Si se lo deja suelto, Andrés Ehrenahus dice cosas como ésta. Pero si se le da lugar, las escribe y las publica en el Trujamán de ayer.
Encopresis de traductores
De un tiempo a esta parte vengo observando un fenómeno que no deja de despertar mi curiosidad menos morbosa. Quizás debo aclarar que yo me curtí en épocas del traductor invisible (sí, llámenme viejo nomás), cuando la pulsión narcisista estaba supeditada al pudor del aprendiz eterno. Hoy en día, no obstante, compruebo no sin asombro que la invisibilidad de antaño, injusta tal vez pero enormemente balsámica, tiene visos de ser desmantelada por un brote de exhibicionismo new age que amenaza con dejarnos a todos, los no desnudistas incluidos, en pelota como nuestros paisanos los indios (y esto no lo digo yo sino que es cita textual de don José de San Martín, Libertador de Chile y Perú y tan argentino como el papa), aunque no como justiprecio por ser libres sino por mero capricho de esa voluntad de personarnos cuando y donde no nos llaman, como el conejo que sale de debajo de la mesa del mago después de haber desaparecido como es debido por la chistera.
¿A qué viene, me pregunto, tanta necesidad de mostrar el resultado de nuestros afanes como si fuéramos lactantes que con anhelante alegría les ofrecen a sus madres el producto de sus vientres? Posiblemente la primera vez sea entendible, o cuando lo producido presente características (de color, de consistencia, de dificultad) inusitadas, pero ¿cada vez? ¿Mirá mamá lo que acabo de hacer? ¿Una vez tras otra? ¿Incluso cuando el resultado es tan exiguo que qué te voy a contar? Tengo para mí que el error, por llamar así a una parafilia, se asienta en un apresuramiento, en un apretón, diríamos mejor, a la hora de (¡oh, cómo odio esta expresión!) entender que la invisibilidad del traductor es un estigma dialéctico del que no solo no nos desprenderemos jamás del todo sino que desprendernos de él es lo mismo que querer encadenarnos solitos al Gólgota para que venga el águila a picarnos el hígado día sí y día también. Porque, ¿qué es traducir? ¿Una gloria, un honor, un orgullo? ¿O una masacre necesaria que conviene mantener pudorosamente velada? No conozco traducción que no haya dejado tras de sí un desolador reguero de sangre. ¿Por qué, para qué exhibir el nuevo engendro como si no tuviéramos las manos más manchadas que don Macbeth? Y sí, había que traducir, dirá el verdugo, había que hacerlo, y había que hacerlo bien, es decir, sin que el condenado sufriera innecesariamente, pero de ahí a colgar los restos desmembrados de una pica o un féisbuc hay un mundo.
Traducir es necesario o, cuando menos, posible. La prueba está en que traducimos. También es necesario, con perdón, defecar. Es más, me atrevo a decir que lo último es infinitamente más necesario que lo primero.Eppur… Sigamos traduciendo, con el mismo cuidado y delicadeza con que deberíamos acometer todas aquellas labores que, si bien se gestan en el ámbito de lo privado, tienen un correlato público insoslayable que redobla, o debería redoblar, nuestro sentido de la responsabilidad, pero cuidémonos de exhibir según lo qué, sobre todo si es todo y en ocasiones huele. Si la invisibilidad es lo que nos desvela, no será así como la revertiremos. Mostrar el truco del conejo deshace la magia, no la vuelve más accesible ni redunda en la popularidad del mago. Enseñar todas nuestras traducciones como si fueran palomas impolutas salidas de una chistera no nos hará más visibles sino a duras penas más exhibidos: nunca olvidemos que a nuestras palomas les faltan plumas, a veces un ala, a veces un ojo o una costilla. Pero siguen siendo palomas.
Andrés dice cosas que son muy ciertas (y con las que estoy de acuerdo). Pero la visibilidad también trae cosas buenas. El problema es, como de costumbre, encontrar el justo medio. Y en ello estamos todos, supongo. Abrazo fuerte
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