A pesar de la frase de Antonio de Nebrija que, tomada del prólogo de su Gramática castellana (1492), ilustra esta entrada, Alex Grijelmo le pone garra y firma la siguiente nota
aparecida en El País Semanal, la
revista del diario madrileño El País,
parte del Grupo Prisa, correspondiente al domingo 10 de mayo pasado.
Todas las voces del español
La
lengua española goza de una
gran unidad, casi nadie lo pone en duda. Dos hispanohablantes de
cualquiera de los países que tienen este idioma como oficial y que acaben de
conocerse se entenderán sin problema, a pesar de que de vez en cuando surjan en
su diálogo tres tipos de palabras conflictivas (en muy diferente grado):
1. Las que uno de los dos no reconoce como parte de su léxico
pero entiende perfectamente, sobre todo porque es capaz de deducir sus
cromosomas: un español no se bañará en una “pileta”, pero sabrá a qué se
refiere su interlocutor argentino cuando le proponga nadar un rato en ella.
2. Aquellas otras que se desconocen por completo: ¿qué querrá
decir un mexicano que se refiere a su achichincle? (ayudante de poca monta).
3. Los términos que se conocen pero no significan lo mismo en
según qué sitio (huiremos del verbo que surge de inmediato, pero podemos hablar
de la “polla” –apuesta– o de la “cola” –trasero–; o recordar que cuando un
venezolano “exige” algo, sólo está rogándolo encarecidamente).
En cualquier caso, se trata de pequeñísimas dificultades que
se suelen superar con el contexto.
De
todas formas, ¿no estaría bien elaborar un Diccionario
internacional de la lengua española que
contuviese todas las palabras del español general (las que entiende cualquier
hablante) y además el término más común o mayoritario en los distintos países
y, aparte, los casos en que se dan divergencias entre ellos? ¿Y podría llamarse Diccionario del español universal?
Pues
bien, ese proyecto existe. Desde 1997, y coordinado por el prestigioso
lingüista mexicano Raúl Ávila, participan en él 26 universidades de 20 naciones
(en España, las universidades de Alcalá y de Almería), algunas de ellas de
países que no tienen el español como lengua oficial; pero nadie sabe cuándo se
podrá terminar. El proyecto va caminando, y consiste en que esos centros
académicos promuevan líneas de investigación que encajen con él.
El empeño se denomina oficialmente Difusión del Español por
los Medios (DIES-M), un título modesto: ante la imposibilidad de abarcar con un
sentido científico el vasto mundo del idioma, los filólogos involucrados se han
dedicado a analizar el vocabulario de los medios de comunicación de todos los
países, para extraer sus afinidades y sus divergencias. De momento, ya han
comprobado que más de un 90% del léxico forma parte del “español general” (esas
palabras como mesa, silla, soñar, dormir…). Y que también se dan divergencias,
por supuesto; escasas, pero que acarrean sus problemas.
Juan Villoro, escritor y periodista mexicano, recuerda una
anécdota de su compatriota José Emilio Pacheco, premio Cervantes en 2009. El
poeta, fallecido en 2014 a
los 74 años, solía contar su experiencia en un hotel de Madrid donde nadie
entendió que pidiera “un plomero para componer la llave de la tina”. Lo que
necesitaba, claro, era “un fontanero para reparar el grifo de la bañera”.
“En una sola frase”, explica Villoro, “casi todas las palabras eran distintas. Sin embargo, creo que normalmente se exageran las diferencias de vocabulario que se dan entre los países hispanos, pues la confusión suele ser más divertida que la claridad”.
Ese
futuro diccionario que ahora parece más bien un sueño contendrá algún día el
listado de las miles y miles de palabras comunes (“cabeza”, “zapato”, “bosque”,
“casa”…) y también el de las variantes con mayor número de usuarios cuando se
den distintas opciones para un mismo concepto; pero se cruzará este último dato
con la dispersión del vocablo (es decir, con el número de países donde se
emplee, pues no se considera suficiente con ganar por cantidad de hablantes,
que para eso México se bastaría en la mayor parte de los casos). Por ejemplo,
entre las variantes “acera”, “vereda”, “andén”, “sendero” o “banqueta” (todas
las cuales nombran lo mismo), la ganadora sería “acera”, como se dice en España
y otros países. Sin embargo, tanto España como México, que suman más de 144
millones de hablantes, perderían la batalla ante las opciones “ordenador”,
“computador” y “computadora”. Ganaría “computador”, que no se oye ni en México
ni en España.
En España se dice “coche”. Pero “carro” en México, Guatemala,
Costa Rica, Panamá, Cuba, República Dominicana, Puerto Rico, Colombia,
Venezuela y Perú. En Cuba usan “máquina” (también en la República Dominicana
y Puerto Rico), mientras que “auto” se oye con mucha frecuencia en Argentina,
Chile y Uruguay. Ahora bien, en todos esos países se conoce como equivalente
general la palabra “automóvil”. Ésta sería, por tanto, la voz adecuada para un
texto que aspirase a ser recibido como natural por el 100% de los hablantes,
aunque sólo a un 35,5% le brote su uso en una conversación.
¿Y para qué serviría este empeño?: para que todos los
fabricantes de aparatos o todos los laboratorios farmacéuticos o todos los
subtituladores de películas o todos los redactores de noticias que trabajan en
español con destino a un público internacional pudieran elaborar un solo manual
o prospecto, o una sola traducción, un solo programa de contestación automática
verbal en consultas telefónicas de vuelos o de hoteles… Eso implicaría un
notable ahorro de costes y de tiempo. Y una mayor eficacia ante los hablantes
de las distintas modalidades del español.
El proyecto, en resumen, pretende abarcar el estudio de las
principales variantes del idioma, jerarquizadas por su grado de difusión
internacional, nacional y regional a través de los medios. De tal modo, quienes
fueran capaces de usar ese “español internacional” en la comunicación verían
reducidas las barreras léxicas para sus proyectos, ya fueran editoriales,
periodísticos o tecnológicos.
Por
ejemplo, un traductor que lleve al español una novela del Paul Auster puede
escribir en un momento dado la palabra “cerilla”; opción que le sonará extraña
y hasta extravagante a un lector de México (quien diría “cerillo”); pero eso no
ocurriría si la tradujese como “fósforo” (término usado en España y en casi
toda América, y entendido por cualquier hablante). Si se pone “cerilla” en boca
de un personaje de Auster, muchos hispanoamericanos pensarán que ha de tratarse
por fuerza de un personaje español.
Porque, como sostiene Ávila, “los traductores parecen ignorar
que también existen españolismos”. Y ese futuro diccionario habrá de marcar
como tales algunos miles de esos vocablos que ahora la Academia muestra como
integrantes del español general y que sin embargo sólo se usan en España:
“mechero”, “bragas”, “bañador” o “cotillear”, por ejemplo.
José
Antonio Pascual, vicedirector de la Real Academia , elogia este reto de Raúl Ávila:
“¡Todo lo que suponga disponer del mayor número de datos posibles referentes al
léxico sea bienvenido! Siempre me ha gustado esta idea de Raúl Ávila”. Pascual
entiende que el proyecto no podrá abarcar todo el ámbito del español (el léxico
de cada pueblo, de cada aldea). Por ello, “la elección de un amplio corpus de
la prensa es lo indicado: no sólo por la comodidad que ello supone, sino porque
es el más cercano a lo coloquial, mucho más cercano que, por ejemplo, la lengua
literaria”.
Ese propósito de acercar las distintas variantes del idioma se parece mucho a lo que se ha llamado la busca del español neutro. Pero se llegaría a él con una base académica y científica; y no se convertiría en un idioma español de ningún sitio, sino en un idioma de todos o, al menos, de la mayoría. Un léxico común que no se piensa para las obras literarias (donde aflora la riqueza léxica peculiar de cada autor y de su entorno) y que tampoco tiene como objetivo acabar con las variedades nacionales o regionales, sino contribuir a una mayor cercanía de los pueblos hispanos cuando se quieran evitar los malentendidos en una comunicación internacional y masiva.
Los estudios parciales que ya se han ido concluyendo muestran
que más del 90% del vocabulario que se usa en periódicos, emisoras y
televisiones es entendido en cualquier otro país hispano. El propio Raúl Ávila
abordó un estudio en 1994 sobre 430.000 palabras pronunciadas en la radio y la
televisión mexicanas y concluyó que el 98,4% de los términos correspondían al
español general. Por tanto, el vocabulario diferencial se quedaba en un 1,6%.
Juan Miguel Lope Blanch analizó en el año 2000 un total de
133.000 vocablos del área de Madrid correspondientes a la norma culta, y
encontró que el 99,9% era vocabulario común a México. Otro de los estudios
acometidos en este proyecto señala que el doblaje de la película La chaqueta metálica hecho
en México habría servido perfectamente en España si nos atenemos al vocabulario
(no así por el acento, claro). Por tanto, sólo se habría necesitado un trabajo
de subtitulación y no dos, según el estudio que hizo el propio Raúl Ávila.
La doctoranda Luana Ferreira, neoyorquina de padres
dominicanos,defendió el
pasado abril en la City University de
Nueva York una tesis (Densidad léxica: estudio
comparativo entre la prensa hispana de Estados Unidos e Hispanoamérica)
en la que se comparan tres periódicos estadounidenses en español (de Los
Ángeles, Miami y Nueva York) con otros tres de la América hispana (México,
Colombia y Argentina); y llega a la conclusión de que las palabras marcadas
como ajenas al español general suponen menos del 1%. Según se lee en la tesis,
se usan 10 anglicismos en la prensa norteamericana por cada 10.000 palabras; y
el 99,8% de los vocablos escritos en los periódicos de Hispanoamérica y el
99,7% de los términos de la muestra estadounidense están registrados en el Diccionario de la Real Academia Española. A ello hay
que añadir que, por ejemplo, ni “bicisenda” (Argentina), ni “carril bici”
(España), ni “ciclopista” (México) figuran en el Diccionario, pero cualquier hispanohablante las
entenderá cuando lleguen a sus oídos por primera vez.
“Todo esto significa”, interpreta Ávila, “que también la
prensa norteamericana en español busca la unidad lingüística”.
Por ello, el filólogo mexicano expresa sin disimulos esta
idea:
–Es muy importante mantener la unidad idiomática, gane quien gane y pierda
quien pierda.
–¿EL PAÍS debería escribir entonces
“computador” en vez de “ordenador”?
–Claro. En México perderíamos con “acera” en vez de “banqueta”, y ustedes
perderían con “computador”; y nosotros también, porque decimos “computadora”. Y
perderíamos ustedes y nosotros con “maní” en vez de “cacahuete” y “cacahuate”,
porque “maní” se usa en más países y por más hablantes. Si usted quiere emplear
un término del español internacional, diga “maní”, y diga “papa” en vez de
“patata”. Pero la norma hispánica se tendrá que hacer entre todos, sin
predominio de ninguno.
¿Y eso no acarreará que en cada país se dejen de emplear los
términos específicos o diferenciados? Se supone que no. Simplemente, se trata
de crear un registro internacional para facilitar la comprensión en casos muy
concretos, no de arruinar la riqueza y diversidad de nuestra lengua.
Raúl Ávila recurre a un antiguo aforismo para remachar: “Todo
lo que no es universal es folklórico”.
Las conversaciones entre hispanohablantes carecen de
problemas de comprensión, pero hallarán menos dificultades cuanto más culto sea
su registro. Sobre todo por el gran conocimiento pasivo que tenemos de las
demás variedades (quizás un español peninsular no diga ni “platicar” ni
“plomero”, pero entenderá perfectamente al mexicano que use esos términos;
sobre todo en una situación comunicativa determinada). Además, en gran cantidad
de casos deducimos los significados al percibir esos cromosomas que se
descubren dentro de las palabras (si nos hablan de una persona “confiable”, ya
entendemos que es alguien de fiar).
Humberto López Morales, secretario de la Asociación de Academias
de la Lengua Española ,
escribió en su libro Aventura del español en América: “Hace ya
muchos años que se viene echando en falta un repertorio léxico del español
general”. Pero también prevenía contra el empobrecimiento: “Se piensa,
equivocadamente, que la buscada neutralidad se consigue simplificando la
lengua, reduciendo el vocabulario a mínimos insospechados”. Al contrario, esos
trabajos contribuyen a resaltar la riqueza y la variedad del idioma: un solo
concepto dispone de muchas formas para ser expresado.
Sin embargo, sostiene Raúl Ávila, los medios –desde la
imprenta a Internet– siempre han promovido la unidad de las lenguas. Y su
estilo no influye tanto en la gente: “El estilo de los medios es uno; y el de
las conversaciones, charlas o pláticas en una cantina o bar, otro. Los medios
promueven la unidad, pero los individuos tienen el recurso de la variedad, de
acuerdo con el contexto y sin más limitación que el uso adecuado de un
vocabulario íntimo. Recordemos que en algunas circunstancias se prohíbe decir
malas palabras, pero en otras se prohíbe no decirlas”.
También se puede concluir que en cuestiones como los
prospectos farmacéuticos o las instrucciones para usar un extintor con eficacia
más vale asegurarse de que no haya equívocos. Y además, según los expertos aquí
consultados, siempre resultará útil tener codificadas las afinidades y las
diversidades de la lengua, para escoger de entre ellas según el caso; y, sobre
todo, para que de esa manera crezca el conocimiento de los usos alternativos de
una palabra hasta que incluso se puedan asumir un día como sinónimos. Así
sucede ahora en España entre “juerga” y el americanismo “farra”, tomado ya como
propio.
Y aunque ese Diccionario
universal del español se demore, los estudiosos de nuestro
léxico creen que no hay nada que temer, ni ahora ni luego, porque la facilidad
de los hablantes para conversar sin problemas en todo el ámbito del español
seguirá vigente sin que nada de esto los perturbe.
Las divergencias entre variedades idiomáticas no se limitan al léxico, que es sólo la epidermis de la lengua. Y la lengua escrita no es tampoco la lengua viva. Hay muchas diferencias pragmáticas (las que causan mayores problemas de comunicación), morfonsintáticas y fonético-fonológicas, y no digamos culturales (mundo referencial). Pensar que esa ingeniería léxico-normativa es posible para unificar la lengua es una tontería que desacredita como lingüista a quien la defiende. Si sirve para algo, es simplemente para medios escritos y foros de comunicación internacionales, pero no vale para nada más ni va a lograr una nivelación idiomática generalizada.
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