En el siguiente
número de Otra parte, en su versión on line, Marcelo Cohen, el 16 de
marzo pasado, reflexionó a partir del artículo de Kit Maude (ver vínculo
a la revista o entrada del 14 de marzo en este blog) sobre la traducción al
inglés de Antonio Di Benedetto realizada por Esther Allen en los
Estados Unidos.
La escritura como filosofía.
A raíz del artículo de Kit Maude
sobre la
traducción de “Zama” al inglés
Esto
no es una réplica. El artículo de
Kit Maude me hizo pensar
algunas cosas y recordar otras. Voy a tratar de hilarlas.
La
escritura de Di Benedetto (DB) es una condensación impar de giros del español
del Siglo de Oro y aún más antiguos, modismos de funcionario colonial,
acriollamiento de esas herencias en la sorna sentenciosa de la poesía
gauchesca, dicción hogareña de origen cuyano (el de DB) y brusquedad casi
aforística de un pesimismo aceptador vagamente nietzscheano que después de
multiplicarse en conocidos avatares llega, entre otras especies, al tango, ese
género tan “existencialista” (un cuento de DB se llama “Sombras nada más”).
Podría decirse que ya en los años treinta, Borges había naturalizado este tipo
de sincretismo, pero reactualizarlo era extemporáneo en 1956, cuando la
narrativa argentina buscaba una emisión sin rodeos ni parodia, dotada de las
elipsis ecuánimes de la cuentística norteamericana (así Walsh, Piglia, Conti,
Wernicke), y más tarde descubriría la visibilidad del cine y la ligereza de los
procedimientos del pop (Puig, Aira). Uno de los pocos que se establecieron en
el campo DB —y en el de Juan L. Ortiz, un provinciano de otra región— fue Saer,
menos por afinidad sartreana que por confianza en el poder y la grandeza del
circunloquio; no en vano desde esa época fue el lector más efusivo de DB. Nunca
se llega a una teoría definitiva sobre ningún escritor, claro; por eso toda
traducción es transitoria. Pero sobre el estilo DB hay un perfecto resumen de
Jimena Néspolo (Ejercicios de pudor. Sujeto y escritura en la narrativa de
Antonio Di Benedetto, Adriana Hidalgo,
2004): “Una sintaxis marcadamente escandida, la utilización deliberada de
arcaísmos y localismos, un uso anormal del verbo transitivo y de la metáfora en
la conformación de imágenes de alta densidad simbólica son los rasgos formales
distintivos de esta narrativa ansiosamente interesada —desde sus comienzos— en
renovar cualquier molde, género o categoría textual rígidamente instituida”.
Esto
no quiere decir que DB fuera un apartado. En los setenta, miembros de la
bohemia literaria porteña se preocupaban por ordenarles a jóvenes aspirantes
que leyeran inmediatamente la edición de Zama que el Centro Editor de América Latina había publicado
en una colección de quioscos y conversaban sobre la novela con un
deslumbramiento casi igual al de los lectores de hoy. La leí en esa edición;
volví a leerla en la de los ochenta en la colección azul de Alfaguara y, hace
unos años, en la de Adriana Hidalgo. Pero si lo pienso ahora, el efecto más
poderoso de esa escritura viene del choque entre la arrogancia sombría de la
emisión y las constantes series de maniobras que Zama (y otros personajes de
DB) no pueden dejar de hacer para satisfacer sus anhelantes ínfulas o pagar las
deudas de conciencia, en realidad un solo trámite interminable cuyo ajetreo
sólo se interrumpe con la muerte, habida cuenta de que la Gran Deuda es con
algo mucho más lejano y tan alto que no se ve, Dios o sus mutaciones. La onda
de ese choque distancia la mirada y la situación se vuelve al mismo tiempo
lacerante, embarazosa y ridícula; la pretenciosa hidalguía de Zama se diluye a
medida que deambula por un espacio-tiempo deducible pero sin coordenadas
precisas, y el vaivén entre acción compulsiva y dilación se resuelve en
estancamiento, como si, a fuerza de esperar la oportunidad de pagar, la
neurosis mostrase su hilacha de disparate. Nada de esto se puede consumar sin
un sentido de la comedia cercano a la caricatura que no veo en Dostoievski ni
en Camus (por mucho que en efecto DB los leyera), pero sí en Kafka, desde
luego, y en una línea literaria que va desde los villanos de Christopher
Marlowe a Beckett, el de Molloy o el del cuento “Primer amor”. El medio es una rítmica narrativa que el
lector oye como pasos sobre un terreno poceado. La de DB está bien clara en
“Aballay”, un cuento posterior a Zama. En un impreciso pasado argentino en que todavía hay indios sueltos, el
paisano Aballay oye disertar a un cura sobre los estilitas, esos anacoretas de
la Edad Media que se montaban de por vida a pilastras para alejarse de la
tierra, acercarse al cielo, y en la incomodidad y la reducción expiar sus
faltas o las de los semejantes. El huraño Aballay toma nota: él necesita purgar
porque en una noche de alcohol mató a un hombre y ahora lleva grabada la mirada
del hijito del muerto, que estaba ahí. Pero como en el llano no hay columnas
que sobrevivan de templos antiguos, y él no puede quedarse quieto con el
remordimiento, opta por montarse en su alazán, no sin advertirle (al caballo)
que “es para siempre”. Empieza una vida de penurias y reorganización de los
hábitos. Un día en un rancho lo convidan con achuras; por otros largos días
pasa hambre. Enlaza un caballo cimarrón y lo usa para darle descanso al suyo.
Visita una pulpería y tiene suerte en la taba pero no puede recoger la
ganancia. Intenta cazar ñandúes, cuyas plumas le ofrece comprarle un buhonero.
Hace fuego en desniveles del terreno. Se fríe una mulita en el caparazón. Pasa
mucha sed. Sueña que está en una columna, que en la de al lado hay un viejo que
despide agua por el pecho y se despierta en el barro, tumbado por la lluvia;
pacta un armisticio con un comisario; durante una temporada ayuda a una
carretera con hijos y un marido enfermo. Aguanta el solazo del verano y por
poco no muere helado en invierno. Con otras peripecias más y el correr de los
años muchos lo conocen “de mentas”: Aballay es el casi santo que lleva una cruz
de palitos colgada al cuello y nunca se baja del caballo. Aprende a rezar
hincado en la silla y a veces delira. Un día se le aparece un zaparrastroso y
Aballay reconoce al hijo del hombre que él mató. Hay una refriega, decide
desensillar para ayudar al otro, que está sangrando, y el otro le clava el
cuchillo en el vientre. A último momento se justifica por haber infringido la
penitencia. “Por causa de fuerza mayor, ha sido…” murmura. Después muere “con
una dolorosa sonrisa en los labios”. Es que la disciplina que se impuso lo
llevó a vivir apremiado por dilemas severos (¿le está permitido lavarse?; ¿cómo
se reza arrodillado en la silla?). Pero el efecto de chiste proviene del
aparato de contorsiones, soluciones prácticas repetibles, tabúes y economía
ambulatoria que se crea Aballay para cumplir su penitencia: descolgarse por el
flanco del animal, pendiendo de un solo estribo, para acercar la cara a flor
del agua y beber. Buscar una falla del terreno para que el desnivel permita
servirse de la parte alta como mesa o fogón. Programar la mateada y el
acrobático acto de evacuar, o adecuar la limpieza al régimen de lluvias para no
abusar de la licencia de apearse. Gestionar las monedas de una rastra, calibrar
la vía media entre lo que el otro aceptará como forma de fe o tomará como una
payasada o una ofensa. En la forma de ascetismo que es la penitencia no hay
derroche ni aflojamiento. Como toda expiación administrada, sigue y sigue, y da
risa hasta que uno oye en cada frase los cascos del caballo y oye el paso de su
propia mente y traga saliva. Como en el deambular peripatético de los
vagabundos de Beckett, pasos de suelas, no de cascos de caballos, es lo que se
oye en las idas y venidas de Zama: el lenguaje se vuelve sobre sí mismo; los remolinos chupan el sentido
pero dejan escapar por la tangente un hilo de afán de pagar, una pretensión de
conducta que si a algo se encamina es a la mutilación, luego a la extinción, y
deja las huellas de su rara locura. Yo no achacaría a los reseñadores del Zama en inglés no haber captado estas cosas. Lo pernicioso
es dirigir la atención del lector a las fuentes filosóficas de la novela y el
sufrimiento y la postergación personales de DB, que no fue el único gran
escritor en padecerlos, sin darse cuenta, como si no fuese hora, de que la filosofía
de DB es su escritura.
“Ahí
estábamos, por irnos y no”: la verdad (no soy traductor inverso), me cuesta
imaginar un equivalente inglés de todo lo que resuena en esta dicción zumbona,
práctica y amarga. La traducción dice: “There we were:
Ready to go and not going”; igualmente
lapidaria; sólo que “listos para irnos” no es lo mismo que “por irnos”. He
conversado varias veces con Esther Allen y me consta que es una traductora con
el oído adiestrado in situ en muy distintas variedades del español (Galicia, Cuba, Argentina…),
rastreadora no sólo de contextos sino de las superficies del lenguaje y, como
los traductores que creen que al fin todo puede traducirse, aplicada a la
búsqueda de acuerdos temporales para problemas a la larga irresolubles. Si
alguien quiere entrar un poco más en la cuestión, en el sitio del National
Endowment for the Arts (Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos) puede
leer el proyecto que Allen presentó para pedir una ayuda y la traducción de un fragmento,
con el correspondiente original . Un ojo clínico intolerante detectará en
seguida que Allen tradujo el afectado “fastidio” como “peevishness” (que más bien es “malhumor”); el modulado “fumador
tenaz” (suena a Borges) por el más moderno y corriente “tremendous
smoker”; y el giro “Así no andará”, un modo
bastante castizo, por “That way, it will not work”, más aterritorial, más
tópico (pero, ojo, igualmente conciso). Como sé con qué alarma uno relee sus traducciones
al cabo de un par de años, sería de mala fe poner el acento en estos detalles.
Lo que interesa es el abordaje de un estilo cuya recreación fue, dice Allen,
uno de los mayores retos con que se enfrentó en su vida, y que caracteriza como choppy,
oblique, veering and jolting from sentence to sentence: “picado, oblicuo, que tuerce y se sacude de frase en
frase”. El resultado de esta mirada es una prosa de pulso oscilante, fundada en
una severidad obcecadamente soberbia y cambios de humor inopinados. Si se trata
de debatir, diría que es una solución muy atinada pero más austera que el
original, sin su gama sonora, sus reverberaciones morales, sentimentales y
libidinales. Lo que hizo Allen fue extender la ambigüedad: llevarla de la
textura polisémica de cada frase al conjunto de escenas de cada secuencia, y de
las secuencias a toda la novela, posiblemente para resguardar la significación.
Dicho de otro modo: prefirió reflejar la movilidad de la prosa antes que la
densidad diacrónica del sonido. Comparto con Maude que toda traducción pide una
lengua particular, pero no sé qué considera él que debería haberse hecho para
mantener el espesor del sonido y la peripecia mental con una lengua inventada
ad hoc. A mí lo único que se me ocurre como símil del estilo DB (una
impertinencia, porque no soy traductor inverso) es un cóctel de inglés
isabelino depurado por Santayana (o por Conrad), alta retórica de estadista
estadounidense (Jefferson, Lincoln, Obama) y divagación socarrona de diner del Middle West; y me gustaría tener en cuenta cómo
confluyen a veces esas líneas en la elocuencia delirante, inconducente y
psicopática de los villanos de Tarantino y algunos de sus héroes. Lo digo con
mucha cautela, sólo para mantener la conversación. No juraría que esa mezcla sea
factible. En cambio, sí creo que Allen prefirió conservar, aparte de la
ambigüedad total de la novela, la turbulencia de un trato con la lengua madre
—amor, deseo de posesión y de independencia, sarcasmo, cultivo ampliado, uso
liberado— que la prosa de DB manifiesta como pocas. No parece que los
reseñadores se hayan puesto a considerar la elección, sus porqués, sus
consecuencias. La muy leída reseña de la New Yorker desplaza la cuestión a otro lado; en el título se
refiere a Zama como una
“desatendida [neglected] obra
maestra sudamericana” y más adelante se pregunta si podrá ser que “la Gran
Novela Americana” (de toda América) fuera escrita por un argentino; remite al
gran crítico Alfred Kazin, que “señaló la tradición americana de soledad
inútil”, un asunto que ya en 1982 había centrado el discurso de García Márquez
en la recepción del Nobel. La lista de candidatas a Gran Novela Americana es
bastante larga y no sirve de gran cosa porque arrumba las peculiaridades del
lenguaje, la política de una poética, en la estrechez de la política
reivindicatoria y la metafísica. Da la impresión de que los reseñadores se
quedaron sin conocer lo esencial del trabajo de Allen; qué se preocupó por
transportar y qué dejó de lado en pro de la integridad. No es raro: sabemos que
la mayoría de los críticos evalúan las traducciones sin compararlas con los
originales, demasiadas veces porque no sabrían leerlos. Es decir: el “tremendo
poder del traductor” viene muy ayudado por las limitaciones de los
comentaristas; y en definitiva, por la presión envolvente de la industria
editorial y periodística. En nuestro medio de tarifas agraviantes para los dos
gremios por igual, los daños posibles para libros y lectores se agravan. Uno
agradece que Maude traiga todo esto a colación: buen tema para seguir clamando.
Sin olvidar el escandido, la dicción, las frases.
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