El
25 de febrero pasado, el cuentista y crítico argentino Fernando Sorrentino publicó en El Trujamán la siguiente columna
sobre Bartolomé Mitre. Para los muy jóvenes y los extranjeros, las referencias del principio son para el líder sindical Herminio Iglesias y para Carlos Menem (que, como todo el mundo sabe, fue dos veces presidente de la Argentina, aunque ahora resulta que nadie lo votó), ambos representantes del justicialismo, partido fundado por el general Perón.
El perenne amor de Bartolomé Mitre
por la traducción poética
En
1983 cierto político argentino suscitó el general regocijo de los televidentes
cuando, prefiriendo la analogía a la etimología, afirmó que, en las próximas
elecciones, su partido «triunfaría conmigo o sinmigo». Aunque
en esa ocasión su bandería cayó derrotada (consigo o sinsigo), años
más tarde conoció la victoria y llevó a la presidencia a otro docto varón, que
cumplió las proezas bibliográficas de leer las memorias de Sócrates y las
novelas de Borges, según declaró con visible orgullo. En los días de mayo de
2003, obedeciendo el consejo evangélico (Haceos como niños), el mismo
expresidente nos impartió una lección de humildad al conjugar el pretérito
perfecto simple del verbo andar como lo haría un párvulo de tres
años: evitando el pedantesco anduvo y
sustituyéndolo por el simpático andó (en sintonía con otro rival
—gobernador, abogado, plutócrata, siempre arregladito como pa' ir
de boda— que escribió petrolio por el codiciable hidrocarburo que
suele desencadenar la filantropía de Anglosajonia).
Hombres, en fin, menos entusiastas del estudio o del
conocimiento que de la insensatez y de la rapacidad, la lectura más compleja
que la mayoría de los actuales políticos argentinos logra alcanzar son las
revistas deportivas o de chismes televisivos, cuya exégesis puede derribarlos
en un surmenage rayano con la catatonia y acaso con
la muerte por estallido cerebral.
Pero no siempre sucedió así.
La carrera política del general Bartolomé Mitre (1821-1906)
encontró panegiristas y detractores. En tal sentido, yo no estoy en condiciones
de emitir juicio alguno, pero sí estoy seguro de que fue una persona en extremo
inteligente, ilustrada, laboriosa y capaz.
Si no hubiera cumplido otro trabajo intelectual que
documentarse con la máxima escrupulosidad y componer la Historia
de Belgrano y de la independencia argentina y
la Historia
de San Martín y de la emancipación sudamericana, tendría asegurado un
lugar de honor entre los próceres de la cultura. Aunque de modestos méritos,
asimismo escribió poesías, dos dramas históricos (Cuatro épocas y Policarpa
Salavarrieta) y dos novelitas sentimentales (Soledad y Memorias de un botón de rosa).
También le alcanzó el tiempo para ser presidente de la Argentina entre 1862 y
1868, para desempeñarse como generalísimo de la Triple Alianza en
1864 y para fundar en 1870 el diario La Nación , que aún perdura con excelente
salud.
Pero, paralelamente a tantos afanes políticos, militares,
historiográficos y literarios, durante toda su vida lo acompañó el amor por la
traducción poética.
Ricardo Caillet-Bois nos dice que Mitre:
“Conocía
el latín y poseía a fondo el italiano, el francés y el inglés. Desde los veintidós
años, al mismo tiempo que aumentaba sin cesar el bagaje de su cultura
histórica, se preocupaba por perfeccionar su estilo. «Me sobra facilidad para
expresarme en verso —escribió en [su] Diario […]—, pero encuentro dificultad para
hacerlo en una prosa que me llene, porque me falta un estilo propio».”
El
drama Ruy
Blas, de Victor Hugo, se estrenó en Montevideo a mediados de 1840, en
traducción en verso del bisoño Bartolomé, de apenas diecinueve años.
Un año antes había traducido la «Elegy
Written in a Country Churchyard», de Thomas Gray, tarea en la que lo
había precedido su también joven compatriota José Antonio Miralla en 1823
(trujamán «Al Parnaso por medio de la traducción»).
Veinticuatro años más tarde (1863), siendo presidente de la República , vierte al
español «A Psalm of Life» («Salmo de la vida»), de
Longfellow.
En 1888 traduce, de Victor Hugo, «Oh!
n'insultez jamais une femme qui tombe!» con el título, más tranquilo, de
«La mujer caída», y en 1889 «La prière pour tous» («La
oración por todos»).
Escribe
don Rafael Alberto Arrieta:
“Pero
hacía cuarenta años que La divina comedia era
uno de sus libros de cabecera y lo incitaba, aunque sin decidirlo. Pensando al
fin que «es uno de esos libros que no pueden faltar en ninguna lengua del mundo
cristiano, y muy especialmente en la castellana, que hablan setenta millones de
seres, y que a la par de la inglesa —como que se dilatan en varios territorios—
será una de las que prevalecen en ambos mundos», y convencido de que la versión
del conde de Cheste, única española, traicionaba el buen gusto y el buen
sentido, comenzó la suya, «iniciada por vía de solaz y continuada con un
propósito serio.
En 1889 se conocieron cuatro cantos del «Infierno»; en 1893
Mitre dio por concluida la traducción total de la obra. Como no podía ser de
otra manera, su versión recibió elogios y objeciones; también generó algún
cuentecillo satírico (que me permití recordar en el trujamán «De gringos, perjuicios y traducciones»).”
Por último, llegando ya a sus ochenta años (1900) y
utilizando el seudónimo de «Un Arcade de Roma», publicó la versión definitiva
de sus traducciones de las odas de Horacio: Horacianas. Ad litteram versæ (con notas y nuevos
comentarios).
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