Publicado el viernes 1 de
mayo en ADN, el suplemento cultural
del diario La Nación , de Buenos Aires, el comentario de Pedro Rey es el primero que da cuenta
de la nueva traducción del Ulises, efectuada por Marcelo Zabaloy con Edgardo
Russo, para la editorial argentina Cuenco de Plata.
El retorno de Ulises
Al dar punto final al Ulises, libro con el que
trastocaría para siempre el arte de la novela, James Joyce aseguró que había
puesto tantas alusiones y pistas en su obra que los críticos tendrían trabajo
por muchos, muchos años. A poco menos de un siglo de la publicación del libro
(lo sacó Sylvia Beach, librera de París, en 1922), la frase se ve corroborada
por la correntada de literatura crítica que continuó el estudio pionero de
Stuart Gilbert, a quien el propio Joyce usó como correa de transmisión de
muchas de las claves del texto, homéricas y de las otras. El escritor irlandés
no contempló a los traductores en su profecía autocumplida, aunque sí parece
haberles dedicado arteramente su obra siguiente: la metamórfica Finnegans
Wake, imposible de verter a otra lengua.
Lo cierto es que a pesar de las dificultades Ulises no dejó de hacer camino, con
fascinación sostenida, en los más diversos idiomas. El periplo en castellano
incluye una temprana incursión de Borges por el final del monólogo de Molly; la
primera, heroica versión completa debida a J. Salas Subirats, que publicó
Santiago Rueda en Buenos Aires (1945); la del español José María Valverde
(1976) y, en fecha más reciente, otra firmada por Francisco García Tortosa y
María Luisa Venegas. A todas ellas acaba de sumarse una flamante traducción
argentina, realizada por Marcelo Zabaloy con la colaboración de Edgardo Russo
(El cuenco de plata), que recuerda una verdad elemental: la vitalidad de un
clásico se refleja en la capacidad de cada época para reapropiárselo.
Juan José Saer reivindicó la primera versión de Salas
Subirats, a pesar de algunos errores evidentes, como no haber advertido la
recurrencia de ciertos leitmotivs lingüísticos. "El río turbulento de la
prosa joyceana, al ser traducido al castellano, por un hombre de Buenos Aires –anota
en Trabajos– , arrastraba
consigo la materia viviente del habla que ningún otro autor –aparte quizá de
Roberto Arlt– había sido capaz de utilizar con tanta inventiva, exactitud y
libertad". Saer defendía esa versión frente a la de Valverde, más ajustada
desde el punto de vista filológico, pero que, con su "tono de desdén
justiciero" ante los defectos de su antecesora, olvidaba lo que ella misma
tenía de provisional.
La nueva aproximación a una obra maestra invita –en homenaje
a los prolongados esfuerzos del traductor– a un juicio lento, decantado. El
enfoque verbal de Zabaloy, que un lector argentino agradece de manera
intuitiva, permite un acceso inmediato al formidable laberinto de múltiples
entradas por el que deriva Leopold Bloom durante aquel 16 de junio de 1904,
fecha de la acción. Basta, para comenzar, celebrar alguno de sus hallazgos. ¿Un
ejemplo? El final del primer episodio, cuando Stephen Dedalus abandona la torre
Martello y una voz "dulcítona y sostenida" (sweettoned es el neologismo ideado por Joyce) parece llamarlo desde
el mar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario