Con firma del editor y traductor Kit Maude, la revista Otra parte, en su edición
digital del 9 de marzo de este año, publica el siguiente artículo, que discute
las razones esgrimidas en las críticas positivas que recibió la célebre novela
de Antonio Di Benedetto en dos prestigiosos medios de los Estados Unidos y, a
la vez, destaca el papel que le cupo a su traductora en todo esto.
El terrible poder del traductor:
A propósito de la recepción de la traducción al inglés
de Zama en Estados Unidos
En el último mes, la
ciudad de Nueva York ha abierto sus brazos a un inmigrante que tardó más de
medio siglo en llegar a esos pagos. La versión inglesa de Zama, de Antonio Di
Benedetto, fue objeto de largas y detalladas reseñas en el New York Review of Books y el New
Yorker, un nivel de cobertura casi insólito para un escritor
latinoamericano poco conocido, si bien importante, en los últimos tiempos. Y no
ahorraban elogios. La primera, escrita por el premio nobel J. M. Coetzee,
llevaba el título admonitorio “Un gran escritor que deberíamos conocer”,
mientras que la segunda, a cargo del escritor norteamericano Benjamin Kunkel,
se preguntaba sencillamente: “¿Es posible que la Gran Novela Americana haya
sido escrita por un argentino?”.
Todo eso debería ser
motivo de festejo para cualquier persona interesada en las letras argentinas, o
latinoamericanas, o hasta globales. Pero varios reparos son posibles.
Para empezar, cuando
uno lee este tipo de introducción anglosajona a una literatura extranjera es
bastante común pensar en guías turísticas como la Lonely Planet, o la Rough Guide. Las
generalizaciones y simplificaciones son casi inevitables; como hay que dar
mucha información y explicar el contexto antes de entrar en la materia
literaria, es lógico que se pierdan algunos matices en el camino. En este caso,
la cuestión se complica más aún por la vida fascinante pero trágica de Di
Benedetto y por el hecho de que los dos críticos, en vez de concentrarse en Zama, quieran también abarcar
toda la obra del escritor. Hay mucho que decir en poco tiempo, y ninguno de los
dos ha dedicado una vida a estudiar la literatura argentina: sólo quieren
promover a un escritor que admiran. Pero aun así. Aun así…
El más problemático
de los dos artículos es el de Coetzee, que parece escrito en una especie de
piloto automático literario, deambulando de manera somnolienta de una
generalización a otra. El peor momento sigue a su declaración de que la
influencia más importante para Di Benedetto fue Borges; entonces encontramos la
siguiente frase horripilante: “Con otros dos escritores
colegas asociados con la
revista Sur, Borges
editó una Antología de
literatura fantástica”. Más allá de toda especulación sobre cómo el gran
escritor sudafricano organiza su biblioteca (“colega a”, “colega b”,
etc.), es increíble que este desliz haya sobrevivido el proceso de
corrección, sobre todo porque Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo están
editados por el mismo sello que publica Zama y la revista New York Review of Books.
El artículo de Kunkel
resulta menos burdo. Y es interesante ver cómo contradice a Coetzee en relación
con cómo influyeron los existencialistas europeos en Di Benedetto. Pero lo que
más me llamó la atención son las coincidencias en los dos ensayos. Ambos
subrayan la distancia entre Mendoza y Buenos Aires y lamentan lo que podríamos
llamar el porteño-centrismo de la literatura argentina (¿y Nueva York en los
Estados Unidos?, ¿y Londres en el Reino Unido?), insistiendo en el bajo perfil,
o hasta en el olvido, de Di Benedetto en la Argentina, algo debatible (quizás
la discusión se centra en hasta qué punto un escritor de culto se puede
describir como olvidado, o en una confusión entre el éxito profesional y
literario). Más intrigante aún es que los dos críticos hacen fuertes
comparaciones entre Di Benedetto y Samuel Beckett, afirmación no muy obvia y,
por lo menos para mí, no del todo convincente.
La fuente para estas
y otras observaciones es el prólogo para la edición inglesa de Zama, escrito por la
profesora y traductora Esther Allen, y he aquí a lo que me refiero con el
terrible poder del traductor. Volviendo a la analogía de guías turísticas, es
común en estos casos que se elija una “guía principal”, un promotor que se
encargue de presentar al escritor extranjero a un nuevo público. Muchas veces
esa persona es el traductor, quien, además de traducir el libro o los libros,
probablemente fue la persona que originalmente contactó a la editorial, organizó
los subsidios disponibles y hasta sugirió a los escritores y críticos
competentes para reseñar el texto. Lo que me fascina, y me perturba a la vez,
es el grado en que ese personaje puede definir la imagen y reputación de un
escritor en traducción. No siempre es un traductor: un ejemplo que sirve de
advertencia se ve en la acogida calurosa pero plagada de fantasías beatnik que el norteamericano Jonathan Lethem
dio a Roberto Bolaño. Todavía hoy una gran parte de los admiradores
estadounidenses del escritor chileno creen que fue adicto a la heroína, o
alcohólico, u otra cosa apropiadamente excitante. Otro ejemplo sería la
experiencia entre el traductor Norman Di Giovanni y Borges; hay que preguntar
hasta qué punto la heredera de Borges quedó traumatizada por las maquinaciones
financieras del primero, y qué efecto eso habrá tenido en su posterior,
digamos, ferviente manejo de sus derechos literarios.
En el caso de Zama, y de Di Benedetto en
general, la guía principal es Esther Allen, y su herramienta fundamental ha
sido, como hemos visto, el prólogo al libro que tradujo. Se trata de un texto
simpático que comunica bien tanto el entusiasmo que Allen siente por Di
Benedetto como mucha información útil para el lector. Sin embargo, también
contiene algunas afirmaciones un poco insustanciales. Por ejemplo, como
evidencia del perfil bajo de Di Benedetto en la Argentina, Allen presenta el
índice del libro Borges,
los diarios de Bioy Casares. Aparentemente Di Benedetto no figura en él. Si
hubiese leído este magnífico libro en vez de escanear el índice, sabría que si
había algo que aquellos dos gruñones queribles despreciaban, era la escena
literaria contemporánea. Y con respecto a Beckett, es obvio que Allen lo admira
mucho, tanto como a Di Benedetto, pero no sé si eso es suficiente para afirmar
un vínculo. Sin embargo, mi intención aquí no es tanto corregir el prólogo de
Allen, o los artículos mencionados arriba, como llamar la atención sobre el
proceso por el que algunas opiniones más o menos inocentes expresadas por el
personaje clave del traductor pueden pasar a ser tomadas como hechos
irrefutables en el nuevo ambiente.
Por supuesto, la otra
manera en que un traductor puede influenciar en la recepción crítica y
comercial de un escritor es con su traducción. Coetzee describe el trabajo de
Allen en Zama como “excelente”; Kunkel,
un poco más reservado, como “sensible”. Yo no lo encuentro muy bueno.
Demasiadas veces deja que el castellano dicte las formas y fraseos, produciendo
un efecto leve pero discernible de spanglish.
“Ah”, dirán, “pero Zama suena raro en castellano también”. Mi
respuesta es que la traductora tendría que haber encontrado una manera
completamente nueva de hacer que el inglés suene raro.
Lo importante de
notar es que muchas veces las traducciones se elogian irreflexivamente; el mero
hecho de ser legibles parece ser suficiente. Tim Parks ha hablado de este
fenómeno, además de en el New
York Review of Books, en varias columnas en las que examina traducciones
muy elogiadas, muchas veces encontrando deficiencias bastante flagrantes. ¿Y
quién tiene la culpa de una mala traducción? En su mayor parte el traductor la
tiene, pero también el editor. Sin duda es un trabajo horrible corregir una
mala traducción, pero se puede hacer a fin de evitar los textos malos, o
deficientes, que aparecen por razones completamente ajenas a los traductores
mismos. A veces no hay química entre el traductor y el texto original; a veces
no hay tiempo suficiente para producir algo logrado; hay cada vez menos
editores en las editoriales y cada vez se dedica menos tiempo al proceso de
corrección; el autor, o hasta su agente, pueden ser intransigentes (en este
sentido, el que sepa un poco de la lengua a la que se lo traduce puede ser muy
peligroso).
Sin embargo, el
destino más probable de una mala traducción no es recibir elogios inmerecidos,
sino sencillamente ser ignorada. El mismo impulso irreflexivo que lleva a
críticos a proteger traducciones y a promover escritores originales también los
hace descartar muchos libros valiosos simplemente porque una reseña honesta
tendría que abogar por una nueva traducción, algo que solo puede causar
vergüenza a todos los involucrados y que, además, nunca va a pasar. Sé casi a
ciencia cierta que esta es la situación de por lo menos una docena de
escritores argentinos prestigiosos en este momento. Creo que la traducción de
Allen de Zama va a prosperar: no es tan mala y su
trabajo de promoción ha sido admirable, pero no es el caso de muchos escritores
para quienes el principio de cave
traductem es algo que
siempre deberían tener presente.
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