El 28 de junio de 2013, Andy Martín, autor de The Boxer and the Goalkeeper: Sartre vs Camus y profesor en la Universidad de Cambridge, publicó la siguiente columna en el New York Times. La tradujo para este blog Julia Benseñor y, por alguna oscura razón, quedó boyando en el ciberespacio. Hoy, recuperada, se ofrece a los lectores.
La traición de los traductores
La cuestión es que siempre habrá muchos peces en Vingt mille lieues sous les mers. Cuando una editorial me encargó que hiciera una nueva traducción de la épica submarina del siglo XIX de Julio Verne, estaba seguro de que aportaría una cuota de mi jubiloso talento a la historia del capitán Nemo, su submarino, el Nautilus y la gigante ballena asesina. Pero me había olvidado de la sistemática taxonomía que caracteriza a los habitantes de los siete mares.
En algún lugar de la página 3 de Veinte mil leguas de viaje submarino, tuve la impresión de que empezaba a ahogarme en peces. Son millones lose peces que andan dando vueltas por ahí abajo y posiblemente a mediados del siglo XIX eran aún más. En cambio, mi vocabulario ictiológico, en francés, inglés o para el caso, en cualquier otro idioma, era profundamente limitado. En otras palabras, los peces (y la amplia diversidad de mamíferos oceánicos) superaban ampliamente mis recursos lingüísticos. Ahora sé que todo era cuestión de devorarme toda la información sobre peces a mi alcance, tal como habría hecho cualquier traductor decente y respetable.
(Nota sobre la frase “traductor decente y respetable”: enseño traducción en la universidad, pero acepto que tengo mucha teoría y poca práctica en mi haber.)
En cambio, empecé a contar cuántas páginas tenía por delante y a calcular cuánto me pagarían por pez. No tenía sentido. Ahora me doy cuenta de que debería haberme dedicado a La vuelta al mundo en ochenta días... ahí me hubiera topado con muchos menos peces.
Mi brillante carrera como traductor tuvo otro momento excelso cuando un editor francés me ofreció traducir las memorias de Brigitte Bardot Initiales B.B. Yo había escrito un libro sobre mi obsesión por Bardot durante mi infancia y juventud, de modo que dije ok y sugerí introducir algunos cambios modestos. Había que reescribirlo enteramente, de arriba abajo, y sin duda sacar del texto todos esos signos de exclamación. Y también repondría el affair que tuvo con aquel tipo inglés después de estar casada con Gunter Sachs, episodio que no podía quedar afuera. Lo tomaron como un “no”. Tant pis. Todos los traductores reescriben y rectifican. Algunos incluso creen que pueden escribir sobre la vida de Bardot mejor que la propia Bardot.
La ley del karma es tan implacable en el mundo de la traducción como en ningún otro y ya era hora de que bebiera de mi propio veneno. Había escrito un libro sobre surf en Hawaii llamado Walking on Water, que tiempo después se tradujo al neerlandés. No participé en absoluto en la cuestión de la traducción y simplemente me presentaron el hecho como un fait accompli. Mi dominio del neerlandés es casi nulo, pero pensé en poner a prueba “Lopen over water” concentrándome en una metáfora que, si no ha sido mi mayor aporte a la literatura, al menos me pertenece claramente. En un pasaje en el que describo que estoy ahogándome, pero sin alterarme demasiado por eso, había escrito: “La muerte me resultaba tan familiarmente cálida como un plato de avena”. Apunté la lupa hacia esa oración, pero no pude encontrar nada siquiera parecido a la avena. De modo que consulté a una amiga holandesa... ¿podrías decirme cómo lo tradujeron?
—Mejor, siéntate —me dijo.
El traductor no le había dado ni la hora a mi metáfora inmortal. Se había enfrentado con la avena al mismo tipo de escollo que yo con los peces. Y lo resolvió tomando un atajo: pasó de la oración anterior a la siguiente. No se había perdido la imagen de la avena en la traducción: el traductor simplemente la había arrancado de cuajo.
Mi primer impulso fue subirme al siguiente avión con destino a Amsterdam y tirarle la puerta abajo. Tal vez hasta podía conseguir un poco de avena para arrojársela a la cara. Pero mis propias transgresiones a lo largo de los años me enseñaron a ser más tolerante y comprensivo. Por otra parte, quiero que sepas, Herman, que si te calzas los guantes y los pantalones cortitos, lo resolvemos en el ring cuando quieras.
Tal vez fue esta experiencia la que me llevó a escribir un artículo para un periódico británico que se tituló “La traducción es imposible”. Se suponía que tenía que hacer una reseña de una serie de diccionarios inglés-francés, pero terminé citando el clásico chiste de Groucho Marx que, en una de sus tantas variantes, dice: “You’re only as old as the woman you feel,” como un ejemplo de lo intraducible. Al menos, al francés. Se necesita un verbo, “feel”, que funcione tanto transitiva como intransitivamente y que signifique algo como “acariciar” y “mi actual estado emocional” todo al mismo tiempo. Lo cual, hasta donde sé, no existe en francés. Un par de meses después, inevitablemente, un amigo que vive en París me envió “La Traduction Est Impossible,” la versión en francés de mi artículo escrito en inglés que había sido publicado en una revista parisina.
Naturalmente, lo primero que hice fue fijarme cómo habían traducido el chiste marxiano. Estaba verdaderamente interesado; quería saber cómo lo había resuelto el traductor. Y pensar que yo lo había catalogado de imposible... ahora alguien me demostraría que estaba equivocado. Pero la traducción es siempre un acto de interpretación. En este caso, el traductor había reemplazado el humor sexista neoyorquino de los años 50 con una expresión políticamente correcta del humor parisino de los 90 y escribió: “He aquí un ejemplo de una oración que es manifiestamente imposible de traducir: ‘A man is only as old as the woman he can feel inside of him trying to express herself’”. De alguna manera me sentí reivindicado, pero también, como suele suceder, traicionado por un graduado en traducción.
En mi opinión, no hay que ser loco para traducir, pero algo ayuda. Tomemos, por ejemplo, el caso del difunto gran Gilbert Adair. Adair estaba traduciendo al inglés la brillante novela de Georges Perec, La Disparition [N. de la T.: traducida al castellano como El secuestro], un lipograma escrito enteramente sin la letra “e”. (Yo había hecho el intento fallido de eliminar la letra de uso más frecuente en inglés y francés pero había fracasado por completo). Adair incluso logró borrar la letra “e” de su vocabulario durante un tiempo. En cierta ocasión, mientras Adair trabajaba en este proyecto, nos encontramos a tomar el té en Londres, en el hotel Savoy (tenía que ser el Savoy y no el Claridge ni el Grosvenor, obviamente). Cuando se acercó la moza para preguntarnos si queríamos té o café, él frunció el entrecejo, rechinó los dientes y y respondió: “Lapsang souchong”.
Hasta el título que eligió es una genialidad: A Void. (Piensen: no sólo evitó la “e” de la traducción directa “The Disappearance”, sino que se sumió en una suerte de angustia metafísica combinada con un brillante juego de palabras). La lección que aprendí de Adair, un traductor en serio, es la siguiente: Es imposible hacerlo bien; entonces, sólo queda hacerlo mejor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario