Karina Sainz Borgo publicó la siguiente nota en Vozpópuli, de España, en algún momento
del año pasado.
"Admiro a los editores jóvenes: echan a nadar al mar
y los recibe el ministro del interior con pelotas de goma”
Visitó por primera vez una imprenta a los seis años. Le
llevó su padre, el publicista y editor Jacobo Muchnik. Había un ejército de
linotipistas, recuerda. “Todos eran italianos refugiados en Argentina”. Uno de
los impresores se acercó a él y compuso su nombre en un cliché: Mario. Pero al chico algo no
le cuadraba. “Es mi nombre, pero está al revés”, le dijo. Entonces el
linotipista dio la vuelta al tipo y lo estampó en un papel. Ahora sí, su nombre
aparecía correcto. “Así se hacen los libros”, le dijo al pequeño.
A sus 83 años, Mario Muchnik (Buenos Aires, 1931) recuerda aquella
estampa vieja; parece que la paladea, incluso la soba como a la estampita de un
tiempo extinto. Lo hace en una apretada librería Rafael Alberti, que esta tarde reúne a
lectores y editores en uno de sus acostumbrados encuentros. Como casi siempre
en la Alberti ,
no cabe un alma. Pero hoy todavía más. Muchnik ha participado en los Encuentros de editores
que la librera Lola Larumbe organiza una vez al mes, y lo ha hecho
sosteniendo el cliché imaginario de un nombre al revés. “Todo lo que sé de
edición me lo dijo aquel impresor en Fabril: así se hacen los libros, así se
hacen los libros”, repite en su conversación pública con Javier Jiménez,
editor de Forcola.
Físico, autor, editor, lector –también
magnífico fotógrafo–, Mario Muchnik lleva
el oficio como su acento. No lo escogió y tampoco puede esconderlo. Siendo un
adolescente, Ernesto
Sábato le explicó matemáticas y
veía a Borges tomar el té en su casa. Nacido en Buenos Aires, en 1931, Muchnik
piensa que “las esquinas son un
invento porteño, ese lugar donde deben hablar los hombres, como en los cuentos
de Borges”. Justo antes de comenzar esta charla se entretiene
el editor hablando en el vértice que forman al cruzarse las calle Tutor y
Benito Gutiérrez.
Su primera traducción literaria la
hizo con su padre, aquel hombre que se empeñó en encontrar en las páginas
amarillas el teléfono de Arthur Miller.
“Buscó todos los A. Miller que había en el listín”. Y lo consiguió. Tras una
breve conversación, Jacobo fue hasta la casa del dramaturgo. Lo encontró
reparando una radio. De aquella conversación salió no sólo un puñado de buenas
migas, sino también la traducción de Las brujas de Salem, publicada en Buenos
Aires en 1955 por el sello Jacobo Muchnik Editor.
Años más tarde –después de terminar Física en la Universidad de
Columbia– Muchnik empezó a trabajar en París con Robert Laffont. Ya en los años
sesenta, en Barcelona, fundó con su padre, Muchnik Editores, una empresa familiar que pasó
a llamarse El Aleph, la misma que edita sus memorias y que pertenece ahora al
grupo Planeta. Muchnik, que también trabajó en Anaya y con Carlos Barral, fue
el primero en España en editar a Elias Canetti, Elie
Wiesel, Primo Levi, Ismail Kadare o Bruce Chatwin. “Dar consejo
sin ejemplo es echar abajo el templo”, dice el argentino. “Pero la verdad es
que a mí me habría gustado tener fortuna antes de empezar a editar. Me hubiese
permitido tener más aplomo y una edición más cultural. Eso sí: odo lo que edité
fue a sabiendas, nada lo edité por casualidad”.
Reconoce Muchnik, eso sí, que sólo
dos libros le han dado pérdidas. Una biografía de Menotti, el ex
entrenador del Barça –“no vendimos ni uno, dice”– y Confidencias, la televisión por dentro (1985), del periodista Manuel Campos
Vidal. “Fue un verdadero desastre. Conseguimos que el libro lo presentara el
entonces alcalde de Madrid, Tierno Galván, quien dijo en el acto: ‘En un
comienzo me interesó este libro. Pero, Manolo, todo esto que cuentas aquí ya yo
lo sabía’ –el editor suelta una risa chisposa y malévola–. No vendimos ni un
ejemplar”.
Pasando revista a qué demonios es
un superventas, Muchnik recuerda cómo muchos de sus libros: La metamorfosis de
Kafka o incluso libros de Elías Canetti,
no llegaban a vender más de 400 ejemplares. Eso dice este hombre de barba
blanca, ese a quien los lectores deben, entre otras, apuestas como la que hizo por Ifigenia –aquella señorita caraqueña que
escribía porque se aburría– de Teresa de la Parra.
“Cuando un libro
vende un millón de ejemplares, no es un éxito editorial, es un éxito comercial.
Eso no quiere decir que a un editor no le importen las ventas. Pero un editor
debe velar por su editorial como lo haría un panadero con sus hogazas. No puede
hornear más de las que se venden… –hace una pausa y retoma la misma idea–: Si
yo hubiese tenido capital…”, afirma Muchnik como quien contempla una cerilla ya
consumida. No hace mucho, el argentino le dijo al periodista Peio Riaño, amargo
y sincero: “Tengo 83 años y busco trabajo”. Los años, sí,
le han pasado factura; y de las buenas. Está en bancarrota, debe abandonar su
enorme piso de lector impenitente y no consigue un reflejo en el panorama
editorial que él, hace años, contribuyó a crear.
Esta tarde en la Alberti , Muchnik recuerda
muchísimas otras cosas. Ha venido a eso, a recordar –¡como si fuera tan
sencillo!–. Cuenta el argentino cómo Carlos Barral llegó a reprochar a su padre que le
arrebatase todos los libros en la
Feria de Frankfurt. “Cada vez que llego a por un libro, usted
se lo ha llevado, le dijo Barral. Será porque me levanto más temprano que tú,
le respondió mi padre”. Vaya años en que a Frankfurt iban editores de verdad y la Balcells pedía a voces a
Barral que le pagara lo que le debía. “Era más humano, más cercano. Ahora eso
está lleno de lobos de Wall Street”.
“Ahora en Frankfurt,
y en las editoriales en general, lo que hay son horteras. Hablan de libros que
no se han leído. Y si hablan es para decir cuánto les costó. Estos tipos no
saben de eso. Los editores que leen ya no existen. Hay libros de provocación y
libros de consolación. O como decía Einaudi –Giulio Einaudi, mítico editor
italiano y maestro de Muchnik–: hay editores sí y no. Yo soy un editor sí,
aunque eso me haya traído penurias económicas”, recuerda el argentino, quien
entre idea e idea suelta un silencio que suena a suspiro, a pitido, a
respiración difícil.
Son casi las nueve de una tertulia
inusualmente larga. Concurrida como la que más. Si Muchnick pudiera volver a
decidir, no se dedicaría nuevamente a esto. Prefiere la fotografía. “Hoy no sería editor.
Admiro a los editores jóvenes, que echan a nadar al mar y los recibe el
ministro del interior con pelotas de goma... ”. El apretado auditorio ríe, con esa
carcajada dolida que producen los chistes puñeteros. El encuentro termina. La
gente comienza a levantarse de sus sillas cuando Mario Muchnik alza la voz, así
como quien apura un vino antes de una invitación. “¿Alguien está interesado en
tener una biblioteca? ¡Vendo la mía!”. La tarde ya se ha vuelto noche y en las
esquinas no hay hombres hablando. Están silenciosas, despobladas. Y entonces
viene a la mente el pequeño artilugio de plomo fundido; el reverso de un nombre
que se endereza al ser impreso en un papel. “Así se hacen los libros”.
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