Laszlo Erdelyi (foto) es el director de El Cultural, el suplemento ad
hoc del diario uruguayo El País. Invitado
a cubrir las jornadas por los 70 años de publicación de Ulises, de James Joyce, al castellano, concentró su crónica en
Marcelo Zabaloy, el traductor de la nueva edición local de la novela, quien
también participó del encuentro en la Biblioteca Nacional
argentina.
El instalador que tradujo el Ulises
Es una
mañana helada de domingo, pleno julio, en un café de Agüero y Santa Fé. Son las
nueve y hay pocas mesas ocupadas. En una está Marcelo Zabaloy, traductor del Ulises, la famosa novela de James Joyce
que —dice el lugar común— es intraducible por los múltiples
experimentos que el escritor irlandés llevó a cabo con el lenguaje. Zabaloy,
autor de una nueva traducción al castellano rioplatense, no es porteño sino de
la ventosa Bahía Blanca, ex jugador de rugby, corpulento, de tez curtida y
manos enormes. No es ingeniero ni investigador, como se dijo por las redes. Fue
instalador de cables, “pero en la industria, con tableros muy complejos”
aclara. Tiene familia, seis hijos ya grandes, e insiste en hablar de su vida,
de quién era, de quién es. Le preocupa aquello que decía Cortázar de los
argentinos: que sólo hacían las cosas por fanfarronería o por obligación. “Quiero
que sepas que no soy un fanfarrón”.
“Solo soy un
buscavidas que cree que todos nacemos canallas”,
insiste. ¿Y qué tiene que ver esto con el Ulises? “En ese libro está
todo”, y señala su original del Ulysses en inglés, depositado en
la mesa. Fue sólo un gesto con el dedo. Y agregó: “es un libro que te
convierte en mejor persona”.
Entonces todo cambia.
Zabaloy no sólo era una persona común que había acometido una tarea
extraordinaria; parecía ser un personaje más de la saga. Pero las claves para
comprenderlo seguían difusas. Por ahí recordé mi propio fracaso con la
españolísima traducción del Ulises de José María Valverde que
intenté leer de un tirón en 1992 sin éxito, a pesar de que el libro se ocupa,
hora tras hora, de las peripecias de dos protagonistas en Dublín a lo largo de
un día entero, un 16 de junio de 1904.
Veintitrés años más
más tarde, en mayo de 2015, Jorge Fondebrider, fundador y director del Club de
Traductores Literarios de Buenos Aries, me invita a unas Jornadas que está
organizando al cumplirse 70 años de la primera traducción al español del Ulises
(realizada por el argentino J. Salas Subirat, 1945). Se llevarían a cabo en la Biblioteca Nacional
de Recoleta y vendrían especialistas de Irlanda, Estados Unidos y España. Con
la traducción de Zabaloy bajo el brazo (que debía, ahora sí, leer de un tirón)
me dispuse a cruzar el charco.
FOGONAZO
EN EL PECHO
Zabaloy habla de su
infancia en Bahía Blanca. “En el año 1961 yo tenía cinco años. No era
habitual que los chicos estudiaran inglés, pero a mi no me costaba, me gustó,
se me hizo como un caramelo”. Leyó mucho en inglés. A los diecisiete llegó
a “Counterparts”, cuento del libro Dublineses de Joyce. En un viaje
que su esposa hizo a Estados Unidos en el 2004 le trajo un Ulysses original en
inglés, “la edición Gabler. Menos mal que yo no sabía que había muchas
ediciones en inglés del Ulises,
y que la de Gabler en particular era muy discutida. Ignoraba todo eso, gracias
a Dios”. Tardó un año en leerlo; lo hacía de noche, cuando podía, mientras
instalaba cables en la planta de Coca Cola diez horas por día, a veces subido a
escaleras. Sin libros de apoyo, descubrió que la cuestión “se abría al
infinito”. Se apoyó en el Ulysses Annotated de Don Gifford,
y también en Allusions in Ulysses de Thornton.
El Ulises
lo emocionó, y buscó compartir esa emoción con los más queridos. Zabaloy quería
leérselo a su esposa. Por ejemplo el párrafo donde compara a la mujer con la
luna (cap. 17). Quería contar lo extraordinario que era, “pero no recurrir a
traducciones ya hechas, ya que iba a estar en desacuerdo con el resultado”.
Comenzó a balbucear una traducción, hasta que llegó al término satellitic.
Dice el Ulises al comparar a la mujer con la luna: “Su antigüedad
en preceder y sobrevivir sucesivas generaciones telúricas; su predominio
nocturno; su dependencia satelítica…”. ¿O mejor satelital? “Le
leo a mi mujer cuando estamos en la cama, y si dudo, mi mujer se me duerme.
Porque no podía decirle lo hermoso que era, si se lo contaba mal. A la mañana
siguiente me senté y empecé. Tardé una hora en traducir ese párrafo. Cuando
terminé dije ‘qué hermosura’. Entonces seguí con otro párrafo, y con éste otro”.
Era abril de 2007. En
cierto momento estaba traduciendo Hades, el capítulo 6, donde Leopold Bloom
asiste al entierro de Paddy Dignam en el cementerio. Bloom piensa en la muerte
de su amigo, en su corazón detenido para siempre: “La sede de los afectos.
Corazón destrozado. Una bomba después de todo, bombeando centenares de litros
de sangre por día. Un buen día se atasca: y ahí estás”. De hecho Zabaloy
estaba con su mujer de paseo en Mar del Plata, un día de invierno muy frío,
cuando estaba traduciendo ese párrafo. Recuerda que en el momento en que estaba
con esa frase sintió un fogonazo en el pecho. Vamos a caminar un poco a ver si
se me va, le dijo, y cuando vuelva a Bahía Blanca voy al cardiólogo. Pasó.
Llegó tres días después, salió caminando para el hospital y en la esquina
sintió un “tac” fuerte, en el pecho. Luego otro “tac”. Siguió despacito,
apoyándose en las paredes, y llegó al hospital. Zafó.
Años más tarde cuando
iba a revisar ese párrafo con Edgardo Russo, el editor que había decidido
publicarlo, le dijo por skype: “Edgardo, por favor, Hades leélo solo. Me
dice ‘no seas boludo’. Le dije que no lo quería volver a leer, pues yo sabía en
qué palabra había sentido el fogonazo, estaba sincronizado. ‘Tenés que leerlo’,
me decía, pues revisábamos cada párrafo N veces. Entonces, antes de empezar,
respiraba hondo, me agarraba los huevos (hace el gesto), cruzaba los
dedos, rezaba… y uff, pasaba”.
Russo no tendría tanta
suerte.
NO
ERA BROMA.
Mientras cruzaba en
ferry desde Colonia hacia Buenos Aires recibí un email del escritor
español Eduardo Lago: “Falleció Edgardo Russo”. Lo encontraron muerto de
un ataque cardíaco en su escritorio de la editorial El cuenco de plata. En el
café de Santa Fé y Agüero, apenas un día después del entierro, Zabaloy siente
que no puede expresar el dolor. “No hay palabras” agrega.
Recuerda el momento en
que, una vez terminada la traducción, su señora le preguntó por qué no buscaba
editor. “Yo no sabía, porque por ahí algo te da mucho placer hacerlo y para
otro es una porquería. Además estaba muy deprimido. Entonces un domingo a la
mañana empecé a escribir por email a las editoriales que encontré en una
lista. Adjuntaba el capítulo 15, Circe, el que transcurre en el burdel a
medianoche, para mostrar que la cosa iba en serio. Escribí a todas las
editoriales en Argentina, México, España”. Pero nada. Ni una respuesta.
En febrero de 2010,
seis meses después, recibió una llamada en Bahía Blanca. “¿El señor Zabaloy?
Buenos días, le habla Edgardo Russo”. Le cuenta que cuando recibieron el email
con el adjunto pensaron que era un chiste. Tiempo después se lo dio a leer a
algunos amigos, lo releyeron juntos, y vieron que no. “Cuando venga a Buenos
Aires charlamos, me dijo. Te podes imaginar mi alegría… pero yo no conocía. Soy
ajeno al mundo literario”.
Trabajaron juntos
hasta el 2012, capítulo tras capítulo. “Mientras tanto, como yo necesitaba
mi ‘droga’, me puse a traducir el Finnegans
Wake. En el 2012 tenía el 70% hecho”. El Finnegans…, novela
de Joyce publicada completa en 1939, es aún más experimental que el Ulises.
Está escrita en un extraño idioma políglota que puede incluir palabras en
inglés, polaco, serbo-croata e incluso persa, entre otras lenguas.
Al equipo ya se habían
sumado varios especialistas locales y extranjeros, “pero un día me cansé de
tantas idas y vueltas con las correcciones de mi Ulises. Yo fui feliz en ese proceso de traducción, y venían a
enmendarme la plana… ¡que se metan el libro en el culo!” Russo quedó pálido,
y dijo “tenés razón, que se lo metan en el...”. Y se pusieron a trabajar
juntos en el Finnegans… hasta el 2013, donde Zabaloy le sugirió retomar el Ulises.
Durante el 2014 se
leyeron mutuamente los capítulos vía skype, porque de la lectura en voz alta debe
surgir una musicalidad mágica, envolvente. De forma paralela Zabaloy, en su
nuevo trabajo, viajaba a Australia y a Nueva Zelanda acompañando a grupos de
chicos a jugar al rugby. En determinado momento Russo lo llama “y me dice
que el capítulo 15, Circe, es dificilísimo, no se termina de pasar, es largo
hasta para hojear”. Tiene 145 páginas. “Edgardo, tranquilizate, ya sé
que no se puede leer. Me dice que lo enderece, porque de lo contrario ‘el
lector lo va a tirar a la basura’. ‘Que lo tire’, le dije”. Colgó. Un rato
más tarde llegan a un acuerdo; Russo aceptó una versión menos densa. Le dijo: “Tenés
razón, no podemos enmendarle la plana. Si Joyce lo hizo así, fue a propósito”.
Por ejemplo en la comparación entre la mujer y la luna, Joyce utiliza el término
propinquity, que Russo insistía en traducir como proximidad. “Pero
¿por qué? Si propincuidad en español existe… y suena fantástico. De a
poquito lo iba convenciendo de que era conveniente seguir todas las
tortuosidades hasta el límite de lo posible. Y cuando ya no se podía hacer más,
como en Circe… Pero ahí está la belleza del texto”.
GENTE
COMÚN.
El ambiente literario
porteño no termina de digerir a Zabaloy. Sin conocerlo le adjudicaron títulos o
educación especializada que no tenía. Alguien le pidió por email su
currículum, y él contestó “no tengo”. El irlandés Declan Kiberd entiende
que esto es maravilloso. Autor de la introducción al Ulises más vendido
del mundo anglosajón (el de Penguin Classics) y de libros notables como La
invención de Irlanda (Adriana Hidalgo, 2006), está en Buenos Aires
para otro congreso sobre cultura irlandesa. En su hotel nos cuenta que Joyce
amaría esto, “porque él escribió el Ulises
pensando en gente como Zabaloy. Lo hizo para porteros, para guardas de tren,
personas con oficios comunes o trabajos mecánicos. Él con el Ulises estaba celebrando a la gente
común, a la mujer común. Es realmente un privilegio que el Ulises esté siendo traducido por gente
que no proviene del mundo literario. Casi todo el libro se nutre del discurso y
el habla común de la gente de la calle”. Joyce, por ejemplo, podía discutir
varios temas con la mujer que atendía la ropería de un hotel; él creía que un
texto como el Ulises debía ser propiedad de todos aquellos que compartían
una cultura en común. El problema es que esa cultura más democrática “fue
sustituída por la creación de élites de especialistas a partir de mediados del
siglo XX. Dejó de prevalecer la idea de que cualquier persona inteligente podía
leer y entender el Ulises, o Hamlet, y se instaló la idea de que
cualquier persona hábil podía aspirar a ser un especialista profesional que se
hiciera cargo de la tarea”. Pero incluso ya antes de que ocurriera esto,
Joyce era “en muchos sentidos un anti bohemio, en la noción parisina de
bohemia. Él rechazaba la idea del arte como separado de la vida cotidiana,
creía que el arte verdadero se nutría del lenguaje del pueblo, y a él debía
volver”.
Zabaloy,
en términos biográficos, se parece al primer traductor al español del Ulises,
José Salas Subirat, que también fue un buscavidas y trabajó mucho como vendedor
de seguros. El periodista Lucas Petersen tiene casi finalizada una biografía
sobre él. En las Jornadas de la Biblioteca Nacional contó que Salas Subirat “venía
de un hogar humilde, su padre tuvo muchos oficios, entre ellos el de afilador.
Su abuela materna no sabía leer. De hecho Salas Subirat no terminó la escuela,
pues como muchas familias de inmigrantes tuvo que salir a trabajar. Sin embargo
lo que caracterizó a este hombre fue un hambre descomunal por el conocimiento,
con lecturas que llevó a cabo de manera desordenada y
voraz”. Autodidacta en su aprendizaje del inglés, Salas Subirat funda en la
década del 20 una academia de inglés y taquigrafía, “pero es un misterio
cómo aprendió inglés. Optar por traducir un libro es un buen medio para
aprender un idioma. Y también para leer”. Pero, ¿el Ulises?
Marietta Gargatagli,
doctora en Filología Hispánica y docente en la Universidad Autónoma
de Barcelona, me muestra una curiosidad mientras esperamos en la cafetería del
jardín de la
Biblioteca Nacional. Es la introducción de Salas Subirat a la
primera edición del Ulises, un texto didáctico de
notable claridad. Allí Salas Subirat explica, justifica, advierte. Desarma, por
ejemplo, los mecanismos mentales que operan en la mente del lector en términos
de tiempo y espacio. Se introduce en los mecanismos no visibles del Ulises,
y relata ese periplo como si fuera una crónica de viaje, sin palabras difíciles
o amaneramientos. Dice: “Una obra difícil de entender en inglés tenía
forzosamente que desanimar a los traductores. Pero traducir es el modo más
atento de leer, y el deseo de leer atentamente es responsable de la presente versión”.
Lo que deriva hacia
cuestiones futbolísticas. Hay cuatro traducciones del Ulises al español:
dos argentinas y dos españolas. La primera de Salas Subirat, la segunda del
español José María Valverde (1976), la tercera de los españoles García Tortosa
y Venegas (1999), y la última de Zabaloy. Dos a dos. Los chismes previos
caldean los ánimos y previenen que el español Eduardo Lago, invitado a las
Jornadas, viene a defender las traducciones de la Madre Patria. No es
cierto. “Mi Ulises es el de
Salas Subirat”, dice en voz alta al ingresar. No hay partido.
Pero del Ulises
de Zabaloy, durante las Jornadas, poco, a pesar de que dio una conferencia
junto a Eugenio Conchez explicando su método. Quien se acercó a la Biblioteca Nacional
para saber si algún especialista recomendaba la versión de Zabaloy, se vuelve
con las manos vacías. La crítica la ha recibido bien en Uruguay y en Argentina;
este cronista pudo comprobar que la versión fluye a diferencia de la versión de
Valverde, llena del ibérico vosotros y mucho más académica. Pero los
especialistas son cautos. Zabaloy reflexiona sobre esto en el café. “¿Quién
se va a tomar el trabajo de leer y compararlo con las versiones ya existentes?
Porque criticar es comparar”.
Para el año 2014 el
nuevo Ulises estaba maduro. Había recibido aportes de Pablo
Hernández, y contado con la participación activa de Eugenio Conchez, Teresa
Arijón y Anne Gastchet, especialistas en la obra. Comenzaron con la búsqueda de
erratas. Para enero de 2015 Conchez había encontrado más de 150 páginas donde
había cosas para mejorar y corregir.
EL ULISES URUGUAYO.
Hace cinco años se
publicó una nueva traducción del Ulises al húngaro. La última
traducción al rumano, la de Mircea Ivanescu (versión 1984), está bajo fuego por
haber sustituido términos obscenos por eufemismos. Zabaloy aclara que, en todos
los lugares donde ocurre, utilizó la palabra coger. Sobre todo en el
monólogo de Molly, capítulo 18, el más escandaloso. Es que Joyce buscó
confrontar al lector con sus tabúes y fobias al describir de forma detallada y
sin eufemismos los fluidos corporales, la mugre, las flatulencias, las
secreciones, sean mocos, uñas enrojecidas de aplastar piojos en los niños, o
los “olores de hombres” de la imperdible escena del almuerzo en el
restaurante Burton (cap. 8).
Y esto permite
reflexionar sobre el lector ideal del Ulises. A la hora de adquirir
alimentos, por ejemplo, hay dos clases de personas: los que sólo compran
envasado en el supermercado, creyendo lograr así mayor asepsia, y los que
compran ahí pero también van a la feria barrial de frutas y verduras porque
disfrutan de la variedad en el desorden, de lo imprevisto, de los aromas
frescos —a veces brutales—, de la charla con el amigo feriante.
El primero difícil que lea el Ulises; pero si lo logra, seguro
termina en la feria.
Cabe, a esta altura,
arriesgar una hipótesis respecto a Zabaloy. Pudo traducir el Ulises
porque posee, además de una inteligencia poco común, dos atributos: capacidad
de comprender sistemas muy complejos, y de resolver con solvencia en lo
concreto. Siempre pensando en su comunidad en un sentido amplio, no sólo en los
argentinos, sino también en los uruguayos. Por eso optó por el tú en
lugar del vos. “En el noreste de la Argentina , donde se
habla un castellano más ortodoxo, es muy habitual el tú, igual que en
Uruguay”. Una decisión nada inocente. Se puede deducir, entonces, que este Ulises
es el más uruguayo de todas las versiones en español.
Algo que parece simple
a primera vista. Pero no con Joyce, que detestaba lo obvio. Una referencia
lateral, sugerida a medias, en la mitad del libro, puede estar refiriendo a
otra ocurrida en la otra punta del Ulises. Ocurre cientos de veces. O
encontrar frases incomprensibles hasta para un lector anglosajón, como la que
balbucea el ahorcado antes de morir, en inglés, con la soga apretada al cuello
(cap. 15): Horhot ho hray ho rhother’s rest. Zabaloy explica cómo hizo
para traducirlo: “el ahorcado dice literalmente ‘Forgot to pray for mother’s
rest’, es decir, ‘Olvidé rezar por el alma de mi madre’, pero le sale eso
porque ya no puede respirar. Es una última confesión para que no lo ahorquen.
Entonces lo que hice fue apretarme la garganta, y con fuerza. Después dije, o
traté de decir esas palabras y puse lo que me salió, ‘Ogooldó doror gor
olgogoso do momodro’. Como explicación es pobre, pero es cierto”. En otros
casos las disputas entre Zabaloy y Russo se daban palabra por palabra. También
en el cap. 15 optaron por esta frase: Se destapó la olla. Un alcahuete le
batió la posta a la yuta (en el original, the squeak is out. A split is
gone for the flatties). En lugar de alcahuete Zabaloy quería
alcachofa. “Russo no me dejó y se enojó, un rato”.
Era extenuante. Cuando
los vencía el desánimo leían en voz alta, en inglés y luego en castellano. Y
entonces de pronto me dice, en el café, “a ver contigo, vamos a ver si
funciona. Ahora, leé en voz alta, en inglés, a partir de acá”, y señala una
página. Comienzo con el libraco en la mano, dudando, sin subir mucho la voz. “¡Más
alto!”, insiste. No hay escapatoria. La gente en el bar comienza a
mirarnos, siento un sudor frío en la nuca cuando de pronto, zás, la sonoridad
del texto me envuelve. Un calor sube de las entrañas, la musicalidad de la
prosa de Joyce ocupa todo el espacio... y el bar entero queda en armonía.
“Y es todo así, una
enorme masa que se te viene encima, no la podés parar y terminás siendo parte
de la rueda, y vas girando, girando. Aclaremos: estas cosas casi como que no
las podés hablar con nadie. Por eso cuando vos me dijiste que querías hablar
conmigo, dije ¡por favor!” y abre las manos en un
gran gesto. l
Nota: El cuenco de plata y
Adriana Hidalgo son distribuídos por Gussi. Interzona, por Aletea.
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