Con firma de Mercedes Estramil, el viernes 13 de junio pasado, el Cultural, del
diario El País, de Uruguay, publicó la reseña a 50 poemas, de Emily
Dickinson, traducido por la poeta Amanda
Berenguer, y recientemente descubiertos en un fondo de la Biblioteca Nacional
de Montevideo.
Criatura hogareña
Hay vidas que son novelescas en
su aparente quietud. Es el caso de Emily Elizabeth Dickinson, nacida el 10 de
diciembre de 1830 en Amherst, Massachusetts, en la casa paterna donde pasó el
resto de su vida, escribiendo sin darse a conocer más que entre unos pocos
íntimos, hasta morir en 1886,
a los cincuenta y cinco años, para luego ingresar a la
posteridad como una de las dos mayores voces poéticas estadounidenses del siglo
XIX (la otra fue la de Walt Whitman).
En parte paraíso, en parte cárcel
elegida, el hogar acomodado y protestante de los Dickinson le dio a Emily una
vida desahogada junto a sus dos hermanos, Austin y Lavinia. El varón se casó y
vivió en una casa contigua con quien sería la mejor amiga de Emily, Sue
Huntington. Lavinia permaneció soltera y fue la responsable primera (junto con
Mabel Loomis Todd, amante de Austin) de que la obra de su hermana no quedara
oculta en un baúl. Atendiendo al dato frío, Emily repartió su vida entre el
estudio —lo más que podía estudiar una mujer a nivel académico en esa época— y
la reclusión hogareña, dedicándose a la botánica, a cuidar a sus padres, a leer
y a escribir. Un perfil que ella misma calificó como sencillo y austero.
Quizá para colorear esa imagen se
tejieron otras, con la evidencia mínima de la información real, la más
caudalosa de su correspondencia y la dudosa y metafórica de los datos que su
propia poesía aportó. Bajo esa luz, Emily se enamoró por lo menos en dos
oportunidades de hombres que vio poco más de dos veces, y sintió un amor
intenso y correspondido por su propia cuñada, a quien veía o con quien se
carteaba todos los días. Ciertas o no y con justicia o sin ella, esas
posibilidades vuelven más atractiva la figura de la “reclusa de Amherst”, como
se la llamó. Podrán funcionar como anzuelos para capturar lectores, pero
seguramente estos se darán de cara contra una realidad que excede el cotilleo
sentimental: la poesía de Emily Dickinson es pura, cerrada, y misteriosa.
A DOS VOCES
A excepción de unos cinco
poemas, la obra de Dickinson fue editada póstumamente, y ese mismo destino
corrió la traducción que de algunas de sus poesías hizo la poeta uruguaya
Amanda Berenguer (1921-2010) a lo largo de dos décadas, en su mayoría realizada
a partir de la edición inglesa de Thomas H. Johnson publicada en 1955. Emily
Dickinson. 50 poemas surge tras clasificar en la Biblioteca Nacional
uruguaya el archivo familiar que donó Álvaro Díaz Berenguer, hijo de Amanda y
del profesor y escritor José Pedro Díaz, y surge como un libro bienvenido, que
más que una traducción es un encuentro entre poetas. La edición es cuidada y
presenta dos prólogos esclarecedores; uno de Ignacio Bajter y otro armado en
base a dos antiguas notas de José Pedro Díaz (1921-2006). La selección respeta
el título dispuesto por Berenguer si bien incluye en realidad 54 poemas, y
respeta el criterio de traducción y lo que pudieron ser errores u olvidos.
También se marcan al pie las distintas posibilidades de traducción que manejó
la poeta, así como se establece bajo el texto en inglés la probable fecha de
composición y la primera de publicación.
El prólogo de Bajter señala la
presencia de cambios y omisiones, pero ya se sabe que no siempre se leen los
prólogos y menos con atención. En el poema "1437", por ejemplo, falta
traducir el verso “How trivial is life!”, magnífica sentencia que le da
dimensión no sólo a ese poema —pues la trivialidad de la vida, así como su
grandeza, son una constante en Dickinson—, y que hubiera sido pertinente colocar
a pie de página. Otras veces Berenguer no traslada las mayúsculas ni los
guiones originales, dato que tampoco se señala expresamente en cada caso. Aun
así, esta debe ser una de las traducciones más fieles al original; no trata de
“normalizar” la poesía de Dickinson sino que respeta la excentricidad de su
formulación y la adopta como propia (algo, que, en menor medida, también había
hecho Silvina Ocampo). Berenguer debió, de algún modo, como poeta pura y
profunda que fue (Quehaceres e invenciones, Composición de lugar, La Dama de Elche), meterse en la
piel de aquella huraña mujer y a la vez eterna chiquilina de Amherst, y
respirar sus versos hasta que se hicieran naturales a ella. El resultado es un
libro denso que crece con cada relectura y que deja con ganas de seguir leyendo
a Dickinson, autora de más de mil setecientos poemas y a quien el ruido de la
fama no motivó en absoluto, y no por desconocer su existencia. “Qué triste
—ser— Alguien!” dice en el poema "288".
EL SILENCIO
Leerla no es tarea sencilla. No
contribuye el estilo que escogió ni el mito sobre su persona. De ella se
conjeturan demasiadas Emilys para poder ser todas: virgen, histérica, lesbiana,
agorafóbica, hija ejemplar, mujer enamoradiza, poeta full time, ama de
casa soltera, artista rebelde, talento limitado por su época, víctima de una
sociedad puritana. Sobre su exigente poesía hay un consenso mayor. Borges la
consideró intelectual y conceptual, desdeñosa de la “dulzura del verso”.
En todo caso, poseía una dulzura, sí, pero limitada por una autoimpuesta
distancia emocional, vertida desde una impresionante economía de recursos, y
carente de explicaciones. Dickinson dejó solos sus versos, tan solos que ni
siquiera los acompañó al exterior bajo la forma de una publicación efectiva. De
algún modo los cultivaba para sí misma, como cultivaba las flores de su hogar,
y luego los enterraba en un baúl.
Sobre sus elecciones formales
sólo se pueden arriesgar inverificables hipótesis, pálidas conjeturas. Si los
guiones sustituían un sistema de puntuación tradicional, o si alertaban de una
continuidad posible o señalaban hacia lo no dicho —como sugiere Antonio Muñoz
Molina— no se sabe. Si las mayúsculas eran un boleto agregado a la abstracción
que de todos modos presidía su obra o si eran algo más, tampoco. Ni qué alcance
interpretativo tenía su sintaxis entrecortada o la aparente inconclusión de
algunos poemas. O qué fondo había de confesión en su poesía no lineal y
críptica, pero punzante en su profundidad psicológica.
El libro Emily Dickinson. 50
poemas da una tenue imagen de ese abismo (en parte porque, en números, no
llega a significar ni el 3% de su obra), pero enfrenta al lector a la
experiencia genuina de leer verdadera poesía. La que no busca gustar, ni
entretener, ni coincidir con el lector ni retarlo. Sus grandes ejes temáticos
—el tiempo, el amor, la soledad, la muerte, la naturaleza, la poesía, Dios— se
despliegan sentenciosos desde una sabiduría atemporal no exenta de ironía y
humor. Como en el poema "813": “Este quieto Polvo fue Caballeros
y Damas/ Y Mozos y Muchachas—/ fue risas y juegos y Suspiros/ y Vestidos y
Rizos. / Esta Pasiva Plaza, una activa mansión de Verano/ donde Flores y
Abejas/ cumplen su Circuito Oriental/ luego todo cesa, como estos—”. O en el
"1472": “La visión del cielo de verano/ Es poesía/ Aunque ella
nunca repose en un libro./ Los verdaderos poemas huyen.” Ni siquiera de
estos poemas que parecen fáciles y obvios se puede asegurar que lo sean. La voz
de Dickinson es más desesperada y tenebrosa de lo que asoma, trepa más allá de
las obviedades para situarse en otro lugar donde la superficie es apenas parte
de lo tocado y queda mucha intangibilidad debajo. La huida de los absolutos
—sean estos el verdadero poema o el amor o la felicidad— fue sublimada quizá
con la serenidad hogareña que Emily eligió, pero desbordó en su obra a la
manera de un singular y honesto canto elegíaco que trascendió las modas y el
tiempo.
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