martes, 21 de marzo de 2017

"Buen tema para seguir clamando"


En el siguiente número de Otra parte, en su versión on line, Marcelo Cohen, el 16 de marzo pasado, reflexionó a partir del artículo de Kit Maude (ver vínculo a la revista o entrada del 14 de marzo en este blog) sobre la traducción al inglés de Antonio Di Benedetto realizada por Esther Allen en los Estados Unidos.

La escritura como filosofía.
A raíz del artículo de Kit Maude 
sobre la traducción de “Zama” al inglés

Esto no es una réplica. El artículo de Kit Maude me hizo pensar algunas cosas y recordar otras. Voy a tratar de hilarlas.

La escritura de Di Benedetto (DB) es una condensación impar de giros del español del Siglo de Oro y aún más antiguos, modismos de funcionario colonial, acriollamiento de esas herencias en la sorna sentenciosa de la poesía gauchesca, dicción hogareña de origen cuyano (el de DB) y brusquedad casi aforística de un pesimismo aceptador vagamente nietzscheano que después de multiplicarse en conocidos avatares llega, entre otras especies, al tango, ese género tan “existencialista” (un cuento de DB se llama “Sombras nada más”). Podría decirse que ya en los años treinta, Borges había naturalizado este tipo de sincretismo, pero reactualizarlo era extemporáneo en 1956, cuando la narrativa argentina buscaba una emisión sin rodeos ni parodia, dotada de las elipsis ecuánimes de la cuentística norteamericana (así Walsh, Piglia, Conti, Wernicke), y más tarde descubriría la visibilidad del cine y la ligereza de los procedimientos del pop (Puig, Aira). Uno de los pocos que se establecieron en el campo DB —y en el de Juan L. Ortiz, un provinciano de otra región— fue Saer, menos por afinidad sartreana que por confianza en el poder y la grandeza del circunloquio; no en vano desde esa época fue el lector más efusivo de DB. Nunca se llega a una teoría definitiva sobre ningún escritor, claro; por eso toda traducción es transitoria. Pero sobre el estilo DB hay un perfecto resumen de Jimena Néspolo (Ejercicios de pudor. Sujeto y escritura en la narrativa de Antonio Di Benedetto, Adriana Hidalgo, 2004): “Una sintaxis marcadamente escandida, la utilización deliberada de arcaísmos y localismos, un uso anormal del verbo transitivo y de la metáfora en la conformación de imágenes de alta densidad simbólica son los rasgos formales distintivos de esta narrativa ansiosamente interesada —desde sus comienzos— en renovar cualquier molde, género o categoría textual rígidamente instituida”.

Esto no quiere decir que DB fuera un apartado. En los setenta, miembros de la bohemia literaria porteña se preocupaban por ordenarles a jóvenes aspirantes que leyeran inmediatamente la edición de Zama que el Centro Editor de América Latina había publicado en una colección de quioscos y conversaban sobre la novela con un deslumbramiento casi igual al de los lectores de hoy. La leí en esa edición; volví a leerla en la de los ochenta en la colección azul de Alfaguara y, hace unos años, en la de Adriana Hidalgo. Pero si lo pienso ahora, el efecto más poderoso de esa escritura viene del choque entre la arrogancia sombría de la emisión y las constantes series de maniobras que Zama (y otros personajes de DB) no pueden dejar de hacer para satisfacer sus anhelantes ínfulas o pagar las deudas de conciencia, en realidad un solo trámite interminable cuyo ajetreo sólo se interrumpe con la muerte, habida cuenta de que la Gran Deuda es con algo mucho más lejano y tan alto que no se ve, Dios o sus mutaciones. La onda de ese choque distancia la mirada y la situación se vuelve al mismo tiempo lacerante, embarazosa y ridícula; la pretenciosa hidalguía de Zama se diluye a medida que deambula por un espacio-tiempo deducible pero sin coordenadas precisas, y el vaivén entre acción compulsiva y dilación se resuelve en estancamiento, como si, a fuerza de esperar la oportunidad de pagar, la neurosis mostrase su hilacha de disparate. Nada de esto se puede consumar sin un sentido de la comedia cercano a la caricatura que no veo en Dostoievski ni en Camus (por mucho que en efecto DB los leyera), pero sí en Kafka, desde luego, y en una línea literaria que va desde los villanos de Christopher Marlowe a Beckett, el de Molloy o el del cuento “Primer amor”. El medio es una rítmica narrativa que el lector oye como pasos sobre un terreno poceado. La de DB está bien clara en “Aballay”, un cuento posterior a Zama. En un impreciso pasado argentino en que todavía hay indios sueltos, el paisano Aballay oye disertar a un cura sobre los estilitas, esos anacoretas de la Edad Media que se montaban de por vida a pilastras para alejarse de la tierra, acercarse al cielo, y en la incomodidad y la reducción expiar sus faltas o las de los semejantes. El huraño Aballay toma nota: él necesita purgar porque en una noche de alcohol mató a un hombre y ahora lleva grabada la mirada del hijito del muerto, que estaba ahí. Pero como en el llano no hay columnas que sobrevivan de templos antiguos, y él no puede quedarse quieto con el remordimiento, opta por montarse en su alazán, no sin advertirle (al caballo) que “es para siempre”. Empieza una vida de penurias y reorganización de los hábitos. Un día en un rancho lo convidan con achuras; por otros largos días pasa hambre. Enlaza un caballo cimarrón y lo usa para darle descanso al suyo. Visita una pulpería y tiene suerte en la taba pero no puede recoger la ganancia. Intenta cazar ñandúes, cuyas plumas le ofrece comprarle un buhonero. Hace fuego en desniveles del terreno. Se fríe una mulita en el caparazón. Pasa mucha sed. Sueña que está en una columna, que en la de al lado hay un viejo que despide agua por el pecho y se despierta en el barro, tumbado por la lluvia; pacta un armisticio con un comisario; durante una temporada ayuda a una carretera con hijos y un marido enfermo. Aguanta el solazo del verano y por poco no muere helado en invierno. Con otras peripecias más y el correr de los años muchos lo conocen “de mentas”: Aballay es el casi santo que lleva una cruz de palitos colgada al cuello y nunca se baja del caballo. Aprende a rezar hincado en la silla y a veces delira. Un día se le aparece un zaparrastroso y Aballay reconoce al hijo del hombre que él mató. Hay una refriega, decide desensillar para ayudar al otro, que está sangrando, y el otro le clava el cuchillo en el vientre. A último momento se justifica por haber infringido la penitencia. “Por causa de fuerza mayor, ha sido…” murmura. Después muere “con una dolorosa sonrisa en los labios”. Es que la disciplina que se impuso lo llevó a vivir apremiado por dilemas severos (¿le está permitido lavarse?; ¿cómo se reza arrodillado en la silla?). Pero el efecto de chiste proviene del aparato de contorsiones, soluciones prácticas repetibles, tabúes y economía ambulatoria que se crea Aballay para cumplir su penitencia: descolgarse por el flanco del animal, pendiendo de un solo estribo, para acercar la cara a flor del agua y beber. Buscar una falla del terreno para que el desnivel permita servirse de la parte alta como mesa o fogón. Programar la mateada y el acrobático acto de evacuar, o adecuar la limpieza al régimen de lluvias para no abusar de la licencia de apearse. Gestionar las monedas de una rastra, calibrar la vía media entre lo que el otro aceptará como forma de fe o tomará como una payasada o una ofensa. En la forma de ascetismo que es la penitencia no hay derroche ni aflojamiento. Como toda expiación administrada, sigue y sigue, y da risa hasta que uno oye en cada frase los cascos del caballo y oye el paso de su propia mente y traga saliva. Como en el deambular peripatético de los vagabundos de Beckett, pasos de suelas, no de cascos de caballos, es lo que se oye en las idas y venidas de Zama: el lenguaje se vuelve sobre sí mismo; los remolinos chupan el sentido pero dejan escapar por la tangente un hilo de afán de pagar, una pretensión de conducta que si a algo se encamina es a la mutilación, luego a la extinción, y deja las huellas de su rara locura. Yo no achacaría a los reseñadores del Zama en inglés no haber captado estas cosas. Lo pernicioso es dirigir la atención del lector a las fuentes filosóficas de la novela y el sufrimiento y la postergación personales de DB, que no fue el único gran escritor en padecerlos, sin darse cuenta, como si no fuese hora, de que la filosofía de DB es su escritura.

“Ahí estábamos, por irnos y no”: la verdad (no soy traductor inverso), me cuesta imaginar un equivalente inglés de todo lo que resuena en esta dicción zumbona, práctica y amarga. La traducción dice: “There we were: Ready to go and not going”; igualmente lapidaria; sólo que “listos para irnos” no es lo mismo que “por irnos”. He conversado varias veces con Esther Allen y me consta que es una traductora con el oído adiestrado in situ en muy distintas variedades del español (Galicia, Cuba, Argentina…), rastreadora no sólo de contextos sino de las superficies del lenguaje y, como los traductores que creen que al fin todo puede traducirse, aplicada a la búsqueda de acuerdos temporales para problemas a la larga irresolubles. Si alguien quiere entrar un poco más en la cuestión, en el sitio del National Endowment for the Arts (Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos) puede leer el proyecto que Allen presentó para pedir una ayuda y la traducción de un fragmento, con el correspondiente original . Un ojo clínico intolerante detectará en seguida que Allen tradujo el afectado “fastidio” como “peevishness” (que más bien es “malhumor”); el modulado “fumador tenaz” (suena a Borges) por el más moderno y corriente “tremendous smoker”; y el giro “Así no andará”, un modo bastante castizo, por “That way, it will not work”, más aterritorial, más tópico (pero, ojo, igualmente conciso). Como sé con qué alarma uno relee sus traducciones al cabo de un par de años, sería de mala fe poner el acento en estos detalles. Lo que interesa es el abordaje de un estilo cuya recreación fue, dice Allen, uno de los mayores retos con que se enfrentó en su vida, y que caracteriza como choppy, oblique, veering and jolting from sentence to sentence: “picado, oblicuo, que tuerce y se sacude de frase en frase”. El resultado de esta mirada es una prosa de pulso oscilante, fundada en una severidad obcecadamente soberbia y cambios de humor inopinados. Si se trata de debatir, diría que es una solución muy atinada pero más austera que el original, sin su gama sonora, sus reverberaciones morales, sentimentales y libidinales. Lo que hizo Allen fue extender la ambigüedad: llevarla de la textura polisémica de cada frase al conjunto de escenas de cada secuencia, y de las secuencias a toda la novela, posiblemente para resguardar la significación. Dicho de otro modo: prefirió reflejar la movilidad de la prosa antes que la densidad diacrónica del sonido. Comparto con Maude que toda traducción pide una lengua particular, pero no sé qué considera él que debería haberse hecho para mantener el espesor del sonido y la peripecia mental con una lengua inventada ad hoc. A mí lo único que se me ocurre como símil del estilo DB (una impertinencia, porque no soy traductor inverso) es un cóctel de inglés isabelino depurado por Santayana (o por Conrad), alta retórica de estadista estadounidense (Jefferson, Lincoln, Obama) y divagación socarrona de diner del Middle West; y me gustaría tener en cuenta cómo confluyen a veces esas líneas en la elocuencia delirante, inconducente y psicopática de los villanos de Tarantino y algunos de sus héroes. Lo digo con mucha cautela, sólo para mantener la conversación. No juraría que esa mezcla sea factible. En cambio, sí creo que Allen prefirió conservar, aparte de la ambigüedad total de la novela, la turbulencia de un trato con la lengua madre —amor, deseo de posesión y de independencia, sarcasmo, cultivo ampliado, uso liberado— que la prosa de DB manifiesta como pocas. No parece que los reseñadores se hayan puesto a considerar la elección, sus porqués, sus consecuencias. La muy leída reseña de la New Yorker desplaza la cuestión a otro lado; en el título se refiere a Zama como una “desatendida [neglected] obra maestra sudamericana” y más adelante se pregunta si podrá ser que “la Gran Novela Americana” (de toda América) fuera escrita por un argentino; remite al gran crítico Alfred Kazin, que “señaló la tradición americana de soledad inútil”, un asunto que ya en 1982 había centrado el discurso de García Márquez en la recepción del Nobel. La lista de candidatas a Gran Novela Americana es bastante larga y no sirve de gran cosa porque arrumba las peculiaridades del lenguaje, la política de una poética, en la estrechez de la política reivindicatoria y la metafísica. Da la impresión de que los reseñadores se quedaron sin conocer lo esencial del trabajo de Allen; qué se preocupó por transportar y qué dejó de lado en pro de la integridad. No es raro: sabemos que la mayoría de los críticos evalúan las traducciones sin compararlas con los originales, demasiadas veces porque no sabrían leerlos. Es decir: el “tremendo poder del traductor” viene muy ayudado por las limitaciones de los comentaristas; y en definitiva, por la presión envolvente de la industria editorial y periodística. En nuestro medio de tarifas agraviantes para los dos gremios por igual, los daños posibles para libros y lectores se agravan. Uno agradece que Maude traiga todo esto a colación: buen tema para seguir clamando. Sin olvidar el escandido, la dicción, las frases.


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