miércoles, 18 de junio de 2014

Una mesa redonda en Eterna Cadencia (I)


Nacho Damiano convocó a tres traductores argentinos para una mesa redonda sobre traducción en la librería Eterna Cadencia. La desgrabación de la charla fue colgada del blog de EC., en la entrada del 29 de mayo pasado.

En el mundo de la traducción nadie olvida (I)

Como parte del ciclo Jueves de Eterna Cadencia, Guillermo Piro (traductor de italiano, escritor y periodista cultural), Omar Lobos (traductor de ruso, investigador académico y profesor universitario de literaturas eslavas) y Alejandro González, (traductor de ruso, sociólogo, profesor de español en Rusia y especialista en la obra de Dostoievski) visitaron la librería para debatir acerca de los diferentes paradigmas de la traducción como oficio. La mesa estuvo coordinada por Nacho Damiano, y aquí presentamos la desgrabación de ese encuentro.

Nacho Damiano: Quería arrancar la mesa con una idea que saqué de una entrevista que le hicieron a Omar. Una misma frase (escrita originalmente en ruso) fue traducida en distintas ediciones como: “Dejado que hubo Fiódor Pávlovich de su mano a Mitia, que tenía a la sazón cuatro años, diose mucha prisa a casarse en segundas nupcias”, o “Fiódor Pávlovich, al liberarse de Mitia con cuatro años, muy pronto después de aquello se había casado por segunda vez”, y una tercera posibilidad: “Fiódor Pávlovich se deshizo de Mitia y se casó de nuevo”. ¿Por qué traigo esto a la mesa? Para remarcar a importancia de la mano del traductor en un texto. Ustedes son personas muy distintas, Alejandro viene de la Sociología, Omar viene de las Letras, Guillermo también viene de las Letras y además es poeta y periodista cultural. ¿Cómo describirían en cada caso el oficio del traductor? ¿Cómo ingresaron en ese universo?
Omar Lobos: Yo estudié primero Letras, y después se sumó el ruso, y más adelante, a la fuerza, se sumó la traducción. Fue una exigencia, algo que yo no tenía como horizonte inmediato. El editor de Colihue me forzó –esa es la pura verdad– a traducir Crimen y castigo. Yo le había manifestado tímidamente: “Me gustaría traducir algún cuentito”, pero un día me llamó por teléfono y me dijo: “Tenés que traducir Crimen y castigo”. “Es una locura, no, no, no lo voy a hacer”, “Bueno, hablemos de nuevo en seis meses. Chau”. El ingreso fue así de fortuito y de compulsivo, cosa que le agradezco siempre, que haya apostado por mí  y que me haya empujado al abismo “y ahí arreglate”. Porque, la verdad, el camino fue muy interesante aunque muy tortuoso, no fue nada fácil. Traduje unos cuantos meses, (ocho, nueve), y cuando revisé el trabajo vi con horror que era un asco, un desastre.

ND: ¿Por qué? ¿Qué falencias veías?
OL: No había cuestiones de mala comprensión, no estaba allí el problema. Tampoco había dificultades sintácticas, más o menos redacto decentemente. El editor de Colihue me había dicho: “Sabés el idioma, sabés redactar. Listo, traducí”. Bueno, no es tan fácil. ¿Dónde estaba el problema?, ¿por qué esto está mal, feo? El problema era que la traducción no sonaba, lo que tuve que empezar a hacer es poner el oído a la música del original y tratar de reproducir algo de esa música en el castellano.

ND: ¿Alguien que no maneje el ruso se hubiera dado cuenta de este “no sonar” de la traducción o sólo vos podías verlo? Es decir, ¿se alejaba de la sonoridad propia del original o es un tema específico de la lengua castellana? 
OL: Y… estaba fea, torpe, sin música. Había que ver qué decía Dostoievski, y aplicar en castellano la fluidez necesaria para que se asemeje la musiquita. En eso estuve trabajando un año más, en la musicalización de lo que había traducido.

ND: En tu caso, Guillermo, te imagino más arriesgado. No sé por qué.
Guillermo Piro: En mi caso, yo quería ingresar en el mundo de la traducción y, como suele ocurrir, no sabía que sabía italiano. Cuando me fui a vivir a Italia me di cuenta de que sabía más de lo que creía. Me parece que siempre, por cada uno que quiere entrar en el mundo de la traducción, hay alguien que quiere salir, siempre hay como cierta necesidad de reemplazo. Yo creo que casi siempre en las primeras traducciones, y lo compruebo con lo que está contando Omar, está la mano de un benefactor, de alguien que sabe con certeza que no vas a hacer bien el trabajo, pero te exige que lo intentes igual.

ND: ¿Lo ves como condición necesaria, primero hacerlo mal para aprender a hacerlo bien?  
GP: Si vos querés ingresar a este mundo, el editor es la puerta, entonces te exige que lo hagas de todos modos, aunque después haya que hacer revisiones y demás.

ND: ¿Qué fue lo primero que tradujiste?
GP: Me habían pedido que tradujera algo de Losada que no quise traducir, que eran los cantos de Leopardi. No, no se pueden traducir; sigo creyendo que es algo intraducible. Como traducir la Divina comedia, no se puede. No me importa quién la haga, tiene que estar necesariamente mal hecha. A menos que la hagas en prosa, no sé, pero de otro modo no se puede traducir…

E: Si querés podemos discutirlo, pero me parece que en prosa, estaría aún peor traducida.
GP: Borges podría traducir a Leopardi, Octavio Paz quizás también podría, pero no creo que mucha gente más. Leopardi podría traducir a Leopardi, y Dante podría traducir a Dante. Pero otra gente o sé, hay cosas que son demasiado grandes. Me negué a hacerlo, porque me parecía que iba a hacer una porquería. Estoy convencido de que en el mundo de la traducción nadie olvida: metés la pata una vez y perdiste. Después, Alberto Díaz (quien me había ofrecido muy gentilmente esa traducción) se fue de Losada y vino Jorge Lafforgue. Él quería traducir El gatopardo, porque había traducciones pero eran todas españolas. De hecho, había una traducción que sigue siendo la mejor, mucho mejor que la mía, que es una de un argentino, Ricardo Pochtar, cuya versión es irremplazable, es genial. Es el que tradujoEl nombre de la rosa al español, indirectamente todos lo conocen, lo han leído. Es perfecto, es un traductor excelso. Mi traducción, obviamente, es muy mala. Al punto que yo le había pedido al editor de Losada que, si en algún momento iban a reeditarla, yo la arreglaba, gratis. Pero bueno, no lean esa traducción, siempre en la primera traducción uno comete todos los errores posibles, para eso están las primeras traducciones. Me enteré de que la primera traducción que hizo Gandolfo para Minotauro, Paco Porrúa se la pagó y no la editó: lo hizo traducir otra vez, de tan mala que era. Increíble. Pero no me sorprende, porque es así.

ND: Bueno, un poco es lo que dijo Omar, de hecho, él ni siquiera quiso presentar la primera versión.
GP: Sí, pero yo la presenté igual. Y hoy la miro y digo: “Ay, Dios”. Cometí todos los errores posibles. El problema que tiene el italiano, que no tienen las lenguas que no son latinas, es que es tan similar que te engaña. En ruso, en alemán, estás obligado a reconstruirlo todo, no hay modo de que te equivoques. En italiano a veces decís: “Esto es español”, pero alguien lo lee y dice: “¿Qué es esto?”. Por mucho tiempo tuve la fijación con una palabra muy habitual –lo cuento como ejemplo–,  que es el adjetivo “empeñativo”, algo que requiere empeño. A mí me suena español, pero es mentira, no existe. Pero bueno, lo que ocurre en la traducción, como lo que ocurre en el ajedrez, es que lo errores los cometés una sola vez. Es muy difícil reincidir en un error grave, porque si lo descubrís, si alguien te lo hace notar o si lo recordás, no volvés a caer.

ND: ¿Y vos Alejandro? ¿Cómo ingresaste a este mundo?
Alejandro González: De manera muy fortuita también. Estudié ruso porque sí, podría haber sido coreano tranquilamente.

ND: ¿Pero estudiaste porque querías traducir o por interés personal?
AG: No, para nada, yo sólo quería leer a los rusos en el idioma original, pero con el correr del tiempo ni siquiera ese fue el objetivo, me calentó el propio idioma. Uno no sabe por qué hace las cosas, uno las hace. Vamos todos vendados por la vida. En un momento empecé a estudiar francés y me di cuenta de que tenía facilidad para los idiomas, como como en ese momento estaba muy metido con los rusos dije: “¿Por qué no ruso?”. La lengua sí me gustó, porque hay algo específico del idioma ruso… No sé los que vienen de Letras, que quizá ya chocaron con eso antes en latín, en griego, en estructuras de lenguas antiguas, pero para mí era la primera vez. Y me sedujo mucho el tema de la declinación, la complejidad del idioma, todo lo que hay que pensar para armar la frase: “Voy a la esquina a comprarme una aspirina y vuelvo”, todo lo que hay que poner en juego para poder decir eso en ruso: acusativo, futuro, inflexión, verbos de movimiento. El ruso viene de las lenguas eslavas, del gran tronco indoeuropeo, pero propiamente no tiene un antecedente. Se maneja con caso, declinación compleja: los sustantivos, los adjetivos, cada uno declina según su lógica, tiene tres géneros: masculino, femenino y neutro. A mí esa complejidad me sedujo, la mayoría de la gente la rechaza. Cuando empecé a estudiar éramos veinte, y el primer nivel lo terminamos nada más que cinco. Mucha gente se acerca al ruso por curiosidad, pero cuando se dan cuenta de lo que hay que remar…

ND: La curiosidad no alcanza.
AG: Francés, italiano, inglés, yendo dos veces por semana a un curso, y más o menos haciendo la tarea, aprendés. Con ese método, ruso no aprendés, es como el árabe. Si no la remás mucho, si no te metés en tu casa un sábado a la noche, no salís a ningún lado y te quedás estudiando gramática rusa, no camina. Si no te agarra un poco de obsesión, no llegás nunca. Podrá leer un diario, decir algunas cosas, hablar sin declinar, pero no mucho más. Es como hablar con infinitivos en español, se puede, pero bueno, no es lo mismo. Bueno, yo venía por ese lado, paralelo a la carrera de Sociología y trabajaba en Avellaneda, en la Municipalidad. En el 2003 cambia el gobierno, yo ya sabía que me iba a quedar sin trabajo. Y también me convocaron de la editorial Colihue, que es la que nos bendijo, nos bautizó. En mi caso, no me pidieron que traduzca literatura, como yo venía por el lado de la Sociología, les interesaba un texto de Psicología, Teoría social, esas cosas. Y se dio la misma situación que mencionaba Omar, me dijeron: “¿Querés traducir esto?”. Yo tuve cierta duda, pero dije que sí porque necesitaba el trabajo. Y así empecé. No tuve los problemas que tuvieron ellos, porque mi primera traducción no fue literaria.

OL: Pero vos tuviste que reconstruir el original, un problema que nosotros no tuvimos. Eso implica todo un trabajo de lo que sería crítica textual, para reponer lo que falta. Primero, el trabajo de armar un original fidedigno a partir del cual recién la traducción propiamente dicha. ¿Cuánto tiempo estuviste chequeando con él o con Trotski, o con Vigotsky, cuánto tiempo te llevó recomponer, decir: “Bueno, está bien, esto es Pensamiento y habla, esto es Literatura y revolución, ahora me pongo a traducir”?
AG: Claro, la traducción literaria y la traducción científica son como diferentes campos dentro de la traducción. Vos no estás generando un texto estético, ahí la cuestión es la coherencia conceptual, ver cómo vas a definir cada concepto, eso es lo más difícil, tomar ese tipo de decisiones. Son las primeras cuarenta páginas, después ya el resto va, porque no te presenta problemas de lengua.

OL: Tenés otros problemas porque, en el caso de Vigotsky por ejemplo, tenías la historia de determinado concepto, arrancando del título mismo, que aparece controvertido en la traducción de él. Me parece que ya no es la cuestión estética, pero sí por la historia que ese texto tiene en la ciencia occidental.

ND: Claro, recuerdo una entrevista que le hicieron al traductor de Heidegger al español en la que decía que saber alemán casi es lo de menos, lo que tiene que saber el traductor es la filosofía de Heidegger.
AG: Tiene que ser filósofo. En mi caso yo dije que sí, porque este texto lo conocía bien, lo había leído. Y así me acerqué. Después, a pedido mío, traduje a Dostoievski, y se fue dando poco a poco. Otras editoriales se interesan, buscan traductores de ruso, somos muy poquitos. Le fui encontrando la veta.

ND: Me quedé con algo que dijo Guillermo con respecto al traductor de El nombre de la rosa: que quizás no se dieron cuenta pero ya lo conocen, lo leyeron. Pensaba en ese rol medio fantasmagórico que tiene el traductor, y en el hecho de que uno como lector no tiene más alternativa que someterse a la traducción. Si no manejamos la lengua original, no nos queda otra que “creerle” al traductor. ¿Se podría hablar de coautoría, de que el escritor original escribió un texto y el traductor basándose en ese escribió uno distinto, autónomo? ¿A la larga estamos leyendo a los traductores, las obras que nos encantan son textos del traductor?
AG: Yo comparo la traducción con la música, es como escuchar tres versiones de la misma obra de Mozart. Cada director le va a dar tonos diferentes, matices diferentes, y las tres son válidas. Digamos que ontológicamente ninguna es superior a la otra, ni siquiera la original. El problema que suele rondar en el tema de la traducción es la relación entre original y copia, es un fantasma que siempre está. Si uno logra vencerlo, para mí es como si me dan una partitura de Bach y yo hago mi versión como director de orquesta. Y al que le gusta le gusta; y al que no, no. Hay gente que la valorará: “Ah, acá hay un recurso técnico interesante”, “pusiste de relieve a algo que en la partitura es más secundario, y eso da una lectura un poquito distinta”. Pero es todo siempre dentro de una misma cosa. 

ND: Pero eso sólo lo podés detectar si tenés el conocimiento de las dos lenguas, o si leíste varias traducciones de un mismo texto. Cuando yo leo un texto traducido quizás no me doy cuenta de la capacidad técnica del traductor, justamente porque para mí ese es “el texto”. Con respecto a lo que decías vos, yo no lo llamaría copia, me parece que son versiones…
AG: Sí. O interpretaciones.
GP: Perversiones. Son perversiones.
AG: No estoy de acuerdo.
GP: Yo sueño con que en alguna traducción mía pongan “perversión de Guillermo Piro”.
AG: Existe la idea de que la traducción nace con el signo menos. Y no estoy de acuerdo, es un texto original. Claro que es una coautoría, ¿por qué no? Soy coautor. Algún lector puede elegir una traducción por sobre otra, eso te demuestra la coautoría. Es simplemente una cuestión de sintonía fina con el traductor, las dos valen. Ahora, en cuanto a la conciencia del lector de que está leyendo traductores, ese no es mi problema. Y hasta qué punto el lector problematiza esa cuestión de que está leyendo una traducción, bueno, la gente en general no lo problematiza, dice: “yo estoy leyendo a Flaubert”. Y, no, nunca leyó a Flaubert si no lo leyó en francés. Pero sí está leyendo a Flaubert de alguna manera, porque está participando de esa obra. Incluso, en las críticas literarias que aparecen en los diarios, muchas veces no se menciona al traductor.

GP: “La maravillosa prosa de Thomas Bernhard”.

AG: Claro, ¿de qué prosa me hablás si lo estás leyendo en español?

GP: Los los libros de Bernhard están casi todos traducidos por Miguel Sáenz, y ahí se nota esto que estamos hablando. Todos tienen una especie de pauta lexical, incluso sonora, que es única. Salvo una que no está traducida por Miguel Sáenz, que editó Cátedra, que se llama Los comebarato. Y si vos la lees, no parece una novela de Bernhard.

ND: Porque te acostumbraste a Sáenz. En España, la mayoría de las películas no se subtitulan, sino que se doblan. Y el que hace la voz de Bruce Willis hace siempre la voz de Bruce Willis, lo que genera el extrañísimo fenómeno de que los españoles le atribuyen a Bruce Willis la voz del doblador: “Bruce Willis suena así”.
GP: En ese sentido, a veces pasan cosas muy particulares. Por ejemplo, ¿vieron la película Megamente? Doblada es mejor, mucho mejor. Tiene más brillo, tiene más énfasis, más simpatía, más comicidad. Es mucho mejor la voz del portorriqueño, que no sé quién es, que hace la voz, no solo del principal sino de todos los personajes. Yo la había visto muchas veces con mi hija y probé, porque me encanta esa película, verla en lengua original y duré diez minutos. Y me pasa, trasladándolo al ámbito que nos incumbe, que yo llego al extremo en que hay ciertas lenguas que solo las puedo leer traducidas, aun cuando puedo leerlas en original. Porque, por ejemplo, el portugués para mí tiene un efecto de comicidad que me aleja del texto. Entonces yo no puedo leer a Pessoa en lengua original, porque me parece que está hablando Carlitos Balá. En cambio, cuando lo leo en español, encuentro gravedad, encuentro seriedad, encuentro sustancia. En portugués, me diluyo y me voy. La comicidad tiene algo inexplicable, a todos no nos causa gracia lo mismo. Incluso desde chico me resultaba insólito que hubiera gente a la que le gustara Pepe Biondi, que a mí siempre me dejó estupefacto. Pero es algo que no tiene explicación. A mí el portugués me resulta cómico, entonces solo lo puedo leer traducido. Y estamos hablando del más grande poeta del siglo veinte. Es muy raro.

OL: Respecto del tema de la coautoría, sí, a mí me parece que el rol del traductor es un rol fantasmagórico. En el sentido de que, como dicen mis compañeros acá, no se lo percibe, salvo alguien que lo esté estudiando. Pero en general el público lector está leyendo a Dostoievski o está leyendo a Flaubert o a quien sea. A mí me parece que eso está bien. Y de hecho nosotros hemos leído a los clásicos en traducciones que hoy nos parecen malísimas, y sin embargo nosotros nos enamoramos de esa obra en esa malísima traducción. La literatura es el “cómo”, estamos de acuerdo, pero hay “qués” muy potentes en la literatura. Crimen y castigo va a resistir la peor de las traducciones, el “qué” de Crimen y castigo es muy poderoso, la va a resistir. De todas maneras, la cuestión de figurar o no, los traductores no estamos para figurar en la tapa disputándole ningún lugar al autor. Lo que tiene uno que hacer bien es hacerle la mayor justicia posible, más allá de que el público lo note o no lo note. Y nuestro espectro creativo, no es creativo a partir de la voluntad creadora, es una creación ceñida, trabajosa. Es como el escultor que para dejar la figura va sacando las esquirlas del mármol para tratar de llegar a la forma que ya está en algún lugar de su cabeza. Nosotros tenemos que, de ese bloque que es el original, ir dejándole la forma más justa, la forma que debe ser. Lo más probable es que solamente nosotros percibamos todo ese trabajo. Y la satisfacción (o la disconformidad) es nuestra. Y a lo mejor el otro, el público no lo nota, no dice: “Uy, qué mala que es esta…”. La lee y listo. Nosotros somos los que decimos: “No, esto está mal, esto no es así”, porque conocemos el original y sabemos que no le hace justicia. Creo que hay verdadera creación, pero en ese sentido. 

ND: Un poco lo que decía Alejandro, es más una cuestión de interpretación, el traductor crea pero basándose en la partitura que ya está escrita.
OL: Los creadores, los grandes directores… Podés decir: “como hizo Ormandy el último movimiento de la Patética de Tchaikovski no lo va a hacer nadie”. Y ¿cómo, si la partitura es la misma? Estoy diciendo una arbitrariedad a medias, bueno, pero Ormandy, como él ejecuta, interpreta, recrea, o lo que sea, el último movimiento de la Patética nadie va a llegar hasta ahí. Y bueno, claro que Ormandy es un creador, no hay dudas de eso. Iba a contar una anécdota que ya he contado en otras oportunidades: en un curso, no me acuerdo si era en las clases de español o en un taller que estaba dando a mis alumnos en la Universidad de Lanús, comparé tres ediciones de Crimen y castigo, tres fragmentitos, para que simplemente vieran las diferencias y opinaran a ver qué les parecía. Todos votaron, y les parecía mejor la que para mí era la peor versión. Esto es, la más arreglada, la más edulcorada, la más traidora si se quiere, de todas las versiones, porque era como la más prolijita. Y la peor, la más desmañada, la más torpe, la menos trabajada era la mía. Yo no les dije quiénes eran los traductores ni nada, simplemente comparábamos prosas. Y yo que creía que le estaba rindiendo más justicia a Dostoievski, porque digo: “Acá está jadeando, Raskolnikov acaba de cometer el crimen”, entonces la prosa original es muy entrecortada, jadeante, se levanta, se para, vuelve; las frases están interrumpidas por comas, circunstanciales de modo, vacilaciones. La otra traducción, mostraba a un Raskolnikov paseando muy tranquilo por la habitación. Ellos más bien eligieron esa, porque les sonaba más linda, los tranquilizaba. Y ahí queda bien claro que no hay nadie atrás del lector para explicarle: “No, acá tiene que estar entrecortado, porque en la versión rusa…”. Así y todo, no me desmoralizo. 

(continúa mañana)


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