En el diario Le Monde, del 17 de
febrero pasado, Julie Clarini se
ocupa de hacer una reseña –bien al estilo francés, por si hubiera que aclararlo–
de una exposición dedicada a la traducción, que, con curaduría de Barbara Cassin –directora de
investigaciones del CNRS, traductora y directora de colecciones consagradas a
estudios filosóficos–, tiene lugar hasta el próximo 20 de marzo en el Mucem (Musée
des civilisations de l’Europe et de la Méditerranée), de Marsella. El texto se
ofrece en traducción del Administrador).
Donde los genios de las
lenguas se hablan
En hebreo, la raíz etimológica que lleva a Babel se enmaraña. Está en algún
lugar entre “confundir” y “enredar”, recordando el lío suscitado por la
diversidad de las lenguas, castigo tan súbito como divino. En Marsella, en la
exposición “Después de Babel, traducir”, propuesta por el Mucem, de tan bellos
que resultan los hechos y los gestos culturales surgidos de ahí, de tan
notables que son los movimientos hacia el otro, que se expresan en el acto de
la traducción, ese desorden parece una bendición. Digamos que el desorden del
mundo algo feliz, siempre que uno encuentre
felicidad saltando las fronteras.
Barbara Cassin lo sabe bien. La filósofa y curadora de esta exposición, de
la cual también dirigió el catálogo (Actes Sud/Mucem, 264 páginas), enriquecido
con las colaboraciones de Alain de Liberta, Gisele Sapiro, Souleymane Bachir
Diargne... En paralelo,
Cassin publica un Eloge de la traduction.
Compliquer l’universel (Fayard, 248 páginas), en el cual
vuelve sobre el lugar que ocupa la traducción en su obra y, más ampliamente, en
su disciplina. Helenista, se combronta de entrada al enigma del “bárbaro”,
palabra con la cual los griegos designan al que está privado de la palabra (del
logos) y al que sólo produce
onomatopeyas: de la boca del no griego sale un infame “blablá”.
Esta visión primordial, que hace que cada
pueblo se considere como el propietario de la lengua universal, abre la
exposición: hay un cuadro del pintor estadounidense Mel Brochner (Blah Blah Blah, 2011; N.del Ed.: ver la ilustración de esta entrada), ánforas griegas
antiguas adornadas con guerreros escitas, una estatuilla china de terracota del
siglo VII que representa a un “nariz larga”, un gráfico del lingüista Mark
Liberman que permite saber cómo dicen los chinos “para mí es chino básico”. En
una alegre casa de espejos donde todo se refleja. Esto puede causar vértigo,
del mismo modo que lo provocaría el ascenso a la torre de Babel, inestable bajo
el pincel de Brueghel el Viejo (1563), como la de Pisa. Esto también puede
suscitar una agradable ebriedad. Babel, ¿maldición u oportunidad?
Dos mujeres jóvenes hablan
de amor
El catálogo hace honor a la mayoría de las obras reunidas en el Mucem,
enriqueciendo además la iconografía. El acto de traducción es un gesto
abstracto, que uno habría podido creer se prestaba poco a una exposición. En realidad,
habita tan fuertemente las culturas, por diversas que éstas sean, que a Barbara
Cassin le costó elegir. “He privilegiado las obras que son testigos,
incitaciones a pensar. No simples ilustaciones, sino “mostraciones”: obras u
objetos que indican por dónde pasar para pensar”. De los afiches, pinturas,
grabados, tapices o videos presentes en la exposición, retenemos la fuerza de
ciertas obras (como la tela del pintor congolés Chéri Samba), la enorme belleza
de numerosos manuscritos (como el de los Elementos,
de Euclides, traducido al chino por Matteo Ricci en 1607) o la poesía de
ciertas propuestas. A este respecto, una película filmada en Marsella (Marseille en V.O.) muestra a dos
jóvencitas que hablan de amor, mezclando con una facilidad desconcertante, sus
dos lengua: el francés y el árabe. Ambas parecen tejer una tela con dos hijos.
En chino, “traducir” (fanzi) evoca
una seda bordada a la que se la vuelta.
Un dispositivo interactivo de cartografía viene a recordarnos que la
traducción también es una cuestión de circulación a escala mundial. Sobre la
pantalla, se puede visualizar el trayecto de ciertas obras a medida que entran
en las lenguas extranjeras. Así, se puede seguir con el dedo el itinerario de Tintin o del Capital, de Marx (1867), el cual llega a Corea a través de Moscú,
pero a Japón a través de Alemania.
Pero al decir trayecto, podríamos dar a entender que la tradución es sólo un
simple pasaje. Sabemos que no. El famoso “genio de las lenguas”, esa
forma de singularidad celosa, vuelve quimérico todo proyecto de equivalencia
perfecta: sonoridades, equívocos, idiotismos; no todo va a poder ser
recuperado. La traducción tropieza con el cuerpo de la lengua, que une a los
hablantes y que, según señala en su catálogo lamentándose Barbara Cassin, los
une “demasiado a menudo en identidades cerradas”. ¿Y si nos manejáramos con la
hipótesis que la lengua de signos escapa a ese nacionalismo? Ése es el
descubrimiento que le debemos a Signer en
langues, una película fascinante, concebida por Emmanuelle Laborit: una
lengua de signos no es universlas. Existen diversas lenguas de signos como
existen distintas lenguas naturales. Así, la noción de “cultura” en lengua de
signos francesa es un gesto que parte de la cabeza, mientras que en japonés,
son dos manos encajadas. En ese caso, ¿es más simple la traducción? ¿O también
debe ser pensada en términos de pérdida?
Arte o desfasaje
Porque la noción que viene a la mente es la de pérdida: entre el original y
lo traducido habrá una ineluctable fuga en el flujo del sentido... A este
respecto, la exposición propone otra lectura, que es la que defiende Barbara
Cassin y a la que ha puesto en práctica on su Vocabulaire européen des philosophies. Dictionnaire des intraduisibles
(Seuil/Robert, 2004). Este vasto proyecto, empresa colectiva sobre la cual ella
vuelve en su Eloge de la traduction,
reposa sobre una convicción: hay que ir en contra de la “tendencia a sacralizar
lo intraducible”’. Ella precisa que es necesario “comprender que las diferentes
lenguas producen mundos diferentes de las que ellas son sus causas y efectos; y
hacer que esos mundos se comuniquen, haciendo que las lenguas se inquieten unas
a otras”. Los intraducibles son el examen, la exploración de ese “entre” dos
lenguas que vuelve a la traducción “necesaria e impracticable”.
Por lo tanto, era necesario terminar la
exposición mostrando ese espacio mental que los artistas imaginaron tantas
veces. Magritte, claro, con su arte del desfasaje, pero también el artista
suizo Markus Raetz, cuya escultura Métamorphoses
(1991), que representa a un hombre con sombrero o a un conejo, según el lugar
desde donde la vea el visitante, manifiestan la importancia del compromiso en
ese espacio de sentidos múltiples. Finalmente, la exposición concluye con un
sorprendente Autoportrait autre, de
Johannes Gumpp. En ese cuadro del siglo XVII, el pintor está presentado de
espaldas; a la derecha de su autorretrato sobre tela, desliza una mirada hacia
el espectador; a la izqueirda, su reflejo en un espejo posa los ojos en otra
parte. Y Barbara Cassin emplea la fórmula de Borges: “es aquí evidente que el
original es infiel a la traducción”.
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