lunes, 9 de junio de 2014

"El énfasis de la literatura japonesa por lo fragmentario, episódico, visual

Encargado  de Cultura en@La_Segunda y editor general de@luchalibro, Ramírez Figueroa –tal su firma– entrevistó al traductor español Carlos Rubio, de paso por Santiago de Chile, a propósito de la literatura japonesa que traduce y publica.

Palillos, sushi y “nada de iluminaciones místicas”

La literatura japonesa siempre ha estado allí, aunque para Occidente (y Latinoamérica) sólo explota cada cierto tiempo y con sólo algunos representantes. El último consagrado ha sido Hakuri Murakami, antecedido de Kenzaburo Oé y, especialmente, Yukio Mishima. Sin embargo, acceder a otras obras fundacionales o cuentos incorporados al canon nipón en castellano era casi imposible. Allí entra la gran apuesta de Satori Ediciones. Fundada en España el 2008, se ha convertido en el gran puente entre Japón y el mundo hispano. Carlos Rubio, es uno de los principales prologuistas y traductores de Satori, además de dirigir la colección “Maestros de la literatura japonesa”. Un especialista que recibió el 2010 la medalla del mérito cultural del gobierno de Japón y que ha publicado ensayos como “El Japón de Murakami”, además de hacer clases en la Universidad de Tokio, Berkeley (California) y Complutense (Madrid).

¿Cómo conectó usted con la cultura oriental, específicamente la japonesa? ¿Fue un proceso personal? ¿O hubo un momento de iluminación particular?
Me enamoré de la cultura oriental por los palillos y el sushi. Fue en mis años de estudiante en Berkeley, en los años setenta. Me pareció muy difícil y misterioso eso de poder comer con dos palillos tan finos. Esa idea delicada y sutil de no agredir los alimentos cortándolos o perforándolos en la mesa con cuchillos y tenedores como se hace en Occidente. Quise aprender a usarlos. Y como además, el sushi de un restaurante cerca de la universidad era barato, me aficioné a la comida japonesa.

Después vinieron amigos japoneses que conocí entonces y me regalaron alguna novela de Mishima, tan popular por entonces en Estados Unidos como ahora lo es Haruki Murakami, y también de Kawabata. Después vino un librito sobre el tiro al arco japonés, de Eugen Herrigel. Esa filosofía de apuntar al blanco con la flecha con un corazón limpio del deseo de acertar me pareció hermoso y profundo. Y la ejecución, cuando lo ví, me pareció bellísimo, como un ballet.

Todavía hoy, cuarenta años después, sigo practicando el tiro al arco japonés. En fin, creo que mi interés fue el resultado de la confluencia de varias circunstancias en mi vida, pero me gusta destacar la de la comida. Nada de iluminaciones místicas, sino la realidad cruda y cotidiana del alimento.

Como a menudo ocurre con los amores que más duran, puedo decir que mi enamoramiento de la cultura japonesa ha sido y se ha sustentado hasta hoy en la buena comida japonesa.

¿Cuales cree que son las particularidades de la literatura japonesa en relación a la occidental?
Me parece una iluminadora del contraste entre la literatura japonesa y la occidental una frase del filósofo japonés Nishida Kitaro: “la cultura japonesa es una cultura de la emoción; la occidental, del intelecto”. Creo que estas palabras aportan mucho de una manifestación más de la cultura japonesa como es la literatura. En términos generales la apreciación estética de una poesía, relato o drama japonés posee un componente emocional y sensorial, no analítico ni intelectual, creo que más fuerte que en la literatura occidental.

La filosofía griega nos enseñó la lógica y la metafísica. El monoteísmo cristiano a desconfiar de los sentidos. Estas dos fuentes de nociones culturales –leamos o no filosofía griega o seamos o no creyentes cristianos- impregnan profundamente nuestra forma de apreciar los productos culturales.

Pues bien, en Japón, aunque experimentó el racionalismo confuciano desde hace más de mil quinientos años, y el influencia del cristianismo hace ciento treinta, esas dos fuentes no han dejado mucho poso en la sensibilidad de los japoneses a la hora de apreciar sus obras literarias.

También se puede destacar, como otro elemento diferenciador, el énfasis de la literatura japonesa por lo fragmentario, episódico, visual. Ahí está un buen ejemplo: el haiku, que es el producto literario mejor exportado por Japón a Occidente, el bonsái de su literatura, con sus 17 sílabas en donde ni siquiera hay cabida para emociones ni ideas, solo para sensaciones, para fotografías instantáneas de la realidad percibida con los ojos.

Es probable que este gusto por lo visual tenga que ver con el esfuerzo constante que un japonés realiza durante bastantes años por dominar el espacio minúsculo pero complejo de un sinograma, de un kanji. Contra la abstracción mental del alfabeto latino, la estilización pictográfica y puramente visual del sinograma japonés de origen chino.

Una tercera consideración importante al respecto es la tendencia japonesa a preservar lo tradicional fundiéndolo con lo nuevo, a hallar vigencia y actualidad a formas literarias muy antiguas. En Occidente, aunque tengamos respeto por tales formas, no las sacamos casi nunca de los libros de historia y del polvo de los museos. Ahí tenemos, por el contrario, el caso de los numerosos cultivadores japoneses que hay hoy de una forma poética como el “waka” tan arcaica. El teatro noh, un teatro con un fuerte sentido religioso, surgido en el siglo XIV, todavía se representa en Japón hoy día. ¿Se representan en la España de hoy autos sacramentales de Calderón de la Barca? Y valores estéticos de la época de Heian (s. IX-XII) siguen nutriendo obras literarias de rabiosa actualidad, como alguna novela de Haruki Murakami, aunque al mismo autor no le agrade reconocerlo.

El catálogo de Satori es generoso y diverso. Si pudiera mencionarme un puñado de obras y autores para construir un itinerario, ¿cuales serían?
Satori Editorial está haciendo un esfuerzo muy loable por difundir la literatura y la cultura japonesa en su joven catálogo de solo cuatro años. Además, es fiel al principio ético de traducir literatura desde el original japonés, una práctica que por desgracia todavía no siguen algunas editoriales, incluso las más grandes, en pleno siglo XXI. Del catálogo de Satori puedo destacar tres obras: El santo del monte Koyaun libro de terror sutil de Izumi Kyoka, La vida de un idiota y otras confesiones del genial Akutagawa, también de Satori es notable la novela Una extraña historia al este del río de Nagai Kafu, el más libertino de los escritores japoneses modernos, una historia bañada de indecible nostalgia por el Tokio de comienzos del siglo XX que era sepultado por la embestida de la modernidad.
Pero si no deseamos separar demasiado los pies de la tierra, Satori acaba de publicar Fukushima: Vivir el desastre sobre la percepción muy iluminadora del desastre de hace dos años y medio Takashi Sasaki, un profesor retirado de lengua española. Saliendo de Satori, me permito recomendar, como libro introductorio sobre literatura japonesa moderna porque da muchas claves del comportamiento social de los japoneses y de lo doloroso que pudo ser para muchos japonesas el proceso, todavía en marcha, de la modernización (léase occidentalización), la obra, intensa y poética, de Natsume Soseki llamada Kokoro (editorial RBA). Es un libro deslumbrante por el cual podemos iniciar nuestro recorrido de la literatura moderna. Se aprecia mejor a Murakami después de haber leído este libro (o también El caminante de Soseki, precisamente en el catálogo de Satori).

Fuera de la modernidad, no puedo dejar de mencionar la obra fundamental de la mitología y de la religión autóctona japonesa: Kojiki (Trotta, 2008) publicada en el año 711 pero que contiene los mitos, leyendas y encantadoras canciones del Japón ágrafo de los albores de su civilización. La conozco bien porque su traducción, al lado de la profesora Rumi Tani, me ocupó tres años y creo que es la obra semillero de los valores e incluso temas de la posterior literatura japonesa. Por ejemplo, el mito de la “mirada prohibida a la mujer” que sale en Crónica del pájaro que da cuerda al mundo de Haruki Murakami ya aparece en ese venerable libro. En realidad, parece que no hay nada nuevo bajo el sol.

¿Hasta que punto influyó el encuentro de Japón con la cultura estadounidense tras la II Guerra Mundial? Pienso en autores más pop como Yoshimoto o Murakami cuyos libros fueron abrazados en los ´90 por la gran industria.
La nueva constitución japonesa de 1947 fue, tras el amargo reconocimiento de la derrota en la Segunda Guerra Mundial, para el pueblo japonés el reconocimiento de que el país iba a absorber una segunda oleada de occidentalización (después de la masiva de las últimas décadas del siglo XIX). Esta vez la corriente vendría del Pacífico, de Estados Unidos. El modelo social era el del país vencedor. Las películas americanas , la música de jazz y la imagen de soldados norteamericanos dando chicle o dinero a los niños japoneses empobrecidos de la posguerra ofrecieron a muchos japoneses de entonces una prueba inmediata de la validez y riqueza del modelo.

Era un hechizo agridulce para los mayores porque les recordaba viejas heridas del pasado. Los padres de los dos autores que ha mencionado, Haruki Murakami y Banana Yoshimoto, especialmente los de la generación del primero, nacido en 1949, pusieron en funcionamiento la proverbial diligencia del pueblo japonés, el coraje de levantarse con la mirada al frente todos los días, y la capacidad organizativa de todo un pueblo para dejar atrás el pasado y afrontar el examen formidable de la recuperación de la auto estima nacional.

Un examen con nota de sobresaliente en la década de los sesenta cuando Japón, erguido con gallardía tras la postración de la dura posguerra, sorprender al mundo con unos Juegos Olímpicos en el 64, la Expo de Osaka en el 70, la concesión de un Nobel en el 68. Pero estaba el otro lado de la moneda. La juventud de los sesenta, entre ellos Murakami, deseaba disociarse a toda costa de un pasado tenebroso, deseaba no ser absorbida por el modelo social y productivo de Estados Unidos que no podía satisfacer muchas de sus aspiraciones, un modelo bajo el cual, además, no podían ejercer la conciencia individual en una sociedad, todavía entonces, fuertemente jerarquizada.

Expresión del descontento de esa actitud fue el radicalismo de los movimientos de reivindicación estudiantiles de finales de los sesenta que alcanzó a otros muchos países del mundo. Era la expresión sincera y apasionada de que el modelo no servía. Heredero espiritual de ese movimiento, que se llamón Zenkyoto en Japón, es Murakami y, en mucha menor medida, Yoshimoto, cuyo padre, por cierto, fue activista de mismo.

Haruki Murakami, en concreto, que abraza la cultura pop americana y muchos de sus iconos, refleja en su obra de los años ochenta y noventa refleja la implacable decadencia de la identidad individual de los miembros de la generación Zenkyoto. Una de sus creaciones literarias iniciales, el Ratón (como se observa en La caza del carnero salvaje y en dos novelas no publicadas en español, Kaze no uta o kiike, de 1979 y en 1973—nen no pinbooru, del año siguiente) expresa la impotencia y callada rebeldía de un superviviente de ese movimiento de los años sesenta. Detrás de Ratón, deambularán una cohorte de personajes solitarios o al borde de la fuga por el mundo fragmentado y socialmente deconstruido del Japón de los ochenta y noventa. Su enemigo es el mismo que el de los movimientos de los sesenta: el sistema implacable. Es un mundo en cenizas cuya alma, bajo los oropeles de plástico de la cultura pop y del consumo exacerbado, exploran tanto Murakami como Yoshimoto.

¿Cómo dialoga la literatura japonesa con la escrita en nuestro idioma? ¿Hay puntos en común?
Claro que los hay, a pesar de las diferencias apuntadas. Las dos exploran -desde diferentes ángulos, perspectivas sociales e históricas, y distintas tradiciones culturales- esta herida absurda que es la vida, exploran las contradicciones del ser humano en su sociedad, exploran las peripecias del viaje siempre mítico que realiza el ser humano hacia su conciencia. Identidad de grandes temas, diversidad de planteamientos y sensibilidades [LL]




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