Silvia Ramírez Gelbes, en su columna del diario Perfil, de Buenos Aires, del 9 de febrero pasado, reflexionó sobre lo que nos dicen las palabras. Lo hizo citando varios ejemplos, como puede leerse a continuación.
El poder de las palabras
“Manzana de oro en (bandeja) cincelada de plata|es la palabra dicha a tiempo” (“Proverbios de Salomón”, capítulo 25, versículo 11).
El poder de las palabras se comprende, se valora y se estudia desde antiguo. Y son dos las vertientes más nítidas en que se lo ha empleado.
Para empezar, puede afirmarse que ese poder fue reconocido por los sofistas de la Grecia clásica y que su conocimiento motivó la enseñanza de la retórica. En efecto, los viejos expertos de la palabra se ocupaban de explicar a sus discípulos cómo usarla en beneficio propio. Ya se sabe, toda situación admite ser considerada desde distintas –y hasta opuestas– perspectivas argumentativas. De ahí que encontrar la palabra correcta pueda significar alcanzar el objetivo buscado.
Se ha dicho (seguiré en esta columna las observaciones de Maria Grazia Spurio) que el sofista Antifonte de Ramnunte, en el siglo V antes de Cristo, usaba su saber retórico para ayudar a los ciudadanos de Corinto a superar padecimientos anímicos por medio de las palabras. Y es éste proceder el que nos introduce en la segunda vertiente de aquel poder: el empleo que de la palabra hacen quienes practican la Psicología en sus diversas orientaciones y para quienes Antifonte sería un precursor.
La psicoterapia, en particular, tiene muy claro que hay palabras que redimen. (Y los legos bien sabemos que hay también palabras que aniquilan). No solo eso: muchos científicos del área sostienen que la psicoterapia constituye un tratamiento biológico, en la medida en que produce cambios visibles de conducta en el paciente por medio de nuevas palabras y nuevas experiencias.
Cada persona es una realidad única que, más allá de las condiciones genéticas, carga con experiencias propias y dispone de modos propios de percibir y de procesar la realidad. Esa es la razón por la cual su terapeuta tendrá que encontrar la palabra exacta (como se afirma que hacía Antifonte) para ayudarla a sanar. Es que la investigación ha demostrado que, por sutil y compleja que resulte la relación, hay una clara y fuerte conexión entre la química del cerebro y el poder de la palabra. Es más, son muchas las disciplinas que se han empezado a interesar por el impacto de las emociones en todo tipo de comportamiento (las decisiones económicas, políticas, sociales o profesionales de cada sujeto) y, como se sabe, las palabras –igual que los olores– movilizan las emociones. Ponen en contacto la mente y el cuerpo.
No puede desdeñarse, en definitiva, el poder de las palabras que los demás nos dicen. Palabras que nos salvan y palabras que nos condenan. Pero tampoco debería desdeñarse el poder de las palabras que nos decimos a nosotros mismos. Porque, claro está, las palabras de los otros se internalizan, como se internalizan los diálogos silenciosos que establecemos con nosotros mismos.
Nuestras propias palabras –no solo las que les decimos a otros, también las que nos decimos a nosotros– nos alivian (“¡Muy bien!”) o nos perturban (“¡Qué mal!”), nos impulsan (“Voy a poder”) o nos detienen (“¿Qué estoy haciendo?”). Nuestras propias palabras también nos curan o nos enferman. Nos empujan a actuar de una manera u otra. En su novela Degenerado, Ariana Harwicz –como antes había hecho con la mujer-esposa-madre insatisfecha y desquiciada de Matate, amor– se mete (elucubra qué hay) en la psiquis de un violador, un personaje que acogió palabras lacerantes y o si dijo palabras lacerantes, enloquecedoras, fatales. Es decir, Harwicz indaga en el horror.
¿Qué palabras habrá escuchado o tendrá en la mente el joven asesino que da la trompada o la patada letal a un pibe indefenso de su misma edad? ¿Qué espanto le pasará por la cabeza?
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