué? Porque estuvieron siempre abiertas a la época, arriesgando en el presente, incluso en sus peores desatinos. En cambio, Adelphi poco a poco se fue convirtiendo en lo que es hoy: el museo del buen gusto. Hace mucho que Adelphi no dice nada interesante sobre nuestra época (y cuando lo pretende, apuesta por lo obvio, como traducir a Bolaño).

Las editoriales sirven para intervenir en el presente, en el aquí y ahora, aun a riesgo de equivocarse. Sirven para dejar una marca en nuestro tiempo, incluso cuando reeditan libros escritos hace un siglo. Esa es la impronta del editor.


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