El 3 de marzo pasado, Alejandro González publicó la siguiente columna en El Trujamán.
Algo sobre la
lengua de las traducciones
Uno
de los modos de mantener frescos en nuestra memoria aquellos idiomas que hemos
estudiado pero que no solemos emplear en nuestra vida diaria viene dado por la
lectura. Este recurso se vuelve más necesario aún cuando residimos en otro país
y estamos inmersos en una segunda lengua; quien haya hecho la experiencia sabrá
de qué hablo: ¿dónde queda nuestro francés tras una larga estancia en Alemania,
dónde nuestro portugués cuando vivimos en Italia? Al cabo de unos años en Rusia
empecé a leer con frenesí literatura en francés e inglés, ya que advertí que
ambos idiomas, aprendidos en otras épocas de mi vida, empezaban a borrarse de
mi mente. Las ofertas de las librerías de San Petersburgo, sin embargo, no
siempre eran las mejores: la narrativa contemporánea era muy cara —supongo que
por los gastos de importación y el tipo de cambio—, mientras que, de lo
clásico, no todo me interesaba. Fue así como comencé a leer escritores rusos —siempre
disponibles— en francés y en inglés. Quisiera compartir mi experiencia en este
trujamán.
Si bien
cuento, en lo que a comprensión de textos se refiere, con un sólido francés y
un más que aceptable inglés, lejos estoy de dominar ambas lenguas a la perfección,
esto es, a menudo me detengo en adjetivos, sustantivos, verbos y giros
desconocidos que luego consulto en el diccionario (por supuesto, cuando queda
tiempo y tales palabras se repiten hasta la relevancia). Pues bien, a los pocos
meses advertí que, cuando leía literatura escrita por autores de habla inglesa
o francesa, la resistencia que me ofrecían los textos era mayor que aquella que
encontraba cuando leía a escritores rusos traducidos a esos idiomas. ¿Por qué
sería? ¿Porque ya conocía las historias? No lo excluyo, pero, en primer lugar,
el conocimiento de la trama de un relato no necesariamente redunda en mayor
facilidad para progresar sobre su superficie lingüística, y, en segundo lugar,
algunos textos no los había leído en ruso previamente. ¿Por qué, entonces, la
lengua de los escritores me obligaba a dejar más zonas oscuras que la lengua de
los traductores? ¿Por qué la primera me llevaba al diccionario con mayor
frecuencia que la segunda? Si se quiere: ¿por qué Dickens en inglés es más
difícil que Tolstói en inglés? ¿Por qué Maupassant en francés da más trabajo
que Chéjov en francés?
Responder a
esas preguntas implicaría un trabajo comparativo, una investigación en regla.
Yo me limitaré solo a hacer una observación basada en unas cuantas lecturas: la
lengua de traducción suele ser más sencilla, clara, conservadora que la lengua
de escritura. Con mis alumnos rusos de español como lengua extranjera también
pude comprobarlo: les resultaba más fácil leer traducciones al castellano
(Lovecraft, Faulkner, Kafka) que leer a Unamuno, Quiroga o García Márquez. Les
ocurría lo mismo que a mí: más dudas, más diccionario, más consultas.
Interesante
para reflexionar entre colegas. ¿Acaso cierta domesticación y allanamiento de
la lengua sea sencillamente inevitable? ¿Acaso deba ser así en tanto traducimos
a sabiendas de que el lector de nuestra traducción forma parte de otra cultura
y preferimos simplificarle —de poco a mucho, de bastante a demasiado— el
camino? ¿O cabe pensar que, ante dos —o tres, o seis— opciones tendemos a
elegir, sin que nada ni nadie nos lo exija, la más cercana, la más natural en
nuestra lengua, y dejamos el riesgo para los alpinistas? ¿Será que no acabamos
de soltarnos y desechamos ciertas intuiciones y decisiones porque nos parecen
muy atrevidas? ¿Será que no deseamos vernos envueltos en interminables
discusiones con correctores y editores (menos aún si ya hemos cobrado por
nuestro trabajo y estamos pensando en la próxima traducción)? Según respondamos
a estas cuestiones —si son pertinentes—, nos hallaremos entre dos polos: uno
que haría de la lengua de traducción algo otro con respecto a la lengua literaria
(otra calidad, otra finalidad, otra textura, otro destinatario), otro que
intentaría borrar (hasta donde se pueda) los límites entre ambas.
Creo que tu observación demuestra que la traducción es interpretación. Llevamos lo que leemos a nuestra mejor comprensión, a lo que tenemos por más sólido. Y esto es casi siempre lo más probado, el consenso más formado. Gracias por tu nota, Alejandro
ResponderEliminarMuy buena reflexión, Alejandro. Como traductores, tenemos que estar atentos a este tipo de tendencia. Traducir es estar balanceándose permanentemente para mantener el equilibrio... :)
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