Siempre
que se habla de literatura (como siempre que se habla de casi cualquier cosa)
está lo específico y lo accesorio. Lo específico, en este caso, son los libros;
ni siquiera los autores, ya que no necesariamente sus opiniones importan como
lo que efectivamente escriben. Y que me perdonen, pero tampoco sus vidas deberían ser lo interesante. Sin embargo, a cierta prensa ¿cultural? le
encanta hablar de todo aquello que entra en el terreno de lo accesorio ya que
es una manera de darse corte sin tener que pasar por la muchas veces penosa
circunstancias de tener que leer los libros. Aunque las razones también pueden ser otras e incluso peores.
De
las muchas subcategorías accesorias que existen, los editores ocuparon durante
mucho tiempo un lugar del todo desproporcionado a su importancia. No voy a abundar aquí en el magro 10% de derechos de autor que estos intermediarios les pagan a los autores (y eso, en el mejor de los casos). Tampoco a su trato, muchas veces comparable al de los mayoristas de grasa animal. Hablo más bien de sus pretensiones de elegancia y cultura, acaso alentados por los medios de comunicación.
Véase, por ejemplo, el patético caso de
Jorge Herralde: creó una editorial exitosa, pero la termina entregando a otro
editor extranjero porque, en cuarenta años de trabajo, fue incapaz de formar a
otros editores españoles que pudieran continuar con su labor. Su éxito, entonces, consiste en habernos convencido de que su fracaso es interesante.
Podrá argüirse que se adelantó a los demás. Eso también es relativo. Bastaría con pensar en los ejemplos de Joaquín Mortiz, en México, o de la familia Muchnik y Fabril Editora, en la Argentina, o sin ir tan lejos, recurrir al recuerdo de Carlos Barral, en España. En todo caso, lo que sí demostró Herralde es haber sido un pícaro bastante astuto. Supo venderle a los progresistas españoles de la década del sesenta (esos que consumían las películas con José Sacristán) la dosis de marxismo requerida. De ese modo se aseguró un lugar desde el cual, como suele pasar con los cultores de la izquierda, pasar a ser otra cosa. Más adelante, y siempre con astucia, adoptó el modelo de algunos de los editores antes nombrados, pero lo reforzó poniéndose de acuerdo con Christian
Bourgois y con Feltrinelli para que los mismos libros que “triunfan” en Francia
y en Italia, también "triunfaran" en España y Latinoamérica, haciendo que la profecía se autocumpliera. No es lo único: también publicó a un significativo
número de latinoamericanos que funcionaron como arietes en sus respectivos países,
abriendo asimismo la puerta de la publicación local a precios más accesibles
que los que llegaban a América los libros españoles. Tuvo así presencia en todas
partes. Y, mientras Planeta o Alfaguara se planteaban estrategias para un único
país, sin que un libro de Planeta Argentina viajara a México o sin que un libro
de Planeta México viajara a la
Argentina (idem para Alfaguara), Anagrama estaba en todas
partes y multiplicada por diez. Sin ir más lejos, recuerdo la participación del
chileno Pedro Lemebel en la
Feria de Guadalajara de 2008: luego de una lectura
espectacular, todo el mundo acudió al stand de Planeta a comprar los supuestos
libros que Seix Barral de Chile había
llevado a México. No estaban… Y los pocos que habían llegado, estaban en el
stand de la Cámara Chilena
de Editores y desaparecieron de inmediato. Mientras eso pasaba, otros autores
latinoamericanos presentes en la
FIL firmaban sus libros en varios stands que efectivamente
tenían los libros de Anagrama. Bien por Herralde. Ahora, la pregunta, en todo caso, es si todo esto tiene algo que ver con la literatura. Porque, supongo, este relato es el tipo de narración que podría interesar en una convención de viajantes de comercio o de vendedores de Tupperware, pero, de ninguna manera, en el ámbito intelectual de ningún país.
Más
allá de todas estas anécdotas de mercaderes –que, según se ha dicho, hacen al mercado, pero no a la
literatura–, todo indica que, a pesar de los muchos esfuerzos de Juan Cruz por contarnos qué sintió cuando leyó a éste o a aquél otro, las verdaderas estrellas del mundo accesorio de las letras hoy son los
agentes; vale decir, esos otros intermediarios, cuya función consiste en sacar el máximo
provecho para los autores proponiendo sus libros a cuanta editorial se les
aparezca en el horizonte, utilizando todo tipo de métodos y, en oportunidades,
perdiendo de vista al autor y a sus eventuales lectores. Así, la noticia de que
Andrew Wylie está por asociarse con Carmen Balcells ocupa las páginas centrales
de muchos diarios. El País, de
Madrid, por ejemplo, un diario del Grupo Prisa, hasta hace poco dueño también de Alfaguara, ya lleva varios artículos publicados, ocupando un espacio
que sólo sirve para publicitar a los agentes, sin ocuparse realmente de la
literatura.
Uno de esos artículos establece dos listas de representados. Los de
Wylie son Jane Bowles, Saul Bellow, V. S. Naipaul, Vladimir
Nabokov, Antonio Tabucchi, Jorge Luis Borges, Philip K. Dick, Salman Rushdie, Art
Spiegelman, Milan Kundera, Mo Yan, Orhan Pamuk, Lou Reed, Antonio Muñoz Molina,
Philip Roth, Royal Shakespeare Company, Roberto Saviano, Susan Sontag, Henry
Kissinger, The Andy Warhol Foundation, John Updike, Roberto Bolaño, J. G.
Ballard, William Burroughs, Guillermo Cabrera Infante, Italo Calvino y Allen
Ginsberg, entre otros. La lista de Balcells, absolutamente monolingüe, incluye
a Gonzalo Torrente Ballester, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Julio
Cortázar, Camilo José Cela, Carlos Fuentes, Pablo Neruda, Álvaro Mutis, Miguel
Delibes, Juan Goytisolo, Rosa Montero, Terenci Moix, Alfredo Bryce Echenique,
Manuel Vázquez Montalbán, José Luis Sampedro, José Ángel Valente, Isabel
Allende, Miguel Ángel Asturias, Vicente Aleixandre, Ana María Matute, Juan
Marsé y Javier Cercas, también entre otros.
Como se podrá observar, hay en ambas listas nombres muy importantes y otros un
tanto precarios. Se trata, en muchos casos, de autores de gran éxito; o, dicho
de otro modo, escritores que han tenido ventas importantes o sostenidas, lo
cual, nuevamente, poco tiene que ver con la literatura y sí mucho con el
mercado y sus estrategias. Una lectura atenta de los nombres permitirá comprobar que la mayoría de ellos, al menos en el mundo de la lengua castellana, se dividen entre el Grupo Planeta, Alfaguara, Random House/Mondadori (vale decir, el 70% del mercado hispanohablante) y Anagrama (que aunque parezca chiste sigue presentándose como "independiente"). Entonces, ¿interesa realmente que este tipo de
información conste en las páginas culturales de cualquier diario? ¿No debería
estar más bien en los suplementos económicos, donde se lee que tal o cual
empresa compró a tal o cual otra, o que tal grupo se fusionó con ese o aquel otro? Porque así
planteadas las cosas, da la impresión de que la literatura se reduce a esos pocos nombres y nada más. También que, hasta que un escritor no tiene un agente o no publica en una de esas editoriales elegantes, no existe. Se trata, claro,
de supersticiones que sólo les sirven a los agentes a la hora de negociar con
los editores y a los editores a la hora de vender más libros. Entonces, a qué engañarse, esta gente cada vez más sale de las escuelas
de administración de empresas antes que de los ámbitos naturales de la
literatura. Por eso, mientras los traductores se ocupan de hacer el scouting, los que antes lo hacían ahora están revisando planillas de ventas y discutiendo con las distribuidoras. A ver si me explico: es una perversión. También, un asco.
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