El 25 de enero pasado, el escritor y traductor Elvio Gandolfo publicó un artículo en Clarín a propósito de la liberación de los derechos de Felisberto Hernández, uno de los más singulares escritores uruguayos de todos los tiempos. Como señala la bajada, “A 50 años de su muerte, según la ley uruguaya la obra de Felisberto Hernández quedó disponible para ser difundida”.
Felisberto liberado
El 13 de enero de 1964 fallecía en
Montevideo el autor de Por los tiempos de Clemente Colling y Nadie
encendía las lámparas. Como en Uruguay los derechos de autor duran 50
años, en 2014 sus textos quedaron libres de ser editados, reordenados,
descubiertos o redescubiertos. En este caso el dato reviste especial
importancia, porque una contienda espinosa entre sus dos hijas había
dificultado bastante la difusión de su obra. Sobre todo en el Río de la Plata,
donde editores argentinos aprovecharon una ley que permitía editarlo igual para
dar a conocer hace pocos años selecciones de su obra.
Como era de preverse, hubo un
desfile de nuevas ediciones. Las obras completas, que en términos generales
siguieron el ordenamiento de la que compiló José Pedro Díaz en tres tomos para
Arca, se multiplicaron al menos por tres, con sus correspondientes prólogos y
notas. También hubo rápidas ediciones menores aprovechando el momento de textos
dispersos o clásicos. Y sobre todo hubo una serie de actividades relacionadas
con la música, el teatro y la “performance” en Montevideo. Felisberto fue
primero un pianista delgado, de aspecto distante y elegante en las fotografías,
pero sacrificado y cada vez más harto de sus circuitos por el interior uruguayo
y argentino, mientras el interés por la literatura crecía hasta fagocitar la
parte musical. Como en una película exagerada, el cambio se tradujo en lo
físico, aumentando poco a poco de volumen al combinarse cierta quietud física
con un apetito devorador.
Lo más notorio, sin embargo, fue el
modo en que comenzaron a notarse los aportes académicos, críticos o
recopiladores. A fines de 2015 se publicó el volumen Cartas, elegido,
anotado y prologado por Daniel Morena. El sistema fue rápido y eficaz: recurrió
a las compilaciones ya publicadas, la mayoría agotadas, e hizo su propia
selección. A eso le agregó un conjunto de partituras musicales.
Los destinatarios fueron la familia
(con una carta muy especial a la madre, como apertura), Lorenzo Destoc, Paulina
Medeiros, Jules Supervielle, Reina Reyes y Ana María Fernández (hija). En todo
caso agregó alguna carta puntual. No se puede exagerar el valor del volumen, a
la espera de una edición completa de sus cartas, a cargo de Ignacio Bajter, que
trabaja con los fondos de archivo recientemente aumentados de la Biblioteca
Nacional uruguaya. No solo aparece un Felisberto de entrecasa en las acciones,
sino un lenguaje relacionado en parte con el idioma propio inconfundible de sus
textos, pero también más suelto y verbal: “Epa loco…”, se dice a sí mismo en el
final de la carta a la madre. En el bloque dedicado a la familia son esenciales
las cartas sobre el viaje que pudo hacer a París gracias a la ayuda de Jules
Supervielle y una beca. El modo en que se le expandió el ánimo (después de años
y años recorriendo el durísimo interior uruguayo) fue inmediato. En cuanto se
instala, comienzan docenas de datos mínimos sobre alimentación, clima, lugares,
y unos “cajones” que espera recibir de Montevideo, con objetos, yerba y
alimentos. Además de la continua consideración sobre lo gastado y lo que le
deben de sueldos sucesivos en la oficina donde trabajaba.
En las cartas a Destoc, un amigo que
lo ayudó mucho a concretar sus giras en el interior de Uruguay y de Argentina
(a quien llama “cuerudo Vasco”) se multiplican las esperanzas y desilusiones
desde sitios como Chivilcoy, General Villegas o Bahía Blanca, hasta cartas más
extensas desde Montevideo, ya regresado definitivamente en 1942. En ese sentido
puede establecerse algún vínculo entre sus numerosos viajes por el interior
(caminos poco recorridos por escritores o intelectuales más establecidos, que
en todo caso visitaban las capitales de cada provincia o departamento) y los
que hizo en su momento Witold Gombrowicz, un polaco que descubrió realidades
que parecían insólitas tanto en Argentina como en Uruguay.
Las cartas a Paulina Medeiros, el
tramo más extenso por lejos, establecen un recorrido complejo, desde el enamoramiento
y la relación, pasando por la distancia y apuntando poco a poco las diferencias
insalvables. La autora lo ayudó a establecer contactos con buena parte de los
más variados representantes culturales argentinos. Después tuvo que tascar el
freno una y otra vez, ante una resistencia elegante y al parecer desganada pero
muy firme de Felisberto frente a sus presiones para que cambiara. En las cartas
a Jules Supervielle hay una actitud no solo de agradecimiento sino también de
dependencia hacia quien llama Gigante, mientras él se bautiza Conejo. Una y
otra vez Supervielle trata de aplacarle el exceso laudatorio, que lo incomoda.
Por su parte la Biblioteca Nacional
de Montevideo, donde descansa el archivo de Felisberto Hernández, respondió con
dos macizos números de sus publicaciones periódicas: Revista de la
Biblioteca Nacional, dirigida por Ana Inés Larre Borges, y Lo que los
archivos cuentan, dirigida por Carina Blixen. La primera reunió en su
décimo número 438 páginas de trabajos sobre Felisberto, más textos de él y,
sobre todo, un material visual de primer nivel, con muchas imágenes inéditas.
En el prólogo se menciona que el fondo Felisberto Hernández aún está disperso
en “lugares de Uruguay y Francia”. Luego subraya algún desarrollo reciente,
como su relación con “María Luisa (o África) de Las Heras”, que fue esposa de
Felisberto y terminó revelada como espía soviética. El criterio del número es
sesgado: “El Felisberto cultor del género fantástico, o aun el vanguardista, no
tiene lugar en los estudios que aquí se proponen”. En cambio avanza a primer
plano el memorialista, con su trilogía Por los tiempos de Clemente
Colling, El caballo perdido y el póstumo Tierras de la
memoria. Eso deja afuera al crucial volumen de cuentos Nadie encendía las lámparas.
El enfoque es muy explícito en “Felisberto, in fine”, de Jean-Philippe Barbabé,
que llega a sugerir una condición casi de títere por parte de Felisberto ante
las indicaciones de su amigo Jules Supervielle, dejando de lado que el libro
incluye varias de sus páginas más geniales.
El número rescata varias voces que
escribieron sobre él, como Ida Vitale, Jesualdo Sosa o Lauro Ayestarán, donde
le administra un detallado reto como pianista. También se reproducen tres de
sus columnas anticomunistas publicadas en el diario batllista El Día, más unas
“Máximas para mínimos” inéditas, donde se entretuvo en combinar una y otra vez
las iniciales URSS con frases como “Un Rayo Sin Sol”, “Un Rústico Sistema
Social”, “Un Resfrío Sin Sobretodo”, etc.
Laura Corona Martínez y María del
Carmen González de León son dos aportes minuciosos al extremo. Se menciona,
sobre todo por su posición vanguardista, sus contactos con otro escritor
crucial de la época: Macedonio Fernández. En particular por el uso que ambos
hicieron (lúdica, pero también estratégica y hasta metafísicamente) de
elementos como los prólogos, o el diario privado falso.
Ignacio Bajter aporta una buena
página sobre la biblioteca de Felisberto (donde llama la atención el gusto por
la policial de Ellery Queen o Erle Stanley Gardner, también transitados más
tarde por Mario Levrero). Y sobre todo un conjunto de “Cartas a Felisberto
Hernández (1940-1963)”, que permite modificar ideas previas ante la cantidad de
reacciones a su obra. Se destaca la extensa carta de Carlos Mastronardi, que
fue reproducida como juicio sobre Por los tiempos de Clemente Colling en
el diario El Plata. “No sólo están despojadas de todo romanticismo fácil esas
páginas”, dice, “sino que, además, traslucen una suave ironía, un buen humor
siempre afectuoso y aprobatorio del mundo”. También se incluyen cartas de León
Benarós, Augusto Mario Delfino, Concepción Silva Bélinzon, Orfilia Bardesio,
Ramón Gómez de la Serna, Roger Caillois, Carlos Maggi, Horacio Achával y otros.
Bajter anota puntillosamente cada carta con datos sobre la época o los rasgos
de los implicados en la correspondencia. En la zona visual hay materiales tan
variados como fotos al aire libre con un grupo de amigos en pleno jolgorio
ventoso, una foto cargada de sentido narrativo de dos hermanas de Felisberto en
un bosque de Colón, otra donde Esther de Cáceres le lee con pasión mientras él
apoya las manos en un piano, boletos de tren y buses y entradas a conciertos en
Londres, más numerosos textos autógrafos, documentos de identidad y una foto
final equilibrada entre el pianista y el escritor en su peso físico, donde él
mismo apuntó: “Forma sonriente de la idiocia”. En conjunto, un verdadero tesoro
iconográfico.
El número 4 de Lo que los archivos cuentan hace hincapié en la “crítica genética”
y menciona en nota al pie la donación de materiales hechos en 2014 por Ana
María Hernández y Jean-Philippe Barnabé. También es destacable el texto de
Mariana Moraes, que reconstruye sus giras por el interior, entre el humor
involuntario y la angustia extrema ante el modo en que se negaban tozudamente a
convertirse en proveedoras económicas para la familia establecida con Amalia
Nieto, a quien le narraba por carta sus intentos.
Es imposible saber qué pensaría
Felisberto Hernández de la avalancha de visiones contrapuestas, ordenamientos
de su obra y demás cuestiones desencadenadas por la propia liberación de frenos
legales para su difusión. Uno de los temas es el de los inéditos. Casi siempre
se hace una corta selección de estos. También en cada caso se reproducen los
datos “legalizadores” de todo tipo. La seriedad total la reservaba el autor
para escribir su propia obra. En lo demás era lúdico, juguetón, dedicado más a
borrarse para seguir fascinado por lo que salía de su pluma o máquina de
escribir que a batir su propio parche. Por eso tal vez sea bueno terminar este
recorrido con un libro de título demasiado obvio, Felisberto Hernández
Ilustrado. Tiene un formato más bien cuadrado, y un prólogo breve que da el
origen de los textos: “consiste enteramente de anotaciones suyas que llevaban
décadas durmiendo [en una carpeta] en la facultad de Humanidades”. Una nota
editorial previa aclara que “son éditos e inéditos”.
En lo que ya mencionamos se habla de
las “etapas” de Felisberto: la de los libros “sin tapa”, la de los “textos de
la memoria”, la de los cuentos de Nadie encendía las lámparas. El que aparece
aquí parece otro, menos disuelto que en algunos inéditos de publicación
reciente, más literario, más afirmado en transmitir todo tipo de sensaciones. El
más corto dice: “Llegué a un lugar donde había una laguna. Me parecía absurdo
que sufriendo yo tanto hubiera una laguna tan quieta”. Los más extensos pueden
hablar de mujeres, de personajes, de juguetes. El último habla de “fantasmas y
obsesiones de la niñez de este personaje”. De caprichos, como poner “los pies
en la pared” y tratar de dar algunos pasos. Este Felisberto, entre tantos
otros, recuerda más de una vez a Kafka, con su sentido del humor, con su
angustia, con su forma de ser que no es la de ningún otro, empezando, desde
luego, por el propio Kafka.
Los dibujos lineales de Diego
Bonilla en blanco y negro mantienen el equilibrio entre el tema del texto al
que preceden y sucesivos rostros de Felisberto gesticulando, mirando de reojo,
posando durito ante el piano para un afiche de concierto, o recorriendo una
calle solitaria con árboles. La tapa, adecuadamente impresa en blanco y negro,
muestra un rostro del autor formado, integrado solo por letras acomodadas más o
menos juntas para mostrar un rostro. De algún modo, logra ser un nuevo “libro
de Felisberto”, que tal vez mereciera un nombre propio, con el actual operando
como subtítulo.
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