El pasado 7 de octubre, Patricia Kolesnicov
publicó la siguiente columna en Ñ, en
la que se refiere a una serie de avisos que los genios del Gobierno Autónomo de la Ciudad
de Buenos Aires, colgaron en toda la ciudad, siguiendo con su costumbre de tutear
a los ciudadanos y, ahora, empezando a hablar en lunfardo. En síntesis, una
nueva grosería
Gracias, yo a morfar no voy
El
profesor era polaco, traía un castellano de escuela y biblioteca, trabajaba en
una multinacional cerca del Obelisco y lo contaba así: “Yo escuchaba ‘pendejo’
de aquí, ‘pendejo’ de allá. No entendía hasta que pregunté y me tradujeron:
quería decir ‘chicos’. Perfecto, perfecto. Feliz con mi nueva palabra entre los
dientes bajé con mis dos secretarias en el ascensor. Me despedí de ellas en voz
alta en el hall de la corporación: ‘¡Chau, pendejas!’”.
Los alumnos,
todos hispanoparlantes, nos reímos. No estaba mal, pero estaba mal. Porque no
alcanza el diccionario para hablar. Un error de registro de lengua –es el caso–
te deja en offside . Y hablar es hablar en contexto: con
alguien determinado, con las relaciones que nos unen con ese alguien, en un
lugar, en un momento. No es igual “pendejas” que “chicas”, no quiere decir lo
mismo: el registro también tiene significado, da cuenta de quién es quién y
dónde estamos. Las secretarias se podían haber ofendido: ¿quién es el jefe para
hablarles ASI?
Algo de eso se
me ocurre cuando en la calle me corta el paso un cartel del gobierno porteño.
“Vamos a morfar”, me dice. ¿Cómo?
Lo primero que
pienso es “¿Por quién me ha tomado”. ¿Por quién me ha tomado ese aparato del
Estado? ¿Por qué habla –me habla– así ese cartel amarillo? ¿Será que algún
publicista ha concluido que si dice “morfar” estamos más cerca? ¿Será que nadie
le explicó que una patinada en el registro de lengua puede ser considerada una
agresión?
Me gusta
pensar en la alumna de una escuela que se acomoda los cordones y el nivel de
lengua para entrar a la Dirección. Cuando no lo hace –si dice “morfar”, por
ejemplo– está probando los límites.
Las palabras
–aunque hagamos fuerza– no crean la realidad, no crean vínculos. El gobierno
porteño no está más cerca y no es mi amigo porque me hable como si estuviéramos
saltando abrazados en el tablón.
Se ve que no
me conoce el gobierno porteño, que me habla así. Se ve –en lo inapropiado del
nivel de lengua– que no somos amigos.
Quiero ser
clara: no me molesta ninguna palabra, pero la elección de un registro que no se
corresponde con el vínculo real es forzada, es intencionada, alguien miente.
Porque el gobierno
tiene maneras muy efectivas de estar cerca: podría, por ejemplo, garantizar
vacantes para todos los chicos de jardín; eso nos haría muy amigos.
Y más allá de
las palabras: según el mismo gobierno porteño, en Buenos Aires cuatro de cada
diez chicos es obeso. Morfan, ¿ viste?, morfan porquerías como el sándwich que
se está zampando el modelo del cartel. En ese contexto –otra vez el bendito
contexto, la desgrañada realidad– no es amigo, no es cercano, el gobierno que
elige ese sándwich como ícono de la felicidad, por más que me hable usando el
registro coloquial. Y se puede parecer bastante a lo contrario.
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