Pablo Moíño Sánchez (Madrid, 1980) es narrador y jefe de redacción de la Revista de Erudición y Crítica. La siguiente columna fue publicada por El Trujamán el 3 de junio pasado.
La dignidad
Un
día de verano te escriben de una editorial. Les han hablado de ti y quieren
trabajar contigo en algunos libros. Ahora mismo ya podrían enviarte uno, te
dicen, si estás interesado y disponible.
Como te pasas el día conectado por si las moscas, como ahora
tienes poco trabajo, como te gusta mucho traducir, el primer impulso es
responder volando, no vayan a arrepentirse y a avisar a otro traductor, algo
como: «sísísísísísísísí :) :) :) :)». Pero piensas en tu dignidad y decides que
mejor contestarás dentro de una hora. O dos.
En los cinco minutos siguientes navegas, es un decir, por
internet, o abres la nevera, o te vuelves a lavar los dientes, o intentas
trabajar en eso otro que tienes colgando. A los cinco minutos decides que el
mensaje lo enviarás dentro de una hora, o dos, pero que mejor ir escribiéndolo
ya.
Empiezas a escribir: no solo estás disponible, gracias, sino
muy interesado en lo que publican; simplemente te gustaría saber cuáles son las
condiciones, aunque la propuesta te interesa mucho. No, así no. Borras,
rehaces, te pones digno, como si no los necesitaras. Depende, dices: depende de
las condiciones, gracias. Pero tampoco es ese el tono. Borras. En fin: cuando
terminas de escribir el mensaje, ya ha pasado una hora y media.
Te contestan enseguida, a los tres minutos, con el título, el
autor, la tarifa y la fecha de entrega. Dudas si es un mensaje seco o
simplemente apresurado. Por las faltas de ortografía, parece apresurado. Pagan,
por otra parte, bastante poco. Decides negociar.
Empiezas a escribir otro mensaje: el libro tiene muy buena
pinta, estás de acuerdo con la fecha límite, pero te preguntabas si sería
posible negociar la tarifa, gracias, saludos. Para algo tan sencillo inviertes
aproximadamente seis horas. Por el camino se han caído largos párrafos sobre la
dignidad del traductor que no venían al caso.
Pasa ese día, y el siguiente, y el siguiente. No te
contestan. Eso por listo, suspiras. Vaya.
A los cinco días vuelves a escribirles. Hola: he tenido
problemas con el correo electrónico últimamente, así que es posible que no
hayáis recibido mi mensaje de la semana pasada. Lo vuelvo a reenviar por si
acaso. Gracias.
Te contestan a los dos minutos. Sí, sí lo recibimos, pero los
planes editoriales han cambiado un poco; te escribiremos la semana que viene.
Después de pensarlo un poco, vuelves a escribir para decir
que vale. En realidad lo haces para que tu mensaje quede en su bandeja de
entrada y no se les olvide.
Pasan varias semanas. Escribes algún correo que te rebota:
ausente por vacaciones. Es verano, no tienes trabajo: dudas, te agobias, casi
te lamentas.
Mes y pico después, mensaje de la editorial. Que siguen
interesados en que traduzcas el libro, pero que no pueden subir la tarifa. Y
que la fecha límite ha cambiado. Ahora tienes la mitad de tiempo que antes.
Medio llorando, escribes un correo larguísimo sobre la
dignidad, y también sobre el verano. Acabas borrándolo otra vez. Simplemente
contestas que no, que tú habías pedido que te mejoraran las condiciones y te
las han empeorado, y que así no trabajas.
Para tu sorpresa, te contestan a la media hora. Está bien, te
dicen: dejamos la tarifa y la fecha tal como tú decías.
No te lo puedes creer. Te sientes orgulloso de ti. Esto es
porque he peleado, dices. Ha merecido la pena esperar todo el verano para esto.
He peleado y lo he conseguido, dices. Y empiezas a traducir. En condiciones
dignas.
Traduces, pasa el tiempo, acabas el libro, lo entregas,
entregas la factura, te dan las gracias. Pasa más tiempo, ya deberías haber
cobrado, escribes para preguntar, ya no contestan. Vuelves a escribir. Pasa más
tiempo. A los dos meses te dicen que la editorial ha decidido no publicar más
libros durante un período de tiempo indefinido.
Tú, que otra cosa no pero buen lector eres un rato,
comprendes lo que significa eso.
Escribes, espumas, pataleas.
Dignamente.
Fin.
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